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Crítica de cine

Viaje fantasmático en busca de adeptos

“El Movimiento” es un relato alucinado sobre un líder político que en 1835 recorre la Pampa reclutando gente que lo siga para salvarse del “mal”.


criticaRodado en blanco y negro, con escenas algo veladas, y en un contexto de absoluta nocturnidad salvo los últimos diez minutos, El Movimiento, de Benjamín Naishtat (que debutó con su anterior Historia del miedo), es un film que apunta a establecer cierto lazo entre el origen de la práctica política argentina –la historia se ambienta en 1835, año de “anarquía y peste”, como se anuncia en el epígrafe que abre la acción–, y la posible actualidad de esa práctica, toda vez que el estigma de “anarquía y plaga” fue utilizado en reiteradas ocasiones por gestiones de gobierno dispuestas a aniquilar todo aquello que se opusiera a sus intereses valiéndose de los recursos que proporciona el aparato del Estado. No es errado aventurar –y no pocas teorías históricas lo abonan– que, descabezado el jacobinismo de la Revolución de Mayo, el cauce político del país haya desembocado en un desangramiento cada vez más pronunciado en la forma de guerras intestinas con bandos en puja buscando quedarse con el poder político. Pero también es inocultable que esos bandos no siempre se valieron de los mismos métodos y menos aún que buscasen solamente el beneficio propio. Hubo instancias donde, ya en forma de partidos, algunos grupos políticos deslindaban ese beneficio propio en aras de favorecer los sectores más desprotegidos de la población.

La oscura ficción del pasado

Aún con estas prerrogativas que subyacen durante su transcurso, El Movimiento está envasado en la pura ficción y se acerca bastante a la fábula, sobre todo en el sentido de querer dejar algo de su discurso –a través del discurso de su personaje principal, fundamentalmente– flotando después.

El Movimiento se llama aquello al que un autoiluminado ilustrado –al que Pablo Cedrón dota de una eficaz intensidad– busca dar forma y organizar mientras recorre un territorio que podría identificarse con la Pampa hasta donde eran posibles los asentamientos de los blancos, ya que más al sur reinaban los indígenas. Lo siguen dos aparceros –como se llaman los paisanos unos a otros durante todo el relato– con características similares pero menos dúctiles para la seducción.

Con alguna similitud estética de puesta y época con El desierto negro, encomiable ópera prima del también argentino Gaspar Scheuer, el film de Naishtat se sucede en mínimas secuencias, a veces casi de miniatura, con un solo plano que se sesga en negro en fracción de segundos, y que no parecen atender ninguna lógica correlativa en su devenir; muchas de estas escenas podrían estar antes o después de la ubicación que tienen en el relato, no develan demasiado y gozan de absoluta libertad expresiva. La única concurrencia efectiva, el hilo que las teje, es la alocución del líder búscando convencer a la gente que integre El Movimiento.

El trío de alucinados (tanto como alucinada resulta por momentos la misma película) que deambula intentando ser obedecido y asesinando si no lo consigue, se sustancia en una épica de violencia física pero no menos verbal, pasible de ser escuchada en las palabras de un predicador tanto como en las de un dictador militar, o de un “CEO” en la contemporaneidad del gobierno de las corporaciones, atravesadas por un mesianismo lacerante (o mentiroso, que es igual de fulminante), deudor en la mayoría de los casos de la abyección con otros poderes fácticos.

Sobre el final, un sesgo anacrónico –haciendo intervenir componentes actuales en el cuadro– delata la pura representación y evidencia la consideración de Naishtat acerca del tenor farsante de la política y su consiguiente efecto de sumisión popular. Sumisión que, a la luz de la historia argentina, un par de grandes movimientos políticos, aun con sus errores, contribuyeron a torcer definitivamente a través de la política como recurso para paliar el desequilibrio de clases.

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