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Una invención demoníaca

El cineasta Jean Epstein vio en el dispositivo cinematográfico un artilugio al que llamó Idealismo maquinista y relativista que vino a trastocar los conceptos de realidad y se oponía a lo estable y domesticado, encarnado por Dios, la religión y el pensamiento racional.

Jean Epstein es una figura fundamental de la primera historia del cine.  Para comprender el alcance de sus postulados es necesario, entonces, aceptar la idea de que la historia del cine no es una, sino dos, y efectivamente ajenas la una a la otra. La primera, trunca en su momento álgido; la segunda, aún en devenir, desplegándose hoy entre la incertidumbre de modelos expresivos ya caducos y la emergencia de un replanteo a partir de la renovación de los recursos tecnológicos. Aquella primera historia es la que concierne al desarrollo libre de una forma silente que iba desde las búsquedas y el descubrimiento hasta la concreción de su propio clasicismo y de su propia modernidad. El cine mudo, desde sus primeros esbozos en los albores del siglo XX hasta la institucionalización del sonido en 1929, configuraría, entonces, una primera historia de un cine que se vería coartada radicalmente por la irrupción de la segunda, la de un cine sonoro que delega en la lógica del lenguaje todo el poder del artificio con fines mucho más mensurables en términos de eficiencia política (Estados Unidos debe solventar la Gran Depresión mediante la proliferación propagandista de relatos esperanzadores y edificantes; los nacionalismos emergentes en Europa deben replegarse imponiendo momentáneamente la barrera de la lengua como defensa frente a las ideologías extranjerizantes).

Es necesario entonces ubicar allí, en el contexto de aquella primera historia, en la ebullición creativa del cine mudo, el pensamiento de un cineasta-filósofo que ve en el dispositivo cinematográfico un artilugio filosófico que viene a trastocar todos los conceptos en relación a la idea de realidad.

La obra de Epstein pertenece a la línea cinematográfica francesa de la década de 1920 englobada bajo los rótulos de “impresionismo” o “visualismo” (terreno compartido con otros grandes autores como Abel Gance, Marcel L´Herbier, Louis Delluc y Germaine Dulac).  El concepto fundamental de aquel pensamiento estético era la fotogenia, que hace alusión a una potencia constitutiva del cinematógrafo y de su especificidad: la captura del movimiento y, por consiguiente, la manipulación temporal del espacio (ralenti, acelerado, inversión) que relativiza las nociones previas sobre el conocimiento de lo real. A partir del cine ya no hay materia estable. El estado de la materia es un devenir constante, todo es transitorio, reversible. Lo real no tiene valor absoluto. Con el cinematógrafo, para Jean Epstein, nacería una nueva filosofía antiracionalista: el Idealismo maquinista y relativista, y sobre eso trata El cine del diablo.

Dios, la religión, el racionalismo

La singular tesis que expone en este libro, escrito en 1947, parte de aquella noción de fotogenia para plantear una función filosófico-demoníaca del dispositivo cinematográfico. Filosófica, en tanto y en cuanto la manipulación del espacio-tiempo viene a refutar toda afirmación racionalista en pos de este nuevo Idealismo maquinista, y demoníaca, en tanto esa apertura a una pluralidad relativista del movimiento se instala para oponerse a toda concepción de lo estable y domesticado, encarnado por Dios y la religión y, nuevamente, por el pensamiento racional. El cine, desde la fotogenia, encarna para Epstein una nueva figura de revelación de un mundo ligada a la tradición diabólica de la filosofía del catalejo y la filosofía del microscopio. Si el telescopio permitió reconfigurar el pensamiento humano de lo infinitamente lejano y el microscopio de lo infinitamente pequeño, el cinematógrafo sería el instrumento capaz de abrir la conciencia a un nuevo concepto del movimiento: “Ahora bien, los elementos fijos del universo (o que parecen tales) son los que acondicionan el mito divino, mientras que los elementos inestables, que se mueven más velozmente en su devenir y que amenazan de este modo el reposo, el equilibrio y el orden relativos de los precedentes, son los que simbolizan el mito demoníaco. Extremadamente proclive a poner de relieve cualquier cambio, cualquier evolución, la función cinematográfica se muestra entonces eminentemente favorable a la obra innovadora del demonio”, dice Epstein.

El cine como demiurgo

Podría pensarse, en primera instancia, a Jean Epstein como un tardío filósofo del siglo XVIII. Como si el cine fuese un dispositivo surgido prematuramente en esos años para refutar a Descartes, a Spinoza, a Kant. Epstein discute con ellos y parece, a destiempo, un contemporáneo de Hegel, previo a Marx y a todo el pensamiento del siglo XX. El cinematógrafo, parece pensar este filósofo-cineasta, nació un poco tarde, desfasado de su tiempo, el cine es una cuestión del siglo XVIII y desde ahí hay que (re) pensarlo. Retomar entonces aquel Idealismo, pero desde el cerebro de la máquina, porque el cine, de algún modo, sería casi una nueva inteligencia. La imagen cinematográfica piensa al mundo, y lo crea. Y en su movimiento arrastra al espacio, lo transforma en nuevas relaciones (lejano-cercano, grande-pequeño, arriba-abajo). Ya no hay causalidad, causa y efecto son reversibles, ahora la planta sale de una semilla, ahora la semilla es el devenir de la planta.

La máquina cinematográfica revela que el tiempo y el espacio no están sujetos a ningún tipo de lógica racional, sino que están ligados al devenir del pensamiento puro, irracional, previo al determinismo del lenguaje. Pero allí una inversión sorprendente que solventa una cierta precariedad de la propuesta: si el mundo, en realidad, es sólo la idea que humanamente nos hacemos de él (idealismo), sólo lo que pensamos y en la medida en que lo pensamos, ahora es la máquina (el cine) la que llega para materializarlo: “Que todo no es más que pensado, el idealismo puro lo sostiene con constancia desde hace algunos milenios. Sin embargo, sumándose a ese viejo cuerpo de doctrinas, el idealismo maquinista y relativista puede aportarle renovación y precisión, apartándole de la fórmula clásica que niega la existencia material de la materia, considerada como una ilusión o una alucinación. El nuevo idealismo pretende, por el contrario, que la sustancia es un producto real del pensamiento”. Pensamiento irracional –Inteligencia maquinista– Creación del mundo; allí la terna singular del Idealismo maquinista epsteiniano. Primero pensamos las estrellas, las células, mantenido todo en el terreno de la pura idea; después vendrán las máquinas, telescopio y microscopio para hacerlas posibles en el campo de nuestra realidad, para materializarlas. Allí se inserta el cine, en esa genealogía demoníaca del movimiento constante que lucha contra lo absoluto de Dios, para descubrir que el espacio-tiempo es maleable, reversible, que todo en él es relativo.

Mística de las imágenes

Allí cabe una objeción fundamental: ¿pero no es todo eso –acelerado, ralenti, inversión– un puro artificio del cine que nada tiene que ver con el mundo exterior? “No”, (se) contesta Jean Epstein, “objeción fácil de un quietismo que considera la inversión, la aceleración, la ralentización del tiempo como apariencias irreales obtenidas por medio de cierta instrumentación. En tal sentido, los circulos lunares, los casquetes polares de Marte, los bastoncillos microbianos, los espermatozoides… no merecerían mayor crédito, serían puros fantasmas ópticos. En efecto, a toda forma que aparece a continuación de una experiencia, sólo podemos atribuir, antes de dicha experiencia y por fuera de ella, una existencia virtual latente, condicional”; argumento algo precario, arrastrado por la incondicionalidad de su mirada. Pero es que si ya no hay juicios universales y necesarios en este nuevo universo en perpetuo cambio revelado por la máquina, siempre hay un más allá y un más acá de todo.

Se trata, para Epstein, del momento crucial de la aparición histórica de una subvariedad del Hombre razonante, el Hombre espectador, un hombre que sustituye el conocimiento encorsetado de la lógica por el conocimiento de la emoción poética alcanzada por la mirada.

El cine, al contrario de la lógica sobredeterminante del lenguaje, se deja (o debería dejarse) llevar por las articulaciones mucho más indeterminadas del sueño y de la imaginación, prometiendo en su decurso el desarrollo de una cultura intuitiva capaz de expandir la sutileza de un espíritu humano libre.

Un cineasta pensando al dispositivo en semejantes términos filosóficos, demuestra una fe ciega en las potencias reveladoras del dispositivo cinematográfico. El cine, como un claro instrumento del Diablo, con Jean Epstein trasciende sus propias fronteras hasta pensarse y convertirse en ese artilugio de revelación, de creación de mundos y de modos de pensar relativistas.

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