Sociedad

Crónicas de cuarentena

Viajar en pandemia: entre el temor al contagio y la calidez del encuentro familiar

Con la ansiedad del inicio vacacional, decidí afrontar el primer viaje luego de las restricciones por la pandemia, una “bomba” que no logra ser desactivada. Y pregunto: si la circulación y permanencia en lugares cerrados fue invadida para evitar contagios… ¿por qué debería ser distinto en un avión?


Elisa Bearzotti

Especial para El Ciudadano

Se ha vuelto bastante común en el tercer milenio que las familias se encuentren dispersas en diferentes puntos del planeta. Las guerras, hambrunas, catástrofes de todo tipo, como así también la genuina búsqueda de bienestar, el deseo de viajar, conocer nuevos lugares y culturas, promueven los movimientos de grandes y pequeños grupos por doquier. Además, las posibilidades habilitadas por internet en relación a las búsquedas laborales, la definitiva aceptación del home office, y los cada vez más exquisitos aparatos tecnológicos que habilitan un mayor y mejor contacto con los seres queridos, terminaron de consolidar la diáspora permanente de hijos, nietos y hermanos que salen a perseguir la siempre huidiza llama de la felicidad. Mi familia también forma parte de este universo y, si bien no compensa la desventaja de extrañar afectos, disfrutar de diferentes sitios cobijada por la calidez del encuentro familiar, no deja de ser una muy buena manera de recorrer el mundo.

Por esa razón, hoy me encuentro escribiendo esta crónica iluminada por la magnificencia del lago Argentino, que refleja sus aguas turquesas en los vidrios de la ventana. Desde aquí también se divisan las altas cumbres cordilleranas que otorgan el marco adecuado a las típicas construcciones revestidas en chapa y protegidas por altos álamos que intentan resguardarlas del feroz viento patagónico… Un paisaje que mantiene latente el deseo de recorrer las calles y circuitos turísticos de El Calafate, al menos una vez al año. La visita del 2020, postergada por “razones de público conocimiento”, finalmente tomó forma en este 2021 y, a la ansiedad propia de todo inicio vacacional, se sumó la incertidumbre de afrontar el primer viaje en avión luego de las restricciones impuestas por la pandemia de coronavirus, una “bomba” que aún no logra ser desactivada. En este sentido debo decir que el vuelo resultó una de las peores experiencias vividas desde su inicio, cuando todos nos fuimos habituando, con mayores o menores resistencias, a la necesidad de someternos a estrictos protocolos sanitarios. Y me pregunto: si la circulación de personas y su permanencia en lugares cerrados fue invadida por medidas destinadas a evitar contagios… ¿por qué debería ser diferente en un avión?

Una cabina repleta, sin asientos libres y con el tumulto acostumbrado en el pasillo durante el ingreso y egreso de pasajeros, no era lo que había pensado en el momento de programar el viaje. A pesar de las advertencias recibidas, mi mente se negaba a aceptar que las aerolíneas no acataran las medidas restrictivas a las que se vieron sometidas las actividades comerciales en todo el mundo. Entonces, pulsado el botón de alerta de mi inconsciente, decidí recabar información para saber hasta qué punto se hallaban justificados el temor y malestar que me invadieron durante el vuelo 1864 de Aerolíneas Argentinas.

Buscando aquí y allá, descubrí que de las investigaciones realizadas por la Escuela de Salud Pública TH Chan de Harvard se desprende que tenemos menos posibilidades de contraer covid-19 en un avión que en casi cualquier otro lugar debido a que los sistemas de ventilación de las aeronaves modernas, con sus filtros de aire Hepa de alta eficiencia, eliminan más del 99,97% de bacterias y virus circulantes, dejando el aire más limpio que el de cualquier oficina o centro comercial. Sólo que me surgió una incipiente duda al saber que dicho informe había sido patrocinado por aerolíneas, fabricantes de aviones y operadores de aeropuertos.

Y mi escepticismo aumentó al conocer que durante un vuelo de Vietnam Airlines desde Londres a Hanoi en marzo del año pasado, 16 pasajeros y la tripulación dieron positivo de covid-19. En un paper publicado en noviembre, un equipo de investigadores con sede en Vietnam y Australia afirma que hay pruebas sólidas de que una empresaria vietnamita de 27 años, que había viajado a Milán y París antes de llegar a Londres, transmitió la infección a otras personas mientras estaba a bordo, estando 11 de los 15 contagiados a menos de dos asientos de ella en business class. Claro que en ese momento los pasajeros no portaban ningún tipo de barbijo, dado que su uso no se había generalizado.

Por eso resulta aún más preocupante un estudio sobre un vuelo a Irlanda en julio pasado, tras el cual 13 pasajeros dieron positivo de covid-19, dado que en esa ocasión el uso del barbijo era generalizado. El vuelo duró siete horas y el avión sólo estaba ocupado en un 17%. Aunque algunos de los pasajeros podrían haber estado expuestos en las salas de espera antes de subir al avión, la transmisión a bordo parece ser la única posibilidad en cuatro de esos casos.

A la luz de las investigaciones que se han realizado, el mayor problema parece ser que las evidencias –tanto a favor como en contra de la falta de cumplimiento de la distancia de 1 metro y medio en las cabinas de los aviones– resultan aún insuficientes, dado que no es posible saber si las mismas y los informes de prensa que suelen aparecer de vez en cuando se encuentran mediados por los intereses de las compañías aéreas. Debido a esto y, como la “cuestión pandemia” aún se encuentra lejos de considerarse cerrada, muchos países han optado por el cierre de fronteras, cuando sería mucho más sencillo reforzar la seguridad sanitaria y continuar permitiendo la circulación de personas.

De manera que, dadas las condiciones, no me queda más remedio que prepararme para el retorno, pertrechada con barbijo y máscara, las únicas armas posibles para luchar contra el dañino virus, manteniendo el espíritu alto y esperando que iluminen mi camino los santitos del Cielo, ya que no lo hacen los funcionarios de la Tierra. Así, posiblemente y sin ninguna certeza, la alegría del encuentro familiar no se vea empañada por la saña de una enfermedad que se ha transformado en una “metáfora del desencuentro”, como expresé en mi primera crónica de cuarentena, y que nos ha obligado a replegarnos en nuestra individualidad, sólo “abrazados a la angustia de un presagio por la noche de un camino sin salidas”… Una música cruel, llorosa y malnacida que, como todos los tangos, sabe a tristeza y despedidas.

Comentarios