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De Candela al aborto: el no debate

Luis Novaresio, especial para El Ciudadano.

La horrible muerte de Candela Rodríguez volvió a dejar en falsa escuadra a toda la clase dirigente de la política argentina. Pero, especialmente, a la oposición. Superados el asco y la visceralidad vengativa propios de cualquier ser humano de buena leche, los ciudadanos indignados quedamos huérfanos de toda respuesta de quienes conducen el poder o aspiran a controlarlo. Ya no caben dudas de que las mafias delictivas del intransitable conurbano bonaerense son las autoras de esta tragedia y que las complicidades con sectores que “controlan” la seguridad en ese territorio propiciaron –si no colaboraron– el espanto. ¿Cómo se reaccionó desde el poder? Con silencio o, en el mejor de los casos, incompetencia.

Daniel Scioli y su correcto ministro de Seguridad enmudecieron. Y a nadie se le ocurrió pensar que la republicana obligación de dar cuenta de sus actos les exigía explicaciones. A menos de 20 cuadras de una comisaría bonaerense y en una zona saturada con casi dos mil policías se pudo mantener cautiva a una niña por siete días y abandonarla brutalmente asesinada sin que nadie lo advirtiera. Nadie barajó la chance de que la renuncia es un gesto de las democracias maduras que asumen errores. La oposición política penduló entre buscar rédito de campaña achacando sin el menor fundamento responsabilidad al gobierno central y una ausencia pasmosa de alguna idea útil. Alguien que aspire a ser presidente, ¿no debería tener al menos una idea para abordar este crimen que ni es el único ni lo será? Desentrañado el drama y esperado el duelo del caso, ¿existe de parte de los que quieren ser primeros mandatarios o gobernadores un plan distinto a los que hoy están en los cargos y mostraron no poder evitar estos delitos?

La Argentina es un país de declamaciones. No de deliberaciones. Qué bueno hubiera sido ver en el Congreso Nacional un aporte tendiente a sugerir estrategias frente a estos casos. Por el contrario, el mismo día que todos los ciudadanos de a pie nos congelábamos ante los televisores esperando una buena nueva que nunca llegó, el Senado de la Nación discutía si había que trasladar la estatua del Pensador de Rodin al interior de la Cámara alta.

Un ejemplo provocador

En nuestro país no se discute. No se debate. De casi nada. En un año cargado de elecciones que deberían propiciar el contraste de ideas, las campañas electorales omiten presentar posiciones centrales que vayan desde la seguridad inexistente, que favorece la muerte de Candela, hasta la política económica, que se muestra en la inflación o en aspectos más existenciales como la muerte digna o el aborto.

Hace tres años un legislador que sigue ocupando una banca de diputados de la nación confesaba que las presiones y los prejuicios impedían hacer escuchar en los palacios legislativos una discusión seria sobre un tópico que afecta a 500.000 mujeres por año: el aborto. Nada ha cambiado. ¿Puede el caso Candela relacionarse con la interrupción de la gestación humana? Uno cree que sí. Y se atreve al debate. Este mismo cronista se propuso entonces plantear alguna línea de pensamiento que procurase salir de los dogmas. Así, se sostuvo que en la Argentina, gracias a la no voluntad de debatir, se muere dos veces.

Por años morir fue perder la actividad circulatoria sanguínea: la asistolia. Esa era la muerte biológica. En el mismo año en que los franceses gritaban que la imaginación sería el poder, en Harvard se definía que la muerte no era el fin de la actividad cardiopulmonar sino la irreversibilidad del daño cerebral que provoca el coma, la ausencia completa de conciencia, movilidad y sensibilidad, más la apnea, la ausencia de respiración espontánea y la falta de reflejos con trazado electroencefalográfico plano. Esa es la muerte encefálica. Pasaron 40 años y la medicina ha debatido –y debate– distintas nociones como la muerte cortical, teoría que sostiene que la vida humana se termina (y empieza) sólo y exclusivamente con el fin de las funciones cerebrales superiores que manejan la conciencia y la cognición a través del “cerebro superior”, los hemisferios cerebrales y fundamentalmente la corteza cerebral y que nos diferencia de otras especies vivas. ¿Hay, entonces, varias nociones de muerte? Cualquier debate médico moderno dirá que sí.

En nuestro país, objetivamente, se muere dos veces. Cuando se adoptó por ley la decisión de que todos los argentinos fuéramos donantes presuntos de órganos, salvo expresa oposición, se tomó como norma la convicción de que la muerte no es el último latido del corazón. Se eligió la muerte encefálica. Primera muerte. Sin embargo, para enterrar el cadáver se exige el corazón sin latir. Segunda muerte. Y aquí, ante este doble estándar, no hay prurito moral, al menos masivo.

Si hay varias muertes, ¿hay varios inicios de la vida? Esto sería interesante debatir en el Congreso. No será posible pensar (dice posibilidad de pensar) que si existen distintos criterios del fin de la vida, quizá existan distintos criterios para determinar su inicio. Y en ese caso: si una mujer puede decidir donar órganos porque elige el origen de muerte, ¿podría caber la chance de que también eligiera el origen de vida?

Hay quienes creen que todo comienza desde la concepción en el seno materno. Los religiosos, en general, y Vélez Sarsfield, en el artículo 70 de su Código Civil. Otros creen que recién se inicia cuando se nace. El mismo Vélez en el artículo 74 cuando dice que, nacido muerto, el feto no adquiere derechos. Para otros, la vida distinta de la madre es cuando el feto se implanta a los pocos días de la fecundación o cuando aparece la médula espinal (día 14) o cuando es viable o el sistema neurológico está pleno (semana 12) y, así, tantos más.

¿Entonces? Que no es más que un prejuicio dogmático o una pose de moralina no discutir el tema entre los representantes del pueblo. Que el Estado no está para hacernos “buenos” o nobles sino para garantizar la libertad de pensamiento y acción siempre que no tropiece con el artículo 19 de la Constitución y jorobe al prójimo. Que una norma no obliga: faculta. Nadie se divorció porque Alfonsín impulsara la ley de separación sino porque quienes lo hicieron dejaron de amarse o lo que fuera en su vida privada, ajena a la mano del gobierno. Y que, finalmente, quizá el gran médico y antropólogo de su especialidad Diego Gracia se animó hace tiempo a ayudarnos a pensar a ciudadanos y legisladores cuando dijo: “La muerte es un hecho cultural, humano. Tanto el criterio de muerte cardiopulmonar como el de muerte cerebral y el de muerte cortical son construcciones culturales, convenciones racionales, pero que no pueden identificarse sin más con el concepto de muerte natural. No hay muerte natural. Toda muerte es cultural. Y los criterios de muerte también lo son. Es el hombre el que dice qué es la vida y qué es la muerte. Y puede ir cambiando su definición de estos términos con el transcurso del tiempo. Los criterios de muerte pueden, deben y tienen que ser racionales y prudentes, pero no pueden a aspirar nunca a ser ciertos”. Quizá sea válido también para pensar el inicio de la vida misma.

Aunque Candela parezca alejada del debate del tema del aborto, los vacíos de ideas posteriores a su muerte, las chicanas políticas que quisieron aprovecharse de su tragedia, se parecen bastante a los no debates, a las no discusiones en materia de aborto, inseguridad, inflación y tantos otros más. Quizá esta terrible muerte convenza a los que corresponda que este silencio sustancial no ha tenido gran éxito. Ni con la niña de Hurlingham ni con tantas otras cuestiones. Una verdadera pena.

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