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Anna Karina: elogio de una belleza perdurable y emblema del cine de una época

Musa de Jean-Luc Godard y figura señera de la Nouvelle Vague, la actriz de nombre con reminiscencias rusas se despidió del mundo en diciembre de 2019. Protagonizó algunos buenos títulos del realizador francés y sus ojos capaces de cualquier promesa y nostálgicos a la vez no se olvidarán fácilmente


Un viento intenso y con ráfagas, frío y cortante, se abatía sobre la pequeña aldea danesa de Solbjerg, cercana a la ciudad de Aarhus, la madrugada que nació, en setiembre de 1940, la que sería una bellísima mujer y una inquietante actriz: Hanne Karen Blarke Bayer, luego bautizada Anna Karina por la diseñadora Coco Chanel.

Un tiempo después, ya moza adolescente, su padre le contaría que esa noche no había bastantes leños para calentar la pobre habitación en que una comadrona le ayudó a su madre a que ella viera la luz, al decir de su padre, “la oscuridad”, puesto que en ese cuarto ninguno se veía las manos.

Su padre murió temprano aplastado por un árbol gigante que cortaba para un aserradero y asustada por la miseria en la que se sumió, pronto su madre se guareció en los brazos de un hombre violento que, Anna lo notó de inmediato, la desnudaba con su mirada.

La relación con él pronto se convirtió en un suplicio ya que la resistencia a sus acosos le costaba unos dolorosos cachetazos luego de un humillante manoseo. Su madre lo sabía pero fue incapaz de reaccionar y Anna decidió tomarse el buque; es decir, salió a la ruta más cercana, en esa época una senda de ripio, e hizo autostop hasta llegar a Copenhague donde, con la suerte y la belleza de su lado, comenzó a modelar.

En improvisado viaje a París para una firma danesa fue festejada en la pasarela por la mismísima Coco Chanel, quien vio en ella ciertos aires rusos y le sugeriría el nombre con el que se la conocería, justamente con esas reminiscencias.

Chanel quiso contarla entre sus filas y le pidió que firmase un contrato por un año, durante el cual participó en una serie de anuncios publicitarios, entre ellos uno de jabones. Ese día, un hombre llamativo que fumaba un gran cigarro se encontraba en la agencia haciendo sugerencias para una posible toma en exteriores.

A ella le llamó la atención su figura algo esmirriada y una leve inclinación de su cuerpo, también sus anteojos oscuros y el esbozo de su sonrisa, y a él, también ella, sus ojos atrapantes y capaz de cualquier promesa, su figura felina y sus movimientos suaves, aterciopelados.

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Una mujer autosuficiente

Él era Jean-Luc Godard y se aprestaba a rodar Sin aliento (1960), su primer largometraje. Nunca confesó si fue por no perderla de vista o por su magnífica presencia pero rápidamente le ofreció el protagónico femenino. Entusiasmada, ella devoró el guion y, según le dijo poco después a Jean-Luc, no aceptaba porque debía mostrar los pechos en una escena.

Godard lo lamentó por lo bajo pero la tarde siguiente la invitó a tomar una copa y ahí comenzaría una de las relaciones más fructíferas que dio el cine y que se materializó en magníficos títulos de la primera etapa del realizador suizo.

Al protagónico de Karina en El soldadito, una singular mirada de Godard sobre la guerra de Argelia, que el gobierno de De Gaulle prohibiría luego de su estreno, le siguieron Una mujer es una mujer (1961) –que le permitió a Karina hacerse de un Oso de Plata en el Festival de Berlín–; Vivir su vida (1962); Banda aparte (1964); Alphaville (1965), la iracunda Pierrot, el loco, también de 1965 y Made in USA.

Al mismo tiempo, Karina filmó a las órdenes de Jacques Rivette una de las películas más polémicas de esa época, La religiosa, una adaptación de la novela homónima y póstuma de Diderot que ya también a fines del siglo XVIII había escandalizado a la sociedad pos revolución francesa por su detallada descripción de los padecimientos de las monjas en los conventos de clausura.

En esos años Anna Karina terminó casándose con Godard y fue la musa que el francés necesitaba para imprimir los matices de modernidad que la Nouvelle Vague selló definitivamente en el cine.

La mirada nostálgica pero llena de luz de Karina, su seductor flequillo, el acento desganado y cautivante fueron suficientes para dotar a los títulos de Godard de un encanto innegable a la vez que de una despreocupación como síntoma de época y de una estética perdurable en el tiempo y en el cine.

Karina filmó también con Chris Marker, Volker Schlöndorff, Luchino Visconti, Agnès Varda y hasta Rainer Werner Fassbinder, como se ve, todos grandes realizadores. Cuando se separó de Godard dijo: “Fue una relación intensa pero no podía vivir con él porque en un momento decidió que me quería en casa mientras él filmaba. Imposible para mí, siempre me consideré una mujer autosuficiente”.

 Lúcida y sentimental

Cuatro novelas y tres películas también llevan la firma de Karina. Una de estas última, Vivre ensemble fue malamente criticada durante su pasada en Cannes en 1973, aunque algunos vieron en su factura cierto talento de la actriz para la dirección.

Su reestreno en Francia hace un par de años terminaría confirmándolo y en la curiosa relación de un profesor casado y una artista se perfilaba un punto de vista dispuesto a ahondar en los prejuicios de una sociedad machista e intolerante para todo aquello que escapara a los cánones de la corrección.

En relación a su rol de realizadora, Karina apuntó hace unos años que no se aceptaba en el mundo del cine europeo que una actriz dirigiera y que eso respondía a una cultura muy arraigada en los estereotipos machistas. En ese sentido, su lugar en el cine, claro, quedaría para siempre ligado al de Godard como su actriz fetiche e inspiradora de algunos de sus mejores títulos de los años 60.

A mediados de los ochenta se encontró con el realizador en un programa televisivo y ambos reconocieron que su aventura había sido uno de los momentos profesionales más sobresalientes en la carrera de cada uno. Ella lo besó suavemente en la mejilla y él dijo que hubiera preferido que fuese en la boca porque todavía creía recordar el sabor de sus besos y le hubiera encantado reeditarlo. Ella respondió con una franca carcajada y con un “siempre tan ocurrente Jean-Luc”.

En algunos perfiles de revistas dedicadas al cine, y también de otras que se ocupan de la vida mundana, se la describió como una mujer sentimental con mucha lucidez, dueña de una belleza incomparable que resistió el paso de los años.

 

En las fotos que acompañaban las notas de estas últimas aparecía con un coqueto sombrero, un cigarrillo en una mano y una copa de champagne en la otra. Pero en las publicaciones cinéfilas, sus destacados señalaban las calamidades que azotaban el universo cinematográfico, por ejemplo las denuncias sobre el productor norteamericano Harvey Weinstein y el surgimiento del #MeToo.

Tal vez recordando a aquél padrastro abusador expresó: “Aquí en Europa también tenemos muchos Weinstein, sólo hay que animarse a denunciarlos, las mujeres podemos hacerlo. Los sufrimos todas, las más y las menos favorecidas, hay que atreverse”.

Si se imagina cómo lo dijo, no puede dejar de pensarse en su carita resignada y con algunas lágrimas en una escena de Vivir su vida, en donde interpretaba a una joven lanzada a la prostitución y a una pronta muerte.

La que seguramente quedó grabada en las retinas luego de su muerte, a los 79 años, en el reciente diciembre de 2019.

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