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El interés de los pueblos por sobre los rótulos ideológicos

Por Pablo Yurman.- Hay dirigentes que, en ocasiones, privilegian el beneficio de sus países sin renunciar por eso a sus convicciones.


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Cuando se discuten temas sensibles de la agenda pública, que podría decirse que integran la categoría que en otras épocas se denominaba de moral pública o ética social, suelen sacarse a relucir, cual espadas filosas contra el enemigo dialéctico, las consabidas etiquetas de “izquierda” o “derecha”. De ese modo se suele simplificar el análisis, al tiempo que se intenta estigmatizar al adversario, tildando determinada política como “de derecha” u otra como “de izquierda”. Acaso los rótulos, inventados en el fragor de la Revolución Francesa, se encuentren hoy totalmente desdibujados, aunque resulten cómodos a algunos, escasos de estudios y argumentos. La idolatría de tales rótulos, u otros en materia político-ideológico genera, por otra parte, una suerte de obnubilación que impide tomar, racional y experimentalmente, las decisiones más acertadas para el futuro de los pueblos.

Como en un intento por matizar la contienda, o presumir de darle nuevos bríos al asunto, de un tiempo a esta parte irrumpió con fuerza un concepto que nadie se anima a definir del todo: el progresismo. Y la nueva etiqueta goza de buena reputación por anticipado. No hay periodista, político o artista que se precie de “ser parte del mundo”, que no quiera enrolarse en sus filas. Pero, para desazón de muchos progresistas, hay ejemplos explícitos de dirigentes que, en ocasiones, privilegian el interés de sus pueblos por encima de los patéticos rótulos ideológicos, sin por ello renunciar a sus convicciones. A continuación algunos ejemplos de políticas nada progresistas, llevadas a cabo por políticos que supieron llegar al podio políticas convenientemente disimuladas por los medios del sistema.

Lula y su visión estratégica

El caso del ex presidente del Brasil Lula Da Silva es paradigmático por varias razones que pueden resumirse en lo siguiente: siendo un sindicalista de extracción marxista y origen humilde, llegado a la presidencia de su país, sin abandonar sus convicciones y con todos los bemoles que necesariamente matizan la administración de una sociedad compleja, comprendió que su cargo demandaba, ante todo, patriotismo y no radicalización ideológica. Eso fue lo que lo motivó a tomar dos decisiones que, pareciera, carecen de todo progresismo. En 2009 firmó, como presidente del Brasil, un concordato con la Santa Sede por el cual se estableció, entre otras cuestiones, la obligatoriedad de la enseñanza religiosa católica en las escuelas públicas de todo Brasil. Es de imaginar el escuerzo que debieron tragarse muchos ante semejante noticia. Acaso su mirada estratégica sobre los desafíos comunes a nuestra región le permitiera comprender que detrás de la notoria penetración, sobre todo en los sectores más pobres, de las llamadas iglesias electrónicas con abundantes fondos procedentes del Hemisferio Norte, puede haber segundas intenciones no declaradas y no tan solo ejercicio de la “libertad de culto”. Lula sabe que una identidad religiosa común es factor de cohesión de un pueblo. O quizás sea como lo explicó Jorge Abelardo Ramos, que “en América latina, la fe católica que es profesada por la mayoría de los argentinos y latinoamericanos es, de algún modo, un peculiar escudo de nuestra nacionalidad ante aquellos que quieren dominarnos o dividirnos”.

La segunda medida fue en el pico de su popularidad, a pocas semanas de dejar el cargo. Militarizó las favelas de las principales ciudades con el claro objetivo de cercar a las bandas narco y hacer efectiva, y no meramente declamatoria, la presencia del Estado en esas periferias convertidas en feudos en manos de señores feudales. Cualquier similitud con lo que ocurre en nuestras barriadas, salvo la decidida actitud de un Lula, es mera coincidencia. No le importó que algunos académicos del abolicionismo penal o lo que entre nosotros llamamos garantismo penal, pudieran tildarlo, con poca originalidad por cierto, de “facho”, sino que apuntó a erradicar un problema de Estado, con la leyes de la democracia en la mano, logrando ganarse aún más el corazón de los humildes que son, de hecho, las principales víctimas de un Estado “tonti-garantista” en materia penal. Esos mismos pobres que los garantistas no ven ni en figuritas, pero de quienes curiosamente suelen arrogarse la completa representatividad.

Correa y Ortega

Hay otros dos ejemplos de políticos a quienes el contradictorio progresismo autóctono puso en un pedestal y, sin embargo, se despachan con declaraciones que si las propalara cualquier ciudadano de a pie merecerían ejecución sumaria en nombre del pluralismo y la tolerancia.

El presidente ecuatoriano, Rafael Correa, no sólo se manifestó públicamente en contra de toda posibilidad de legalizar la práctica del aborto en su país, sino que fue más allá y con ocasión de votarse el código penal en su país, ante la posibilidad de que miembros de su propio partido despenalizaran la práctica amenazó con renunciar a su cargo. La popularidad de Correa, de la cual aparentemente no gozan en igual medida los parlamentarios abortistas, paralizó la intentona sin despertar, no obstante, los furibundos insultos que suelen levantar en las filas progresistas una actitud semejante en un tema tan sensible.

El caso del comandante Daniel Ortega resulta emblemático desde todo punto de vista. En primer lugar, por la cruda tergiversación con que algunos comunicadores, y hasta analistas internacionales, lo siguen presentando como un “hombre de la revolución”, omitiendo toda mención a los notorios cambios ideológicos del proceso político nicaragüense que lo ha tenido como protagonista indiscutido en las últimas cuatro décadas. Ortega utilizó como eslogan de campaña la frase “Nicaragua socialista, cristiana y solidaria”; se reconcilió públicamente frente a una multitud congregada para celebrar el triunfo electoral sobre el candidato liberal con el cardenal Miguel Obando y fomentó una reforma constitucional en la que se establece que el matrimonio es la unión de un varón y una mujer. Por si fuera poco, en la Cumbre Río + 20 celebrada en 2012, la delegación nicaragüense se alineó con la del vaticano y otros países evitando que el documento final incluyera cualquier mención del aborto como “derecho humano”.

Decíamos al comienzo que nadie ha definido de modo completo lo que significa el progresismo. Es posible que constituya un nuevo vocablo que intente disfrazar una vieja contienda, tan vieja como la humanidad misma: a la hora de definir políticas que tienen a la persona por punto central, o se es parte de una visión mundana y materialista de la existencia que reduce al hombre a un azar cósmico sin mayor dignidad que una rana, o se lo hace desde una mirada trascendente del mismo, como realidad material y espiritual y necesidad de trascendencia y virtud.

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