¿Habrá mucha gente en el mundo que no haya oído hablar del milagro ruso?, si la hay, con lo que ocurrió el domingo en el grandioso Luzhnikí, en mi lejana Moscú, los invito a que se den por enterados. Nosotros, los rusos, somos un pueblo místico desde épocas inmemoriales y nuestro consumado ateísmo nos permitió ver señales de bonanza cuando la oscuridad se cernía sobre el horizonte. Y a esas señales les dimos el nombre de “milagros”.
Así el Dínamo pudo salir campeón del Gran Torneo Rojo que disputamos con China y los países de nuestra órbita cuando la cortina era de hierro, y teníamos a la mayoría de los artilleros del equipo con una cagadera –otro argentinismo bien descriptivo– luego de un pantagruélico arroz con bichos marinos y que, siempre lo supimos, los camaradas amarillos dejaron más tiempo del indicado sin refrigerar. ¡Ganamos la copa empachados como estábamos! Ya lo dije hace un par de días mientras abrazaba a Olga y Nikolai que lloraban luego de la partida de la selección celeste y blanca del Mundial: “¡Argentina te vengaremos!” Y, al día siguiente nomás, nos pusimos manos a la obra, justamente con la selección de un país que colonizó a casi todo un continente ¡y que todavía tiene un rey! Ni que decir que nos sobran huevos –con esta última palabra se me pierde su origen ya que nosotros usamos algo parecido para situaciones beligerantes– para oponer a la superioridad del rival, y en eso confiamos, en ese aguante que nos hacía salir de pique, incluso cuando ya nuestro valiente Dzyuba no estaba en el campo de juego, para poner en jaque a los ibéricos.
Pero en la cancha el equipo contra el que se juega es solamente un rival y hay que vencer. Creo, y muchos me darán la razón, que vencer a un contrincante de valía, de rutilantes figuras, es casi un triunfo doble porque, qué es el buen juego sin empeño, sin temeridad, sin sentir que la transpiración es otra piel que envuelve y seca la anterior y nos hace más livianos y rápidos aunque se corte la respiración. Igual que cuando me sumerjo en el Chaepítie, el mágico ritual del Chai (té) negro con azúcar y limón –que me provee el insustituible Koko Loko– y me elevo y mis pensamientos se vuelven más claros y la nostalgia es algo suave y alentador porque la memoria también produce milagros, como creer que alcanzar lo que se desea es siempre posible. ¡?????? ??????!, perdón, ¡Vamos Rusia!