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García Márquez: crear la aldea, no sólo pintarla

Por: Marcelo Zapara

reflexionesComo todo artista digno de ser así llamado, Gabriel García Márquez fue un eximio mentiroso. En lugar de pintar la aldea para hacerla universal, según el viejo precepto de Tolstoi, inventó la suya propia, Macondo, y dejó que el universo la interpretara a su gusto, que proyectara sobre ella sus propias y contradictorias interpretaciones. Así, los latinoamericanos se entusiasmaron con un inexplorado mundo fantástico que articulaba un movimiento literario, el “boom” –de tan heterogéneo no menos irreal–, y que desafiaba desde su riqueza las cansadas literaturas dominantes. Éstas, por su parte, se dejaron seducir, o someter en algunos casos, al vigor de esa aldea selvática y lujuriosa a la que le creyeron todo, hasta que los gitanos podían resucitar a medianoche y darse una vueltita por el patio para calmar la sed, bajo la luna y el calor del trópico.

Macondo se fundó en el momento exacto y en el lugar preciso, pero no nació de la necesidad de su autor por patentar una geografía imaginaria, vital y multicolor. Macondo fue una demanda que le hizo su magistral dominio de la lengua. La invención de ese estilo, de esa lengua, fue la portentosa (adjetivo tan suyo) contribución de García Márquez al español del siglo XX, una invención que han ensalzado no sólo sus exégetas y admiradores, sino también autores en las antípodas de su estilo o pensamiento, como el mismo Jorge Luis Borges (quien le dedicó elogios como jamás repitió con ningún otro integrante de ese “boom”, cuya existencia Borges nunca admitió).

Fue el propio García Márquez quien reveló que “Cien años de soledad” se originó por una única frase, la sentencia inicial, que le vino un día a la cabeza, dijo, sin saber qué haría con ella, pero que estaba seguro de que a algo le daría nacimiento. Y terminó siendo el punto de partida de una de las novelas capitales del Siglo XX.

Esa frase, tantas veces analizada en los claustros universitarios, definida como “perifrástica de futuro”, combina tres tiempos: desde el presente de la narración, se salta al futuro (“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar…”) para retroceder de inmediato al pasado por sobre el presente del relato (“…aquella remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo”). Hoy, en los años de la microficción, ella sola bastaría para definir todo un mundo, con perspectiva multitemporal. Pero, a continuación, entra con toda su magnificencia Macondo, esa “aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.

El lector ya no puede abandonar el libro. Y si no puede, no sólo se debe a la promesa de la visita a una aventura excepcional, sino sobre todo al efecto de una técnica narrativa exacta y adictiva, de la que sólo mucho más tarde García Márquez revelaría el secreto: sus mundos imaginarios están escritos con la prosa del cronista, de un enorme cronista por supuesto, que sabe atrapar al lector desde la primera línea y no liberarlo hasta el final.

El autor de “El amor en los tiempos del cólera” y “Los funerales de la Mama Grande” no era afecto a los barroquismos de algunos de sus congéneres, ni a los vanidosos juegos de palabras en los que se agotaban, por ejemplo, movimientos literarios europeos contemporáneos a él, como el nouveau roman francés (que también tuvo sus espejos y repetidores en América).

García Márquez narraba una levitación, o un emponzoñamiento amoroso, con la precisión del corresponsal de guerra que indica la hora exacta, el ambiente, el “color” y, especialmente, los detalles en los que se produjeron esa levitación o ese emponzoñamiento. Detalles que ni siquiera puede captar una cámara fotográfica, limitada por su naturaleza a la superficie de las cosas. Esa convicción, y su puesta en práctica, formaban parte central del corpus de sus lecciones de periodismo. La gran ventaja de la lengua por sobre la imagen, decía en los años en que la cultura de Occidente empezaba a entrar en el frenesí de lo audiovisual, no es sólo la posibilidad de transmitir, con la certidumbre del testigo, lo que piensan y sienten los personajes, sino la de “fotografiar” detalles de un acontecimiento a los que ninguna cámara podrá acceder jamás. A la fatiga de la palabra, o peor aun, a su impotencia en literaturas decadentes, García Márquez le restituyó su poder original. Aun sus “novelle” de la primera etapa se sostienen en ese poder. Nunca antes la palabra “mierda” tuvo la enjundia literaria que adquirió, como latigazo final, en esa crónica de la desesperación humana que fue “El coronel no tiene quien le escriba”.

Aquel reclamo de fidelidad al lector (que alguna vez definió, tramposamente, como la “necesidad de ser amado”) ocupaba el primer lugar entre sus preocupaciones a la hora de escribir. Tanto, que para obtenerlo no dejó técnica sin emplear. En un reportaje, a propósito de “Crónica de una muerte anunciada”, dijo que el inicio de esa novela (“El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque en que llegaba el obispo”) apuntaba a despertar desde el comienzo la curiosidad del lector. Pero, agregó, a diferencia de lo que ocurre con otros comienzos similares, había que superar un problema: evitar que el lector impaciente, si al final del primer capítulo Santiago Nasar no había muerto aún, fuera a espiar al final de la novela. “Eso habría hecho yo, saltar al final y curiosear. Entonces, lo que hice fue lo siguiente: terminé el primer capítulo cuando un personaje le pregunta a otro por Nasar, y éste le dice que ya ha muerto. Solucionado. Ahora el lector no querrá saber si efectivamente lo mataron, sino cómo lo mataron, y leerá toda la novela”.

Lección de un maestro de la lengua y, también, de un maestro del suspenso, en su caso podría parafrasearse la famosa frase de Hitchcock, diciendo que García Márquez no dirigió a sus personajes sino a sus lectores y críticos, a través de realidades paralelas que tanto se asemejaron a las reales, con la firma de ese “realismo mágico” que patentó en el mundo y enloqueció a los turistas norteamericanos en el Caribe, y que también generó, para desdicha de ese mundo, demasiados imitadores, demasiados mercachifles literarios. Macondo fue único, irrepetible en su soledad, y no tiene una segunda oportunidad sobre la tierra.

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