Espectáculos

Vertiginosa carrera hacia el infierno

“El nombre del juego es muerte” es una novela negra donde la precisión narrativa va de la mano con las acciones de su protagonista, un criminal esmerado e impetuoso con una conciencia conmovedora para moverse en un mundo amenazante.


El nombre del juego es muerte. Dan J.Marlowe
La Bestia Equilátera / 2015. 220 páginas

Si rápidamente debiéramos rescatar una de las virtudes, entre varias otras, de la editorial La Bestia Equilátera, sería la de poner a circular algunas de las novelas del género negro o policiales noir más interesantes y que tuvieron casi nula difusión en Argentina. Pasó con Uno es un número solitario, de Bruce Elliot; con Mi perdición, de Alfred Hayes, o con Mi ángel tiene alas negras, de Elliot Chaze, por citar algunos de los últimos, textos que logran un máximo de precisa exaltación cuando logran un máximo de inmersión en una realidad dura, violenta, fundamentalmente la que ejerce el sistema sobre las individualidades, y donde la justicia siempre es hipotética. Pobladas del aliento de personajes que esperan un golpe de suerte para que su vida tome un rumbo que, fatalmente, ignoran, estas novelas negras tienen una construcción narrativa impecable y proyectan una experiencia fundada en una travesía en la que el lector es un aterrado observador de la fragilidad de la condición humana.
El nombre del juego es muerte, escrita por Dan Marlowe, viene a engrosar ese venerable catálogo, y su protagonista, Roy Martin, consuma la vieja idea de que el destino del hombre es una cadena donde no caben ni los culpables ni los lamentos; y esa cadena infinita e inquietante no tolera en verdad ninguna representación, ninguna definición acabada y no tiene comienzo ni fin sino sólo un movimiento en progresión constante y una coherencia oscura e irracional. En El nombre del juego es muerte, Marlowe pone a funcionar ese vértigo con rigor y sentido único; Martin es el modelo esmerado e impetuoso que obtiene un goce de la presión permanente que la sociedad ejerce sobre él. El rumbo de su vida luego de pararse decididamente ante el núcleo familiar originario, sobre la runfla de ciudad chica ya expresado en la violencia policíaca, va conformándose como intuición certera de los recursos con que cuenta, templados en igual medida en la sagacidad y en el uso del potencial de su fuerza física, en el sentido de “primerear”, de adelantarse a la fuerza de los otros para conseguir dominarlos.
Casi desconocido en Argentina a no ser por algunos títulos publicados durante los sesenta del siglo pasado en la colección Rastros de la editorial Acme, Dan Marlowe es un narrador que prescinde de la alegoría y no disimula el ímpetu que busca con su prosa, un escritor identificado con la idea de que las amenazas sobre su protagonista se tornen cada vez más turbias porque es allí donde consigue expresar el desequilibrio, el brillo y la habilidad sarcástica de Martin, el asaltante de bancos cómodo con su código de lealtades y su sentido de justicia, impiadoso con la escoria que suele representar la ley en su forma represiva y dispuesto a la errancia como modo de perseverar, de no ceder al lugar que ese mundo intoxicado guarda para él: la cárcel o la muerte.
La de Marlowe es una prosa decidida, se eleva junto a la acción que despliegan sus personajes, por momentos poseídos en una catarsis de violencia sin subterfugios. Hay, puede decirse, una claridad razonable en la conciencia de Martin, una confianza tan conmovedora para librarse del cerco sombrío que se cierne sobre su vida, que no pocos lectores lograrán una identificación con este personaje, una identificación donde la necesidad explica el deseo y la ocasión.
Así, luego del robo inicial que dispara la acción, El nombre del juego es muerte entra a tallar en el peregrinaje de Martin para dar con el botín de una asalto que se llevó de común acuerdo su socio Bunny. Pero Martin siempre busca más que ese dinero, busca demostrar lo mentirosa e indiferente que es la sociedad en que se mueve, sin palabras que expliquen ni reflexiones, sino resistiendo su lugar de hombre caído fuera de ese mundo, metamorfoseándose y encontrando a su paso un incesante desgarramiento, pero a la vez valiéndose de su carácter peculiar para olfatear cuándo algo está mal y en acciones asombrosamente frías disipar el riesgo de dominio y muerte que pudiera traer.
Marlowe se vale de flashbacks para mostrar la trinchera del pasado que Martin dejó atrás como quien abandona un infierno pero dejando en claro que ese origen impuso un precio que abomina de la docilidad y que, hacia adelante, sólo ofrece el espejo helado con la imagen de quien cayó en una trampa.
Sin dudas, y a pesar de lo que pudiera pensarse de su inocencia calculada, Marlowe hizo a Martin sin atributos demasiado humanos; los retrocesos, los abandonos, la discordancia entre los objetivos que persigue y su irracionalidad triunfan sobre cualquier razón, como si los valores se dispersaran en sistemas irreductibles pero perfectamente lógicos hasta en el modo en el que se ponen en juego.
Luego de engañar a un pelirrojo que tenía la misión de asesinarlo, Martin lo domina, y ante una escaramuza en la que puede ligarse un tiro, termina recobrando el control. Martin, por medio de Marlowe, lo narra así: “…El pelirrojo cerró la puerta de la cabina con la mano izquierda mientras bajaba la derecha hacia la sobaquera. Apenas se había tocado la solapa cuando le metí un balazo en el pecho y otro en el oído. Ambos perforaron el vidrio antes de perforar al pelirrojo. Cayó en espiral al piso de la cabina, y sus pecas resaltaban en su cara blanca. Vacié el Smith & Wesson en la cabina rociándola de arriba abajo. Con la última destruí la luz. Nadie diría que esto había sido obra de un tirador certero”.
Los aspectos antagónicos de la realidad de Martin, su pulsión por disponer de su vida conforme a una ecuación dictada por la asunción de que el mundo puede ser entendido a su manera, justamente porque la brutalidad y el crimen son paradigmas de su época, alcanzan en la prosa de Marlowe un alto nivel, suficiente para echar por tierra la intención de menospreciar la novela negra con epítetos como frívola o intrascendente que caracterizó a buena parte de la crítica literaria.
De este modo, El nombre del juego es muerte ejerce una fascinación mediada por un manejo de la violencia que no sólo tiene que ver con la personalidad del protagonista sino también con la identidad del país donde el relato tiene lugar, como si el autor tuviera una particular manera de encarar su costado más oscuro a través de revelar su sistema punitivo: en una sociedad que sólo busca castigar, las andanzas de un personaje como Martin son la celebración de una secularización contestataria inspirada en la existencia misma. Martin concluye luego de sopesar la posibilidad de dejar su vida fuera de la ley y escapar con un amor: “…no seas más tonto que lo que la naturaleza quiso, me dije. Yo sabía quién era. A mi edad ningún leopardo cambia las manchas. Volví a cerrar los ojos. Al cabo de un rato incluso dormí…”

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