País

Universitarios de 1918

Una Reforma que se profundizó hasta la rebeldía en su propia militancia y organización

El historiador Diego Mauro destaca que el proceso que tiene como momento simbólico el 15 de junio de hace 104 años, en Córdoba, y que impactó en toda Latinoamérica, es una matriz para entender cómo se gestan los movimientos sociales transformadores


Pasaron 104 años de una agitación estudiantil que desde Córdoba dejó marcas en la Argentina y Latinoamérica: la llamada Reforma Universitaria de 1918, durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen. Más que las reivindicaciones concretas de autonomía y democracia en los claustros más conservadores del país, atadas al momento histórico, dejó una matriz para entender los procesos sociales: cómo la militancia de un ideal lo transforma, tanto como a quienes lo impulsan. En este caso, dice el historiador, los propios acontecimientos radicalizaron a los actores y sus demandas: así, lo que en principio fue apenas el ánimo de remover vestigios anacrónicos viró a rebeldía.

En 1918, había cinco universidades en el país, de las cuales tres eran nacionales y dos, entre ellas la santafesina de El Litoral y la de Tucumán, provinciales. La de Córdoba era (y es) la más antigua de la Argentina y una de las primeras en América, surgida de lo que fue el Colegio Máximo, fundado por los jesuitas en el primer cuarto del siglo XVII para impartir clases de filosofía y teología.

Era la más antigua y también la más refractaria a los cambios, como los que ya se habían aprobado, por ejemplo, en la Universidad Nacional de Buenos Aires (UBA). En la de La Docta, cada facultad estaba gobernada por una academia que elegía a las autoridades, nombraba a los profesores, aprobaba los planes de estudio y los programas de las materias. También fijaba los requisitos para ingresar y permanecer. Los integrantes de esas academias eran vitalicios: tenían el derecho de dirigir la universidad por el resto de su vida. Un contraste insoportable con los nuevos aires que soplaban. Más, porque esos lugares de poder eran coto exclusivo de los sectores conservadores, ligados generalmente a una Iglesia con igual aversión a los cambios.

En el escenario doméstico, tras más de cuatro décadas de fraude electoral del Autonomismo o roquismo, en 2016 se ponía en práctica la ley Sáenz Peña. Las elecciones nacionales de ese año encumbraron a Yrigoyen como el primer presidente democrático, sin voto cantado ni los artilugios del partido único que alternaba sus figuras en el poder. Un nuevo derecho, aunque entonces sólo reservado a los hombres.

La percepción de un mundo impermeable a cualquier transformación también se derrumbada, junto con millones de vidas, a causa de la Primera Guerra Mundial. El historiador, doctor en Humanidades y Artes e investigador del Conicet Diego Mauro explica cómo esos cimbronazos externos impactaron fronteras adentro. Imperios como el de la Rusia zarista (con la revolución bolchevique de 1917), el austro-húngaro, el alemán y el otomano –los perdedores de la contienda bélica– desaparecían. ¿Cómo no pensar que era posible torcer la inercia de privilegios autóctonos?

Otra idea puesta en entredicho fue la del progreso indefinido tal como lo pregonaban las élites que se beneficiaban con el statu quo. El modelo civilizatorio de Europa expuesto como ejemplo y meta se hundía en las trincheras de los frentes de batalla del continente que, al otro lado del océano, se había entregado a la barbarie del crimen institucionalizado.

 

Ambientes de ebullición

 

“Fue (el de 1918) un momento donde todo parecía posible. En el que se ampliaban las fronteras de lo que se podía imaginar”, resume Mauro el abono de lo que pasó.

“Argentina transita entonces sus primeros pasos de un proceso de masificación de su vida política, con mucha participación y ebullición en las calles. Y junto al escenario externo, se generan condiciones de posibilidad favorables a un evento como el de la Reforma Universitaria”, completa el historiador.

Eso, en parte, explica que la mecha se haya encendido con un incidente, si se quiere, menor, en septiembre de 1917: el anuncio, por parte de las autoridades, de una reducción en el cupo de estudiantes que se alojaban en el hospital escuela de la Universidad, el Clínicas, en barrio Alberdi. Hubo una huelga de estudiantes, la réplica de suspensión de los revoltosos por dos años, eliminación del internado nocturno y un reglamento –Ordenanza de los Decanos–, que aumentaba la carga horaria y de materias para Ingeniería. En otro contexto, el conflicto tal vez no hubiera escalado, pero el escenario era abono para lo contrario.

Los estudiantes ya se habían comenzado a organizar y calaron un poco más allá de la coyuntura. “Uno de los primeros reclamos –recuerda Mauro– fue, precisamente, que los profesores participen de la elección del rector. Lo que ya la UBA había transitado a principios del siglo XX, con lo cual las posiciones no eran extremas: sólo se pedía un acompañamiento de lo que se había iniciado dentro mismo de la Argentina”. Y ahí, el rumbo empieza a cambiar: “Lo que tensa la cuerda es la férrea oposición a cualquier cambio por parte de la dirección universitaria, que empuja a una radicalización de los estudiantes”.

Hubo nuevas huelgas, marchas y represalias. El 4 de abril de 1918, el Comité Pro Reforma le envió una nota al ministro de Justicia e Instrucción Pública con el pedido de intervención de la Universidad. Al calor de la agitación y avance en la organización, se crea, el 11 del mismo mes, la Federación Universitaria Argentina (FUA), que ese mismo día pide una entrevista con Yrigoyen. El “Peludo” acompañó las demandas estudiantiles y dispuso la intervención en la UNC. A su enviado, José Nicolás Matienzo, le ordenó reformar los estatutos para permitir la participación de los docentes en el gobierno y llamar a elección de autoridades universitarias.

El interventor Matienzo declaró vacantes los cargos de rector y decanos y dispuso un nuevo sistema para la elección de las autoridades por parte de la totalidad de los docentes, reclamo de los estudiantes, en reemplazo del dedo de los profesores vitalicios.

 

De la reforma a la rebelión

 

El 15 de junio de 1918, fecha en la que se recuerda la Reforma, un proceso que reconoce un antes y un después, ocurre lo que el historiador Mauro destaca: tras dos votaciones de la Asamblea Universitaria en las que no hubo mayoría para dirimir entre los dos candidatos: el reformista apoyado por los estudiantes, Enrique Martínez Paz, y Antonio Nores, miembro de la asociación ultra conservadora Corda Frates, en la tercera los docentes modificaron sus votos anteriores para apoyar al postulante de los sectores conservadores, que resultó electo.

Más de mil estudiantes, de los 1500 que tenía la UNC (apenas medio centenar de mujeres entre ellos), acusaron la traición y entendieron que habían depositado mal la confianza.

Los jóvenes irrumpieron en la Asamblea, sacaron del recinto, a empujones, a las autoridades, los policías y guardaespaldas y la emprendieron contra los cuadros de los obispos que habían sido rectores desde 1613. Todo un signo de que, ya, no alcanzaba con las tibias demandas iniciales. Derrumbaron también la escultura en homenaje al franciscano Hernando de Trejo y Sanabride, fundador del Colegio Máximo, origen de la Universidad dos siglos antes. “Sobran estatuas, faltan pedestales”, se leyó en un cartel.

“Allí surge la exigencia de la participación estudiantil en el gobierno de la Universidad, una innovación, esa sí, trascendente para la época y que parte al movimiento estudiantil porque las agrupaciones católicas se abren del proceso que inicialmente apoyaban”, apunta Mauro.

Yrigoyen, que no había tenido hasta las revueltas estudiantiles una política universitaria clara, también fue alterado por los acontecimientos. Renovó el apoyo a los estudiantes, entonces con exigencias más de fondo, y en septiembre intervino de nuevo la casa de estudios para “consagrar en los nuevos estatutos la participación estudiantil”.

 

Es la militancia la que produce cambios impensados

 

Ahí, la clave de un desarrollo disruptivo como el de Córdoba y otros comparables, destaca el historiador: “Más allá de las reivindicaciones específicas, que no escapan al momento histórico (la gratuidad, por ejemplo, planteada por el estudiante Gabriel Del Mazo sin acompañamiento de sus pares, sólo sería instalada en 1949), lo que la Reforma permite es entrever cómo se produce un acontecimiento político. En definitiva, un buen modelo de cómo se construyen reivindicaciones, se las militan y se consiguen efectivamente avances sociales”, interpreta Mauro.

“Lo que el proceso muestra es que sin organización ni movilización no se consiguen cambios. Y además, que muchas de las propuestas, exigencias e ideas surgen al calor de la propia movilización. No necesariamente están al principio. Es el propio proceso el que pare nuevas reivindicaciones o demandas y expande los horizontes de posibilidad del movimiento”, redondea el concepto.

La importancia de la Reforma del 18 no está en sus reclamos iniciales, por otra parte ceñidos al carácter, con todo, elitista de sus protagonistas en un país donde todo el sistema universitario sumaba apenas unas 10 mil personas. La enseñanza está en el mismo proceso, que transforma a sus actores y su curso, provocando un desenlace no previsto. “El mayor legado es la idea de que la militancia política, en el sentido más amplio del término, es la que permite imaginar rumbos que tal vez no estaban ni siquiera esbozados en los inicios del conflicto”.

*Nota basada en la conversación con el Licenciado en Historia y Doctor en Humanidades Diego Mauro durante el programa ABC de Radio Universidad de Rosario 

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