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¿Conoce el cuento del pueblo con problemas de memoria?

Por Raúl Koffman.- La memoria es selectiva: no se puede olvidar todo, ni recordar todo, sino que se recuerda y se olvida algunas cosas.


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Había una vez un pueblo muy pequeño enclavado en un lugar inhóspito, cuyos pobladores sufrían de un mal muy particular. A ese mal se lo llamaba “síndrome de la falta de memoria”.

El mal de la “falta de memoria” se hacía evidente cuando aparecían vendedores ambulantes en el pueblo ofreciendo nuevos productos, según ellos, maravillosos y salvadores que resultaban a la larga ser ni tan maravillosos y mucho menos salvadores. En general, productos que garantizaban felicidad y calidad de vida. Es que a cada vendedor ambulante que llegaba al pueblo le creían y olvidaban sistemáticamente que les había mentido en ventas anteriores. El pueblo era una verdadera gallina de los huevos de oro. Cada vendedor ambulante que llegaba al pueblo traía promesas de nuevas sensaciones y nuevos beneficios de sus nuevos productos. Y el pueblo le creía y compraba sus promesas y sus productos. Es más, los mismos vendedores ambulantes volvían “en teoría” con nuevos productos (porque algunos eran reciclados o versiones nuevas de viejos productos ya vendidos) y los pobladores del pequeño pueblo les volvían a creer y a comprar.

Algunos de sus pobladores (que al parecer conocían algún antídoto contra el mal) ya no creían en los vendedores ambulantes y por eso se enfrentaban en parte con ellos y, sobre todo, con los que les creían. Algunos pocos trataban de no comprarles nada y otros directamente colaboraban con los vendedores ambulantes dándoles datos de posibles compradores, aunque tampoco les creían. Se dice que era por un porcentaje de las ventas.

Hasta llegó a decirse que un vendedor ambulante de muchos años se hizo una cirugía plástica para cambiar en algo su rostro para volver a vender. Cirugía totalmente innecesaria para la venta pero válida para el mal de ese vendedor. Se decía que ese vendedor sufría periódicos ataques de otro mal llamado “mal del arrepentimiento”.

Muy de vez en cuando algún vecino o pequeño grupo de vecinos protestaban por los magros resultados obtenidos por los productos comprados. Pero esto nunca tenía demasiada trascendencia, porque nada lograba romper la tranquilidad con la que se vivía en ese pueblo. Y aunque era cierto que algunos de los pobladores (muy pocos) eran extranjeros, esto no hizo variar para nada los efectos del mal. Es que a los extranjeros no se los escuchaba (y a la larga prefirieron no hablar) argumentando que por su condición de extranjeros no entendían la necesidad de tener productos que mejorasen la calidad de vida en ese pueblo. Sobre todo si esos extranjeros, a esos productos, ya los conocían en sus pueblos de origen.

Lo inhóspito del lugar en que se desarrolló ese pueblo era debido a la presencia de aves de rapiña y de jaurías hambrientas que atacaban a los vecinos del pueblo cuando deambulaban desprevenidos por los alrededores. Como era un pueblo, según dicen quienes lo visitaron, algo cerrado a nuevas ideas, circulaban muchos mitos y leyendas. Una de las leyendas se refería al origen de esas aves y animales hambrientos: parece ser que esos animales fueron originalmente viejos vecinos del pueblo que retornaban al lugar bajo otra forma corporal. Y retornaban para rapiñar como fueron ellos originalmente rapiñados por los vendedores ambulantes. Lo extraño era que sólo rapiñaban a los vecinos, no a los vendedores. Un par de aventurados filósofos del pueblo afirmaba que esto sucedía porque, desde el más allá, se ve otro mundo. Y alguien que pasó una vez por el pueblo y que decía ser vidente afirmó que se trataba de una herida que no cierra y que busca venganza. Pero nunca nadie entendió de qué cosa estaba hablando. Mitos, leyendas e historias. Una historia fantástica más, como todos los pueblos las tienen. No más que eso.

Todo pareció cambiar un día cuando un vendedor ambulante trajo un viejo libro de colección de un tal Amnesius llamado La memoria: bondades y perjuicios.  Y cambió para el único lector de ese libro, porque leyó algo así como que “la memoria es selectiva”. Algo así como que no se puede olvidar todo, ni tampoco recordar todo. Sino que se recuerda y se olvida “selectivamente”. Y leyó también que la memoria funciona como un “regulador de la autoestima”. El libro daba ejemplos. Si alguien recuerda sobre todo lo malo, le es muy difícil vivir, porque deja de creer. Y dejar de creer lleva en el campo de los sentimientos a resentimientos e intolerancia y, eventualmente, a depresiones agresivas. Y en relación con las ideas, primero al escepticismo y luego al descreimiento. Y como para vivir hay que creer que algo bueno es posible (al menos en el futuro), la memoria selecciona lo que necesita para seguir creyendo para poder seguir viviendo y al menor costo posible. Costo o precio que en el momento de seleccionar lo recordado no se tiene en absoluto en cuenta (como si fuese más costoso recordar que olvidar). Otro ejemplo que el único lector encontró decía que si alguien recordara sólo lo bueno estaría condenado a equivocarse siempre en las mismas situaciones y/o con las mismas personas, a ver las cosas mejor de lo que son y a creer en promesas o en personas que ni él ni otros nunca jamás creerían.

Y aquel lector que se interesó por ese libro sobre la memoria estudió el tema leyendo otros libros que pidió a los vendedores ambulantes. Hasta se dice que leyó Funes el memorioso. Pero nunca publicó sus conclusiones porque, en ese pueblo, sus conclusiones, no resultaban interesantes. Ningún editor se interesó, nunca, por algo tan selectivo. Lo peor fue que ese lector se puso viejo, empezó a tener problemas de memoria, y se olvidó de para qué estudió los problemas de memoria. Sus escritos, obviamente, se perdieron para siempre en el olvido.

Y ese pueblo, dicen, continúa aún hoy recordando selectivamente lo que necesita para seguir viviendo y para seguir creyendo y con costos casi imperceptibles. Lo que algunos llamaron “síndrome de la falta de memoria”.

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