Coronavirus

Crónicas de cuarentena

Una estrella que no se apaga, con la capacidad destructiva de un personaje de videogame

Aunque me gustaría dejarme alumbrar por algún rayo de sol atrevido, con ansias de abrirse paso entre la densa nube de gráficos y estadísticas aterradoras, me resulta imposible. Me reconozco indefensa frente a la grotesca ingenuidad de los negacionistas de siempre que no quieren reconocer el mar de fondo que agita las olas y se exponen (y nos someten) a la fragilidad de la balsa de la vida


Elisa Bearzotti

Especial para El Ciudadano

Lo que más me molesta del coronavirus es su cualidad estelar. Esa forma de estrella calada con púas me remite a un ponzoñoso usurpador que no duda en avasallar, avanzar, ocupar, con la capacidad absoluta y destructiva de un personaje de videogame. Se me ocurre que el invisible visitante es algo así como un pacman original y dañino, que sólo quiere dejar su marca letal en los pobres anfitriones humanos.

Pero cuando hablo de cualidad estelar, me refiero además a esa capacidad para alterarlo todo, abarcarlo todo, para opacar cualquier otro evento o circunstancia que, en situaciones normales, hubiera merecido mucho más que la primera plana de los diarios, y ocupado el tedio de los habitantes del planeta durante los extensos y casi siempre banales informativos de las horas pico.

Seis meses de absoluto liderazgo en todos los medios del mundo… hazaña digna de un record Guinness, o al menos de una marca de agua en algún producto innovador, listo para ser puesto a consideración del consumidor. Probablemente alguno ya esté en gateras esperando el momento en que la mirada del público esté dispuesta a posarse en algo más que la lista siempre actualizada de muertos y desahuciados por el covid-19, como humilde souvenir de los tiempos aciagos.

Cada semana, al sentarme a escribir estas crónicas, releo con ansias la información recabada con la ilusión de poder dar buenas noticias, de detectar entre la maraña de desastres habituales una alegría genuina que desarme el destructor malestar creciente… Deseo dejarme alumbrar por algún rayo de sol atrevido, que tenga ansias de abrirse paso entre la densa nube de gráficos y estadísticas aterradoras.

Pero no es posible, la realidad me envuelve con su manto trágico, me abruma con los rostros de amigos, familiares y conocidos que ya se están contagiando, y el temor termina ganando la partida. Me reconozco indefensa frente a la grotesca ingenuidad de los bienpensantes, de los negacionistas de siempre que no quieren reconocer el mar de fondo que agita las olas y se exponen (y nos someten) a la fragilidad de la balsa de la vida. En virtud de ello, decreto el vaciamiento de mensajes y protocolos sanitarios sin demora, porque no hay Dios que sea capaz de gritar las palabras que nadie quiere escuchar.

Hace unos días, la Sociedad Argentina de Investigación Clínica (Saic), conformada por investigadores y médicos de distintas instituciones del país, alertó sobre “la gravísima situación” que se está viviendo por la pandemia y aseguraron que “todo indica” que habrá un “profundo agravamiento” en “los próximos días y semanas”.

Entre otras cosas señalaron que “el número de infectados ya ha superado los 10 mil casos diarios” y si se toma en cuenta la velocidad de contagio y la tasa a nivel mundial y local, que ronda el 2%, se lamentará “la muerte de 200 ciudadanos y ciudadanas por día”.

En el texto, que lleva por título “Llamado a la Responsabilidad Ciudadana”, pidieron también evitar la “negación” como respuesta ante la situación, e instaron a la “dirigencia política y a los medios de comunicación a ejercer su responsabilidad social y no emitir ni difundir mensajes irracionales y anticientíficos, que lo único que logran es hacer creer a los ciudadanos que el problema no existe o que está superado”.

Los números indican, por el contrario, que lejos de estar superado, el “problema” sigue escalando una curva que amenaza con dejar fuera del sistema de Salud a los más frágiles e indefensos, aquellos cuyas perspectivas de vida ya no respondan a los cánones establecidos para merecer una cama y/o un respirador.

Las autoridades, en un estudiado discurso que primero agradece y luego reprime, deben cumplir el desagradable rol de censores frente al deseado batir de alas que nos devuelva a una “normalidad” entrevista como feliz y auspiciosa. Todos deseamos abordar algún medio de transporte para dirigirnos a la Luna, Marte, Plutón, o cualquier lugar que nos haga sentir libres, autónomos, capaces de tomar decisiones sin depender de protocolos ni permisos, y por qué no… indestructibles.

Pero por el momento, son anhelos imposibles. Hoy por hoy tenemos que continuar postergando encuentros y festejos, abrazos y alegrías compartidas, porque el virus no da respiro. Ya habituados a ver la cara propia y las ajenas, agotadas, en el cuadradito de la pantalla que nos habilita la videollamada, debemos seguir concentrando esfuerzos en mantenernos saludables, mientras nos ilusionamos con que alguna varita mágica nos libere de la experiencia casi siempre desagradable, y a veces mortal, del contagio.

Así las cosas, cada vez que alguna situación impostergable y urgente me obliga a salir de casa, y al volver rocío alcohol diluido sobre mantas, ropa de calle, bolsas y bolsitas, canastos, elementos de cocina, zapatos, carteras, recito el mantra de los buenos augurios: ¿dónde está? ¿Dónde se esconde el maldito invasor? Y sobre todo… ¿quién, aparte de los ciudadanos comunes, pagará por esto?

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