Opiniones

Opinión

Abusos: la Iglesia contra la pared

Mucha agua viene corriendo bajo el puente desde que los abusados por sacerdotes se impusieron a su miedo interior, el que les impedía dar cuenta de la serie de abusos sufridos en su niñez y adolescencia y hablaron.


Mucha agua viene corriendo bajo el puente desde que los abusados por sacerdotes se impusieron a su miedo interior, el que les impedía dar cuenta de la serie de abusos sufridos en su niñez y adolescencia y hablaron. Muchos abusados fueron alumnos que cursaban en una escuela religiosa, otros daban sus primeros pasos dentro de una orden y ponían su mira en el progreso de la fe y la práctica religiosa. Pero si cualquiera de ellos quedaba en la mira y en el deseo de uno o más sacerdotes, cuya autoridad era un ascendiente irrevocable, tarde o temprano sería objeto de alguna forma de pederastia.

Escándalos mundiales

Los primeros casos de abusos y ofensas de este tipo cometidos en el seno de la Iglesia empezaron a conocerse en la década de los noventa del siglo XX en Estados Unidos y en Irlanda, casi todos ellos en escuelas u orfanatos del credo católico y en seminarios para la formación del clero. Animados por las denuncias de las primeras víctimas, se presentaron muchas más, tanto en esos dos países como en otros. Y fue una espiral imparable, lo que hace suponer que una buena cantidad de ofendidos se llevaron ese dolor a sus tumbas.

En Estados Unidos se verificaron 300 mil casos desde la década de 1950. Cerca de trescientos sacerdotes se vieron implicados en los abusos. Los casos más sonados afectaron a la arquidiócesis de Boston, cuyo cardenal tuvo que renunciar a su puesto por encubrir a curas pederastas. Primera plana, el film estrenado en 2015 ganador de dos premios Oscar dio cuenta en la ficción de la investigación llevada a cabo por periodistas del Boston Globe para desentrañar la trama de complicidades y encubrimientos eclesiásticos y políticos de uno de los mayores escándalos surgidos del seno de la Iglesia Católica. Las denuncias que surgieron luego del destape provocaron compensaciones millonarias, pero también mucho dolor en los afectados y en sus familias.

En Irlanda se reveló que el abuso de menores en centros católicos era una práctica común y constante. En un informe desgarrador, elaborado por la comisión investigadora de abusos de los niños en ese país, se denunciaba la connivencia de la Iglesia con la Policía y la Fiscalía para encubrir los casos de pederastia. Las estimaciones hablaban de miles de menores afectados por parte de la Congregación de los Hermanos Cristianos, encargados de gestionar las escuelas y orfanatos católicos de propiedad estatal. Allí surgieron voces que contaron esas penurias, casi todas desde el lugar de víctimas inocentes e incluso, en algunas, sin la suficiente conciencia de lo que había ocurrido. La Iglesia, desde su oficialidad vaticana, negó con todos los medios a su alcance esos sucesos que la enlodaban pero de a poco tuvo que ceder a posicionarse y ejercer una opinión ante su grey.

En Argentina también

En Argentina todavía no existen registros oficiales sobre los sacerdotes (y monjas, claro) denunciados. Muchos de los victimarios se movieron con celeridad y con cobertura oficial se desplazaron hacia otros destinos para escapar de los dedos acusadores. Estos traslados se convirtieron en la respuesta inmediata de la Iglesia ante las denuncias de abuso junto a un total desentendimiento de las víctimas, a las que no asistieron de modo alguno. Algunas fuentes estiman en más de 60 los casos denunciados desde principios de 2000, luego que el escándalo del cura Julio César Grassi estallara en los medios y la opinión pública. Lo cierto es que en Argentina –y con excepcionales ejemplos en otros países– la máxima pena prevista por el derecho canónico, es decir, la expulsión del sacerdocio, nunca fue aplicada. El sistema de responsabilidades dentro de la Iglesia no permite que haya condenas porque implica destapar complicidades que nunca se sabe cuánto pueden escalar en las pirámides de jerarquías eclesiásticas.

No denunciarás

De este modo, suena oprobioso y terrible, pero la Iglesia no sólo no denuncia los abusos sino que intenta que permanezcan ocultos. Y más allá de los pedidos de perdón público de algunos Papas, la negación y la obediencia debida parecen ser bastiones indoblegables. Como también lo es su hipocresía.

En estos días pudo saberse que dos sacerdotes enviados por el Vaticano para investigar abusos a menores del Instituto Próvolo en Mendoza fueron denunciados por abogados defensores de las víctimas por ocultar pruebas y no colaborar con la Justicia. El del Instituto Próvolo es un hecho gravísimo por tratarse además de un lugar que alojaba chicos sordomudos e hipoacúsicos por el que ya hay detenidas tres personas y 15 más tienen imputaciones. Y hasta el propio papa Francisco fue tildado de mentiroso por ocultar casos de abuso en su reciente paso por Chile. Lo hicieron las propias víctimas, al tiempo que daban nombres, fechas y lugares de los hechos.

A denunciar

Por eso en Argentina, en sintonía con otros países donde el abuso es moneda corriente, se creó una organización de contención hacia las víctimas, a la vez que receptora de denuncias con esa tipificación, llamada Red de Sobrevivientes de Abuso Eclesiástico, integrada en parte por especialistas en derecho canónico. En Entre Ríos, casi torciéndose algo la balanza hacia el lado de la justicia, el cura Justo Illaraz está siendo sometido a juicio por abusos sexuales cuando ejercía en el seminario arquidiocesano de Paraná y varias de sus víctimas hicieron declaraciones ante jueces, abogados defensores, fiscales y querellantes en el juicio oral, tornando la denuncia en un instrumento público que tendrá un peso decisivo no sólo para una eventual condena sino de cara a la Iglesia, que difícilmente –aunque no improbable– pueda mirar para otro lado.

Una de las víctimas contó durante horas todo lo que recordaba de los deleznables sucesos que vivió en el Seminario y cómo esos episodios, que tenían a Illaraz como victimario, traumó su adolescencia y dejó una marca profunda en su persona que continúa hasta la actualidad.

¿Podrá la Iglesia sincerarse alguna vez en relación al daño que produjo y produce a aquellos que se acercan a su coto? Hasta ahora eso parece muy difícil, en parte por cómo una profusión de denuncias y condenas a sus hombres haría decrecer su popularidad y, por ende, su credibilidad, dos aspectos que vienen en franco retroceso desde por lo menos los últimos diez años; y por otro lado porque esa sinceridad implicaría revisar aquello que la Iglesia instaura como patología en sus practicantes, cuáles son los errores y desvíos en la profesión que provocan esas aberraciones, que, desde ya, no dejan de estar ligadas a cuestiones de poder, en la todavía potente capacidad de inserción política y social que la institución posee. El caso Illaraz podría verse como una pequeña luz entre tanta oscuridad.