Ciudad

Historias de vida en primera persona

Una noche en la Terminal: relatos de los que no tienen lugar

Tres jóvenes sin nada que viven allí cuentan el día a día. Las trampas de la policía, el frío, los peligros y la triste soledad


Especial para El Ciudadano

 

“No me puedo mandar un moco nunca más, no quiero volver al infierno de la cárcel. Aunque a veces es difícil: ayer vino un milico y me pidió que vaya a hacer quilombo en la puerta de un hotel que no colabora con la Policía. Me ofreció plata y merca, pero si acepto después quedo esclavo de ellos”.

El reloj que corona la torre de la Terminal de Ómnibus marca las diez menos cuarto. El viento nocturno hace la noche aún más fría y Germán habla con cierta preocupación, como queriendo convencerse a sí mismo de lo que está diciendo. Tiene veinticinco años y hace unos meses está en libertad condicional.

Vive a la intemperie, con lo puesto. De día cuida autos en uno de los laterales de la terminal y de noche se refugia en sus rincones. Naufraga la existencia junto a dos compañeros de ruta que, al igual que él, han sido signados por el golpe de la marginalidad.

A metros suyo va y viene la población nómade de la Terminal: los estudiantes que aprovechan el fin de semana para ver a sus familias, las parejas que se hacen un viajecito, los que buscan aventuras y se sacan un pasaje hacia cualquier lugar.

Los altavoces anuncian inminentes partidas, una tras otra. Entre los que vna y vienen, a la espera de una oportunidad que los arranque de su actual situación, aguantan los que no tienen dónde ir.

“Quizás todo lo que me pasa es porque me porté muy mal cuando mi mamá -que Dios la tenga a su lado- estaba viva. Ella falleció, mi padre no tardó en abandonarme y mi hermano mayor me echó del rancho que teníamos en La Cerámica”.

Hace dos días que Germán no duerme. Flota en esa extraña lúcidez que sobreviene al agotamiento.

Por Santa Fe una hilera de locales gastronómicos ofrecen su menú: bares, parrillas y pancherías se suceden desde Caferatta hasta Castellanos, doscientos metros en los cuales se puede comer una tira de asado con vino por 180 pesos o un pancho con mayonesa por 60.

“Los bares no te dan nada, tenés que esperar a que cierren y revolver en el container para ver si hay algo de comida buena entre los montones de comida podrida”, se lamenta Brian, que acaba de conseguir trabajo como maletero. De reojo, no deja de mirar un paquete con porciones de pizza que un vecino le regaló a Germán. “¿No querés que cenemos ahora?”, pregunta con insistencia sin encontrar respuesta alguna.

El neón de los hoteles y moteles irrumpe el manto negro que luce el cielo. En portales derruídos varias chicas esperan por sus clientes. Dos policías llevan esposado a un muchacho que parece ido y en la puerta de la Terminal la venta ambulante parece llegar a su fin. Ya no está ni el hombre que vende chipa, ni la señora que vende juguetes, ni los chicos que tarjetean.

“Se laburó por nada”, se lamenta Germán. Tuvo pocos autos que cuidar y espera salvar la semana con lo que gane el domingo en la zona del parque, siempre y cuando no llueva. La suerte de Brian también es negra hoy. Durante dos horas estuvo maleteando y tan solo dos personas le dejaron propina.

Junto a José, que yace en el umbral de un portón cubierto por una frazada reponiéndose de una tarde de pastillas y alcohol, conforman un pequeño grupo cerrado que intenta cuidarse de los peligros que hay en la Terminal. Así como no aceptan las peligrosas ofertas laborales que les propone la Policía, también se alejan de los buscavidas que roban por su cuenta en cuanto tienen la oportunidad. Las peleas y las broncas de la calle, les pasa por un costado, siempre y cuando no den un paso en falso y se abstengan de pisar el palito de la provocación.

Brian tiene más de treinta y es de alguna manera el líder y protector de sus compañeros más chicos. “Dormimos con un ojo cerrado y otro abierto porque pasan cosas muy jodidas. Acá te encontrás con chorros, asesinos, violadores. Yo no dejo que los pibes se metan en ningún bardo, aunque a veces es imposible. Hay gente muy maldita y otra que está en las últimas”.

Hasta no hace mucho, un grupo de chicos y chicas que paraba en la zona compartían jeringas para picarse la más barata de todas las cocaínas que se consiguen en el mercado callejero de la ciudad.

Como José va a dormir un buen rato -nada parece sacarlo de su profundo sueño- Brian y Germán se deciden a comer. La media pizza envuelta en papel de panadería desaparece pronto y es un alivio para sus estómagos que, sin embargo, lejos están de poder llenarse.

“El otro día pasó uno de mis hermanastros, hasta compró sándwiches con gaseosa -dice con tristeza Germán-. Muy cada tanto se acuerdan de los pobres en mi familia”.

Tras unos minutos de silencio, confiesa: “La única persona que recordó mi cumpleaños fue Raquel, una empleada del Juzgado de Menores que me conoce desde chico y tenía buena relación con mi mamá. Ella me llevó a un bar, me hizo una torta y ahí festejamos. Me regaló estas zapatillas y me dijo que esté tranquilo, que no me fije si los otros clientes del bar me miraban raro. Yo no lo podía creer”.

“Vivir en la calle es horrible, ¿saben? -interpela de golpe Brian, con bronca-. La mayoría de la gente no tiene idea lo que es tratar de dormir con un frío como el de esta noche. No hay frazada que alcance. Ni hablar cuando llueve. Estoy rezando para que no empiece a chispear”.

Con más bronca aún, mirando a su amigo que duerme, Germán grita: “¿El frío? ¿Decís que lo peor es el frío? ¿Y la tristeza? ¿Y la soledad?”

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