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el tiempo suspendido

“Zama” es un film alucinado y exquisito

Recién elegida para participar de la preselección a la candidatura al Oscar y al Goya, “Zama” es un film alucinado y exquisito que muestra el desasosiego de un funcionario español en tiempos de la colonia mientras espera un traslado que nunca ocurre.


El intento de llevar al cine Zama, una de las mejores novelas argentinas, escritas por el mendocino Antonio Di Benedetto, autor no muy reconocido en su época, detenido y torturado en los primeros días del golpe cívico-militar del 76, exiliado y vuelto al país democrático sin que se reparase en sus quilates, y fallecido en medio de penurias económicas, fue tarea del realizador Nicolás Sarquís, pero a poco del inicio el proyecto quedó trunco. Más allá de inconvenientes de orden económico, no resultaba nada fácil adaptar Zama; su espesura y su devenir casi en una letanía que podría cifrarse en “el hombre que está solo y espera” volvía complejo cualquier abordaje. Pero bien podría pensarse que Zama, en una posible adaptación fílmica, estaba destinada a caer en buenas manos porque, quiénes otros que no empaticen con la extrema intriga que propone Di Benedetto podían estar en condiciones de dar cuenta de la singularidad de su novela. Una vez Di Benedetto dijo que prefería que sus novelas viajasen más que él; bueno, la cineasta salteña Lucrecia Martel, la rara avis del cine nacional, cuyo talento desborda a propios y desconcierta a ajenos, hizo viajar a Zama, el libro, a un universo plástico alucinado que conjuga una narrativa donde lo imaginario expande lo argumental hasta límites insospechables. Zama, la novela, se construye a través de un largo monólogo interior del protagonista que Martel hizo suyo en una convivencia sutil y ávida con ciertos elementos de ese mundo abandonado de la “mano de dios” y del rey español, un paraje colonial sudamericano ubicado vagamente al norte del Virreynato del Río de la Plata donde el corregidor Don Diego de Zama espera un traslado que nunca llega.

Se trata de un pasado remoto sobre el que Martel explora sus posibles resonancias, fundamentalmente a través de dos de los interrogantes existenciales más agudos: la espera y la identidad. Zama, la película, hace foco en esa anomalía que envuelve al corregidor y que ahora, en el tiempo de la acción del relato, lo pone de cara a la negación de toda ilusión. Zama espera volver a Buenos Aires donde están su mujer y sus hijos, ya muy altos estos hijos, según una misiva recibida. Zama ya no es quien fue al llegar, se lo recuerda un niño a quien bajan de una embarcación en una silla junto al oriental, un montevideano enfermo que trae una fórmula para alambicar licor. Lo hace casi en un susurro, al parecer sólo destinado a los oídos de Zama: ya no es un hombre del rey que pacificó a los indios sin usar las armas y a quienes todos respetan. Y es en ese interludio, en donde ya no se es lo que se era, en el que Zama va desbarrancándose, porque tampoco sabe bien quién es ahora, por fuera de asumirse como un asesor letrado de la corona con incidencia relativa en los asuntos de castigos y penas. Zama va siendo absorbido por una irresistible “¿ensoñación?” que lo conducirá por una senda de impresiones, de estados mentales, a la vez que desmesuradamente físicos, de momentos epifánicos, en una saga inconmensurable de malentendidos cuya referencia inevitable puede ser el explotador de marfil Kurtz en la magnífica novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas.

Martel supo lidiar con el monólogo interior que anima la novela, un ejercicio que se inicia con La ciénaga, continúa con La niña santa y se hace explícito en La mujer sin cabeza, donde es indistinguible lo que pasa en la cabeza de la protagonista de lo que ocurre afuera. A diferencia de esta última, en Zama se desdibujan mucho más los límites –o ya no importan– entre lo que ocurre en la mente de Zama y lo que sucede en la realidad; una realidad por lo demás dotada de un imaginario que fluye de manera azarosa, en una decantación natural donde tanto se manifiestan los peces bravos en el lecho de un río barroso como un hombre blanco desnudo que se sumerge en una subasta de esclavos negros, también desnudos,  mientras Zama y su ayudante conversan distraídamente sobre el valor de la ley que deben aplicar.

Zama –Daniel Giménez Cacho aprovechado al máximo en su suficiencia actoral– luce confundido, afiebrado en un sentido literal puesto que parece tener cólera; vive en un tiempo suspendido de los hilos de su conciencia, cada vez ve más lejos –o inapresable– la posibilidad de su traslado; le quitan su casa, el gobernador, máxima autoridad en estas tierras, lo alaba a la vez que desdeña sus necesidades. Martel se afanó en el contexto, en una puesta en escena alocada de rutilante fotografía donde transitan presencias furtivas, erotizantes, que hablan y gesticulan por detrás de quienes dialogan y donde Zama luce cada vez más adormecido, hipnotizado; las herramientas son los encuadres oclusivos corrompidos por una marea incesante de algo que sucede con otras implicancias. El espectador se pierde en ese laberinto sin que le importe, porque sucumbe a su propia guía para mirar –y escuchar–, se va haciendo su propia película. Y aquí reside uno de los hallazgos de Zama, sino el mejor, que es hacer patente la declamada participación del espectador, la de que pueda construir su propio itinerario en un relato fantasmático, porque de qué otro modo puede  imaginarse la atmósfera de ese tiempo sino bajo una luz espectral, que baja desde lo alto y se mezcla entre las sombras y baña personas, objetos, animales con un resplandor burbujeante. Una bellísima y atinada banda de sonido envuelve cada capa de sentido que Zama prodiga, donde al vacío profundo del corregidor sigue su deseo latente, siempre reprimido, al que se suma el de las mujeres, que hay muchas y todas dispuestas a abandonarse a la sensualidad: desde la mujer del gobernador hasta las indias y las negras, quienes son, en todo caso, las que arbitran cualquier encuentro voluptuoso o promiscuo.

Hay una novela que escribe un amigo de Zama, muy bien escrita al decir del propio gobernador, y que Zama defiende casi como un modo de dejar constancia de su propia presencia y trata de interceder para su publicación en la metrópolis. Pero, el gobernador no lo cree posible por ahora,  igual que su traslado, porque el rey suele tomarse un par de años para resolver cuestiones “menores”. Cualquier alusión a Di Benedetto y a sus dificultades para publicar es aquí deliberada. Y es todo el film de Martel un velado saludo al espíritu de toda la obra del escritor, nunca suficientemente valorada.

A Zama, finalmente, no le quedará más opción que tentarse con ir en busca de un bandolero brasileño ingresando a un terreno inhóspito –un dechado de imaginación puesto en el contraste entre los indios rojos y el paisaje verde y desolado– donde todo vuelve a cargarse de sinsentido y ambivalencia, donde ya muy cansado, sus pensamientos se interrumpen por la mitad. Pero Zama ha decidido abandonar lo conocido, o crecientemente desconocido esos últimos días, y dejarse ir, aun a costa de la mutilación de su cuerpo, porque, no importa hacia dónde, por fin puede marcharse.