El Hincha

Cuenta regresiva

Historia de los Mundiales: Estados Unidos 1994, Mandela, Amia y la tristeza por Diego

Fue 1994 un año traumático, que todos los argentinos recordaremos con tristeza. Fue el año que cambió de una vez y para siempre la historia de nuestro país

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Historia de los Mundiales: Estados Unidos 1994, Mandela, Amia y la tristeza por Diego

Por Mariano Hamilton

Tres hechos dejaron ese año 1994. Uno reconfortante a medias. Otro angustiante. Y el tercero, amargo.

Los tres sucesos, hay que decirlo, son incomparables y sólo ingresan en este capítulo de la historia porque sucedieron casi simultáneamente. Pero hay que se francos: no es posible unir la aberración de un atentado como el que sufrió la AMIA con la asunción de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica o la salida de Maradona del Mundial de Estados Unidos por doping. Pero como diría el locutor Pancho Ibáñez, todo tiene que ver con todo, y en ese cóctel que fue 1994 pasaron cosas que nos marcaron a fuego para el futuro. Porque, ¿para qué sirve el repaso histórico si no es para advertir las consecuencias que esos hechos tuvieron, tienen y tendrán en nuestra vida? Si no la tomáramos desde este punto de partida, la historia sólo sería un bronce aburridísimo, letras de molde escritas sin la más mínima noción de su efecto.

Ese 1994 arrancó con un hecho inédito en la historia de la humanidad. Nelson Mandela, de 75 años, ganó las elecciones en Sudáfrica y no sólo se convirtió en el primer presidente negro de ese país, sino que además marcó un antes y un después para la lucha contra el Apartheid. ¿Qué era el Apartheid? El sistema de segregación impuesto en Sudáfrica sobre las mayorías negras que consistía en la división y discriminación de los diferentes grupos raciales para, supuestamente, promover el desarrollo sustentable del país. O sea, sanata. Con la excusa del desarrollo en realidad se perpetraba al racismo como una política de Estado.

Todo este movimiento repulsivo, formalizado en 1948, duró hasta 1990 y fue instaurado por los afrikáners (los boers holandeses) sobre la población negra.

Ese año, 1948, marcó el triunfo electoral del Partido Nacional dirigido por Daniel Francois Malan, a quien no le tembló la voz en el momento de dirigirse a los sudafricanos para decir: “Hoy Sudáfrica vuelve a ser nuestra y Dios permita que lo sea para siempre” y; a partir de ahí, instauró las leyes que dividían a la sociedad entre gente con derechos (los boers) y los que no lo tenían (los negros y pueblos originarios).

Malan no dudó en prohibir los matrimonios interraciales, sancionar a los blancos que se relacionaran sexualmente con los negros, establecer guetos rurales para que las ciudades quedaran en exclusiva para los blancos, impedir que las mayorías no blancas compraran casas y toda la sarta de limitaciones interraciales que uno se pueda imaginar.

Si el nazismo y el fascismo fueron un retroceso para el mundo civilizado, lo que pasó en Sudáfrica entre 1948 y 1990 sólo tiene explicación por el desinterés de la comunidad internacional que permitió semejantes abusos contra las mayorías negras (era el 68% de la población) y los mestizos e indostanos (el 11%). Sudáfrica, durante 42 años quedó en manos de los blancos, que se consideraban a sí una raza minoritaria pero superior (era el 21%).

Durante esas décadas, una figura creció a la consideración internacional. Se trataba de Nelson Mandela, un activista que había sido apresado el 5 de agosto de 1962 por su lucha en favor de las mayorías oprimidas. Los pedidos de libertad para Mandela sonaban en todo el mundo, pero el tipo se comió 28 años en una prisión de dos por dos metros en condiciones infrahumanas. Recién fue liberado en 1990 cuando la humanidad, por fin, se dignó a poner el ojo en lo que ocurría en Sudáfrica y la presión sobre los boers se hizo insostenible, especialmente porque las declaraciones fueron acompañadas de sanciones económicas.

Otra de las cosas que cambiaron en Sudáfrica fue que, en 1989, el líder del Partido Nacional, Pieter Willem Botha, que había gobernado el país desde 1984 y que era de la línea dura, dejó el gobierno por una apoplejía. En su lugar asumió Frederick Le Klerk, quien llevó adelante cierta apertura, como por ejemplo la liberación de presos políticos, exceptuando a Mandela.

Sin embargo, la presión no cejó y De Klerk se tuvo que sentar a negociar la liberación de Mandela, la que sucedió luego de una reunión entre ambos, en diciembre de 1989. En esa entrevista, además, se selló la legalización de los partidos políticos proscriptos desde 1948, los que volverían a funcionar el 2 de febrero de 1990.

Nadie podía imaginarse que 4 años después, el 5 de mayo de 1994, ese hombre que salía de prisión de la mano de Winnie, su esposa, sería nombrado presidente en elecciones libres.

El impacto internacional que causó la presidencia de Mandela no se trasladó a una mejoría inmediata de la situación de la población negra y aborigen porque Mandela, que ya estaba grande y cansado, puso más el acento en la pacificación del país que en el castigo a las feroces violaciones a los DDHH perpetradas durante 42 años.

Para muchos Mandela fue un sabio, que supo ver la correlación de fuerzas. Para otros tantos, fue un hombre que, en el momento preciso, claudicó en sus convicciones y dejó sin castigo a los homicidas, torturadores y represores. Ya la historia nos ha enseñado que, sin castigo a los culpables, el destino es incierto. Porque el olvido no siempre es un aliado para suturar las heridas. Aunque también en cierto que se torna complejo cuestionar a un hombre que aguardó durante 28 años en una celda la oportunidad de dejar su legado para su país. En ese intríngulis nos encontramos ahora, cuando se revisa lo ocurrido. ¿Respuestas? ¿Sentencias? No podemos hacerlas. Nos declaramos incompetentes. Los hechos hablan por sí solos y cada uno sacará sus conclusiones.

Sea como fuere, Sudáfrica fue un país antes de Mandela y otro después de Mandela. ¿Mejor? No lo sabemos.

Pocos días después del Mundial de Estados Unidos, en Buenos Aires, también ocurrió un hecho que nos marcó hasta la actualidad: el 18 de julio de 1994 una bomba destruyó la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA), lo que dejó tres hechos relevantes: fue el atentado terrorista más salvaje sufrido por la Argentina (dejó 85 muertos y más de 300 heridos), desencadenó una de las maniobras de encubrimiento más colosales que se recuerden y nunca se pudo probar nada de lo ocurrido ese día por la defección del Estado en la proceso de investigación.

Es el día de hoy, cuando ya pasaron 28 años, que los familiares de las víctimas y la sociedad seguimos pidiendo justicia ante un Estado que no encuentra la forma de satisfacer esa demanda.

El dolor por lo que ocurrió, la impotencia por la ineptitud de los investigadores y la conspiración estatal para encubrir a los causantes del atentado, dejan aún hoy abiertas las cicatrices que nunca van a cerrar.

Pasaron 28 años de dolor. Pasaron 28 años con muchas familias partidas por el asesinato de sus parientes cercanos. Abuelos, abuelas, padres, madres, hijos, hermanos y amigos murieron ese día. Y metafóricamente sus almas descansan debajo de los escombros de una Argentina que fue incapaz de sanar. La injusticia es uno de los errores humanos más angustiantes. Pero la falta de justicia ante hechos aberrantes es muchísimo peor, porque no sólo deja clara la ineptitud de los hombres para hacer lo correcto, sino que además evidencia que el alcance corrupto de un sistema que está hecho para cubrirse las espaldas a sí mismo. Eso fue y es la AMIA, la degradación de la humanidad hasta la podredumbre más malsana.

¿Cómo pasar al fútbol después de hablar del atentado a la AMIA? Es complicado. Vamos a intentarlo.

En Estados Unidos se disputó la 15ª edición del Mundial de Fútbol, en el primer experimento de la FIFA para llevar a ese deporte a un territorio hostil y al que poco le interesaba el torneo.

El campeonato en sí mismo profundizó la tendencia que ya se veía venir desde Italia 90. O se cambiaban las reglas para mejorar las condiciones del juego o el fútbol entraría irremediablemente en la nube del ocaso. La final protagonizada por Brasil e Italia fue mejor que la que hacía cuatro años habían entregado Alemania y Argentina, pero tampoco tanto. Es más. Después de 120 minutos, ninguno pudo abrir el marcador y el título se definió en la definición por penales.

Finalmente, Brasil estuvo más certero y se quedó con su cuarta conquista después de 24 años de sequía, que fue el tiempo que le costó procesar la salida de Pelé del equipo tras el Mundial de 1970.

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