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Violencia institucional

Abusos naturalizados: el singular caso de un policía condenado por apremios ilegales

Los tratos crueles en las primeras horas de detención son un secreto a voces. Distintos especialistas explican por qué es una práctica que está institucionalizada y una rareza que se sancione a un uniformado por aplicar tormentos


No es común escuchar que un policía es sometido a juicio oral y público por golpear a un detenido. Y muchos menos que el resultado de ese proceso judicial sea una condena, como ocurrió esta semana con el comisario Carlos Eduardo Rodríguez por una causa de apremios ilegales impulsada por un albañil que en febrero de 2015 padeció tormentos físicos y psicológicos en el calabozo de la seccional 2ª. Sin embargo, los abusos policiales son un secreto a voces. Prácticas frecuentes que pasan inadvertidas frente a las narices de jueces y fiscales que hacen la vista gorda cada vez que un detenido llega desfigurado y balbucea que se tropezó.

La falta de denuncias por miedo a represalias y la sistemática negativa institucional para investigar este tipo de delitos no sólo naturaliza los tratos crueles, inhumanos y degradantes sino que hace parecer extraño que un uniformado sea enjuiciado por torturar.

Quienes intentan sobreponerse a esa realidad aseguran que si bien es un fenómeno complejo, el principal obstáculo a la hora de prevenir la tortura o de sancionarla una vez que se cometió es la falta de voluntad política. La traducen en “bajadas de líneas” para que los que deberían investigar esos delitos no lo hagan, o en “mensajes disciplinadores” para los funcionarios que insisten en denunciarlos.

Impunidad

Según la defensora pública Maricel Palais, los abusos policiales son prácticas habituales y conocidas por todos: “Ese tipo de acciones por parte de las Fuerzas de Seguridad son delitos de acción pública. Lamentablemente la Fiscalía, que es la que debería investigarlos para que sean condenados, no lo hace”.

Para la funcionaria es escandalosa la velocidad con que se desestiman las denuncias desde la Unidad de Violencia Institucional y Corrupción Policial, que es la Fiscalía especializada para investigar ese tipo de hechos. “Desestiman las denuncias sin siquiera citarlos a declarar”, aseveró.

A su entender, la responsabilidad no recae en los funcionarios de turno de esa cartera sino en “una decisión política criminal del Ministerio Público de la Acusación (MPA)”.

Al respecto resaltó que ya pasaron siete años desde que Santa Fe implementó el nuevo Código Procesal Penal, con la creación de la Unidad Fiscal especializada para perseguir ese tipo de delitos, pero nunca funcionó y sigue sin funcionar.

“Han cambiado fiscales, ha cambiado la Fiscalía Regional y la Fiscalía General y la actitud sigue siendo exactamente la misma; las denuncias se desestiman sistemáticamente”, dijo para remarcar las consecuencias de esa política: “Cuando se garantiza la impunidad se normaliza la conducta, que es absolutamente delictiva y reprochable”.

Agregó que los casos de tortura que llegan a condena o a una audiencia ante un juez son muy pocos y por lo general es porque intervienen organismos de derechos humanos. “Por eso es importante la figura de la querella, que es la que termina impulsando la persecución de este tipo de hechos. Porque la Fiscalía, que es la titular de la acción y la debería hacer, no lo hace”, reiteró. Al respecto mencionó el fallo de la Corte Suprema de Justicia que negó a los defensores públicos la facultad de constituirse como querellantes en casos de violencia institucional y que sigue vigente hasta hoy.

Cifras ocultas y gigantescas

Sin embargo, las denuncias que llegan a la Fiscalía, más allá que se archiven o avancen en procesos judiciales, no reflejan ni por asomo la magnitud del fenómeno.

Según Enrique Font, quien integra la Cátedra de Criminología de la UNR y trabajó en el Comité Nacional para la Prevención de la Tortura de Naciones Unidas, los abusos policiales “son un fenómeno extendido, prevalente que está generalizado sobre todo en el momento del arresto y las primeras horas de detención en las comisarías”.

A modo gráfico dijo que “lo poco que se conoce es la punta de un iceberg: hay una cifra oculta gigantesca”.

Para Font, si se quiere detectar la tortura es indispensable que haya actores institucionales preparados para esa función. “Se necesitan jueces, defensores, fiscales, secretarías de derechos humanas dispuestos a salir a buscar la tortura allí donde se sabe que sucede”.

Dijo que ese es precisamente “el primer motivo de la impunidad: que gran parte de lo que sucede no se conoce porque no hay instituciones que busquen el fenómeno” y aclaró que aún con profesionales capacitados para detectar los malos tratos, la falta de decisión política es el obstáculo más importante.

“Si no hay voluntad de la defensa pública de ir a detectar la tortura, por más capacitados que estén los defensores no la van a detectar. Imaginate que cuando hubo un Defensor General que perseguía la tortura de manera activa le hicieron un juicio político. Creo que ese es el mensaje fuerte”, dijo en relación a la suspensión de Gabriel Ganón a finales de 2016.

Situación de victimización

Pero no sólo la falta de voluntad política institucional es un problema. Según Font, existe una complejidad adicional relacionada con las víctimas. “No es lo mismo una persona que sufrió torturas en una comisaría una sola vez y no tiene muchas chances de volver a caer preso, que los sobrecriminalizados de siempre que son los jóvenes de sectores populares”, explicó.

“Ahí el riesgo es altísimo, porque van a volver a caer presos, o siguen presos. Están en lo que llamo «situación de victimización». Y esa es una complejidad adicional en las políticas de prevención porque además de detectar que sufrieron torturas tenés que buscar una forma de protegerlos de la represalia”, dijo.

Por eso, continuó Font, muchas veces “las propias víctimas dicen «no fue nada» y no quieren denunciar porque corren mucho riesgo. Pero en los casos que deciden hacerlo y piden que se sancione al policía –y estamos hablando de una puntita recontra pequeña del iceberg del fenómeno– se chocan con una maquinaria institucional que está ahí para que no suceda nada”.

Así mencionó la “horrible trayectoria que tiene el Ministerio Público de la Acusación en el abordaje de la violencia institucional en general”, pero también a otras instituciones como el Instituto Médico Legal de Rosario donde “los médicos forenses directamente fraguan los informes”.

Son obstáculos, dijo, que dificultan una tarea por demás de difícil, ya que probar la tortura en un juicio tiene sus complicaciones propias porque son prácticas que se cometen en soledad y los testigos “también corren riesgos muy altos de sufrir represalias”.

Para Font los pocos casos que llegan a juicio lo hacen por el acompañamiento de abogados de derechos humanos y casi no se conocen causas que lleguen a condena sin la querella, es decir, sólo con el impulso de la Fiscalía.

El comisario y el albañil

El martes pasado, la jueza Hebe Marcogliese condenó al comisario Carlos Eduardo Rodríguez a tres años de prisión condicional y a seis de inhabilitación para ocupar cargos públicos por el delito de apremios ilegales consumados la madrugada del 4 de febrero de 2015 en la seccional de Paraguay 1123. Además, ordenó que el jefe policial, de 49 años, realice tareas comunitarias una vez por semana y le prohibió acercarse o ponerse en contacto con el albañil que sufrió los tormentos.

La denuncia que llevó adelante Víctor Ferrari por la fatídica noche que pasó en la seccional 2ª fue acompañada desde el primer momento por organismos de derechos humanos.

Ferrari, quien también trabaja de empleado en una verdulería, había militado en la agrupación Hijos junto a Eduardo Toniolli, entonces diputado provincial, y fue a la primera persona que llamó cuando recuperó la libertad. Luego, el caso lo tomó la Defensoría Pública cuando estaba comandada por Gabriel Ganón, que llegó a constituirse como querellante en una audiencia de primera instancia.

Llamativamente, fue la fiscal de Violencia Institucional y Corrupción Policial, Karina Bartocci, quien se opuso a que un defensor público representara a la querella y apeló el fallo.

De esa manera consiguió que la Cámara dejara afuera a la defensa pública y desde entonces, el albañil continuó el tedioso proceso judicial con el acompañamiento de la Cátedra de Criminología de la UNR que lo representó hasta el final. La querella estuvo a cargo de los abogados Santiago Berecartúa y Marcia López Martín.

 

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