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Viviendo la vida más loca

Tanto un producto fabricado por los programas de chimentos o un millonario que abre las puertas de los canales a fuerza de billetes, el fenómeno Ricardo Fort funda su apariencia popular enterrando su pasado.

Ricardo Fort ostenta el aspecto de súper macho de revista gay de fines del siglo XX.
Ricardo Fort ostenta el aspecto de súper macho de revista gay de fines del siglo XX.

Leonel Giacometto

Cuando Buenos Aires le dé la espalda, igualmente, habrá Ricardo Fort para rato. Admitámoslo: quedarán las provincias, eso que se llama “el interior” y que, en mayor o menor medida, más al norte, más al sur, más al este o más al oeste de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y sus dos o tres cajeros automáticos de verano (Mar del Plata, Villa Carlos Paz y San Luis), comprarán la misma ilusión (cara pero berreta) que vienen comprando hoy por hoy con otros envases, con otras rutinas, otros cuerpos, otras presentaciones, con más o menos siliconas, con mucha prensa, con más o menos soberbia estéril, con otros desfiles, con otros escándalos frugales (y no tanto), con otras obras de teatro (un decir), con otras revistas, con otros nombres y otros apellidos. Pero si todavía la televisión argentina (porteña) no le dio la espalda a Fort, y ni siquiera la tele mostró sus garras ni sacó a la luz lo que sabe (o creen saber los productores y demás hacedores de la televisión) sobre su vida privada es por una única, enorme y simple razón: el vil metal. Y Ricardo Fort tiene mucho (eso dice y eso ostenta).

Tiene 41 años, o sea, es joven pero no tanto. Es muy gestual con las manos, vive sudado, en pose casi junto con una colección de tatuajes en demasía, se rasca mucho la nariz, tiene el ego tan mal puesto como sus labios hinchados y una mandíbula (real pero operada) de súper héroe que le hace juego con sus marcados músculos, producidos gracias a obsesivas rutinas de gimnasio, pastillas nutricionales (y de las otras) y casi treinta operaciones estéticas varias que dieron por resultado, digamos, un aspecto de súper macho de revista gay de los años noventa del siglo pasado. Justamente de esa época que, para el más avivado, de algún modo viene circulando su nombre y su dinero en círculos, ambientes, saunas y boliches para varones que tienen sexo con varones (lo de “Chocoloca” no es invento de Matías Alé y viene de Miami, adonde Fort va seguido con su novia y su ejército de chonguitos-modelos-amigotes).

Pero, al parecer, después de abortar su carrera musical ensombrecido por un incipiente Ricky Martin, por entonces en ascenso en los noventa, decidió dedicarse a disfrutar los millones que le dejó su padre recién muerto, Felipe Fort, el creador de la marca de chocolates y sus derivados que, si se mira con atención, estuvieron y están presentes en todas las tandas publicitarias de programas de chimentos y faranduleros desde la época de Menem hasta la actualidad. Pero ésa es otra historia y Fort, decidido, hace unos meses gastó un dineral en sí mismo e ingresó a la televisión por la puerta grande que pudo pagar y le dio la bienvenida.

Todavía no almorzó con Mirtha Legrand ni se sentó con Susana Giménez, ni lo entrevistó Luis Majul, pero ni al más reaccionario de los conductores de televisión, ni a la más grotesca de las vedettes, Ricardo Fort le cae en gracia. Y se nota. Y mucho. Sin embargo, guardan, metaforizan, ocultan, camuflan y respiran unos segundos antes de contestarle algo que delate cuán vacío está ese cuerpo lleno de músculos armados y cuán resignificable puede ser, hoy por hoy, el término “menemismo”. Hay un ejemplo, al menos, penoso: Zulma Lobatto, que fue un producto no de Jorge Rial y compañía, sino de Viviana Canosa y Crónica TV; todo 2009 y lo que va de 2010, la pobre travesti desorganizada mentalmente fue receptora y protagonista de las más bajas y crudas verdades y, hoy por hoy, anda deslucida y de comisaría en comisaría, como antes de aparecer en la tele.

Pero Ricardo Fort, en una especie de autoreivindicación de su propio, digamos, “arte”, le hace frente a todos con la impunidad de su dinero heredado. O, dicho de otro modo, lo pone en oferta y demanda para todos, ya que aún no está claro qué cosa quiere Fort en la televisión y con quién se siente, digamos, cómodo trabajando. Marcelo Tinelli, rápido como una botinera, lo contrató en los últimos meses de Showmatch el año pasado, y hoy desde Punta del Este, entre chica y chica, poco le importa la lista de injurias y contraprestaciones que Fort descarga sobre él. Total, sirvió en su momento. Como le sirve a Rial y a tantos otros.

Como a Carolina Papaleo, por ejemplo, a quien alguna vez en una película de Arturo Ripstein se la tragaba una tormenta de tierra y que ahora actúa junto a Fort, Adriana Salgueiro y otros más en Fortuna, que se estrenó semanas atrás en Mar del Plata después de un pequeño escándalo que involucró a un no tan salpicado Carlos Moreno y a un embarrado como Gino Reni. El primero dirigía la obra y el segundo actuaba en ella y los dos decidieron retirarse antes de estrenar declarando, lisa y llanamente, “que no les gustaba robarle la plata a la gente”. Cabe destacar que Fortuna, de autor desconocido, es muy parecida a una comedia de enredos que aún hoy se sigue representando en Argentina y en el mundo: Boieng, Boieng, de Marc Camoletti, y que, según declaraciones del propio Ricardo Fort, todo el elenco se aprendió la letra en un solo ensayo.

De todos los adjetivos calificativos (y despectivos) que pudieran escribirse y decirse sobre Ricardo Fort el peor podría ser el de “conservador”. Lo más paradójico de su conducta frente a cámara es, justamente, tratar de sostener, dentro de su gusto por la noche, el disfrute y los excesos, cierta alegoría sobre lo que vendría a ser la normal vida de todos cuando se alcanza lo que se desea. Lo de normal es una discusión banal si se la aplica a Fort y, con plata, Ricardo Fort es artista, impulsivo, pasional, buen mozo, libre de las drogas de diseño y, sobre todo, amante de sus dos hijos y, aún más, de las mujeres. A sus dos hijos los tuvo como Ricky Martin, alquilando un vientre y alejando a la madre,  a pesar de que, según él mismo, le gustan mucho las mujeres, ama a su novia (Virginia Gallardo) y, dice, que al pueblo (que lo ama) no le importa si es verdad o no “ese problema”.

Lo de “ese problema”, moderno como dice ser, lo aplicó en una respuesta a Jorge Rial refiriéndose a que no es homosexual. Y ahí, fuera de las metáforas, se enterró sólo. Hay un lugar de incomodidad sobre la cuestión gay en Ricardo Fort que lo hace sudar mucho y pone en evidencia el miedo a dejar de ser ese conservador que dice no ser, o a que, digamos, la gente “piense otra cosa”. No es el único, seamos claros, que con más o menos plata, desde la televisión oculta lo inocultable, se marea con el deseo y se transforma, cuando menos, en víctima de las extorsiones más viles sobre los varones que aman varones. Porque a alguien debe amar Fort, o a alguien debió amar en algún momento. Lástima que a Guido Suller lo callaron rápido, parece.

El pasado de Ricardo Fort, según él, no incluye privaciones económicas sino afectivas, y dio también cierto indicio de padre abusador, tal como dejó entrever en una entrevista. Quizás no sea tan cierto esto último, quizás sólo sea uno de los herederos de la fortuna que Felt Fort cosechó y cosecha en el país, como tantas otras empresas. Pero, por ostentoso, Ricardo Fort es la reina de una comparsa de ostentación de la que muchos padres, hijos y nietos de ricos vienen, por decir, presentando y desarrollando en la pista de baile de la vida social argentina. Fort es muchos, a pesar de unos pocos, que ojalá sean muchos y, de representar algo, teniendo en cuenta lo inocultable, Ricardo Fort representa cierto costado del, por decir, estilo de vida gay que tanto se promociona y que tanto gusta a las agencias de marketing, de moda, de diseño y de turismo (y de la que tan atrás están el mercado y la política).

A ver: para afuera, las lesbianas son invisibles y hay gays y gays, hay gente en tránsito (siempre), hay locas y tapados insufribles; hay, digamos, bisexuales y hay gays que se dicen putos y putos a los que les gritan y siguen pegando por la calle y en sus casas, por gusto, a veces. Pero este estilo de vida gay (de entre 20 y 45 años) es un presente continuo, una eterna juventud mal entendida (mal extendida), una alegría brasileña, carnavalesca, un esfuerzo por aparentar y casi imitar en físico y actitud a los muchachones que molestaban y a los que burlaban en la niñez; un hoy “electrónico” sin demasiadas preocupaciones económicas ni cargas sociales o familiares. Profesionales, artistas, emprendedores o empleados rasos integran este estilo, el cual no necesita (para sí) ni un análisis ni repercute en el pasado (lleno de injuria, la peor de las ofensas) o en el futuro (arriba de un crucero dando la vuelta al mundo con pareja o buscando siempre, o dedicándose al “dame todo”) y que deja al descubierto, quizás, para ellos, los de ese estilo, un reajuste sobre tantos años de debilidad y encubrimiento. Hay tan poco amor en el mundo que ellos se la pasan bailando, como Ricardo Fort que, en una de las tantas entrevistas que dio a los medios audiovisuales, gráficos y digitales argentinos en estos últimos cuatro o cinco meses, en los que irrumpió con toda su fortuna y obscenidad, dijo: “Lo único que existe es el hoy. Del pasado se podrá aprender, pero no podés vivir en él. El Ricardo del pasado ya no existe. No tengo fotos de cuando era joven, porque las voy tirando. Me mudo y las tiro. El pueblo argentino ama eso de mí”.

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