Ciudad

Día Nacional del Tango

Una distinción por bailar tango, el oficio del encuentro y los abrazos

El bailarín Guillermo Ruiz será reconocido por su trayectoria como profesor y difusor de tango. Hace 30 años tomó su primera clase para superar la timidez con las mujeres sin saber que con ellas recorrería el mundo, entrelazado


“Mi nombre es Floreal, el de la flor en el ojal”. Así se presentaba uno de los personajes de época que durante años enseñó a bailar tango a cientos de niños de la Escuela Móvil, un proyecto pedagógico y cultural destinado a las infancias que hizo historia en Rosario. Detrás del peinado a la gomina, el traje oscuro con ribetes blancos, el sombrero canyengue y los zapatos combinados vivió parte de su recorrido artístico Guillermo Ruiz, un milonguero con 30 años de trayectoria que este lunes será declarado Artista Distinguido de la Ciudad por el Concejo Municipal de Rosario y que acaba de ser galardonado en la primera edición de los premios Rosarigasinos como mejor bailarín en el rubro danza.

La ceremonia de reconocimiento por su “labor como bailarín y profesor” y su “contribución a la difusión del tango en Rosario y el exterior” tendrá lugar este lunes a las 21 en La Casa del Tango (Arturo Illia 1750) donde habrá distintos espectáculos en concordancia con el Día Nacional del Tango, entre ellos la actuación del bandoneonista Rodolfo “Cholo” Montironi junto a Martín Tessa en guitarra y Ricardo Paradiso en voz.

“Es un premio a la trayectoria por los años acumulados. Mi aporte principal es como profesor de baile, como divulgador del tango a través de las clases”, dice Guillermo, de 54 años, durante una entrevista en la que repasa sus primeros pasos que –como muchos bailarines de su generación– inició durante los años noventa en las prácticas que daba Georgio Colosio en la Escuela Nacional de Danzas Nigeria Soria.

Mundos paralelos

El destino es caprichoso. O sabio. Quizás por eso un joven que se dedicaba a la informática y pasaba horas en la quietud de las pantallas cuando todavía no existía Internet, que salió de una escuela de curas sin saber cómo acercarse a una chica y que sólo iba a los bailes a mirar o a poner música porque le daba vergüenza moverse, terminó recorriendo escenarios y milongas del mundo entero, siempre al compás de algún abrazo de mujer.

El primer cimbronazo fue un amor juvenil con una turista irlandesa en una edad donde todo parece posible y la distancia, un simple desafío. Cartas en manuscrito y esperas interminables lo arrastraron a cruzar el océano para ir a su encuentro. Podría ser la anécdota de un metejón adolescente, sino fuera porque en las tierras lejanas de Oscar Wilde, mientras ella trabajaba y él mataba el tiempo libre, se anotó en una clase de baile: “Danzas típicas irlandesas”, recuerda. Una lluvia torrencial se lo impidió pero volvió a Rosario consciente de que “no sabía bailar absolutamente nada de mi país”.

Esa inquietud se la trasmitió a un amigo con el que tenía varios parecidos. “Habíamos terminado la secundaria en el Colegio San José, sólo de varones, los dos éramos de mucho pensar y poca acción física. Nos costaba relacionarnos con las chicas, éramos toscos. Teníamos que buscar una forma de ser hombres y vincularnos con mujeres que no fuera con un sufrimiento tanguero”, recuerda.

“Nuestra idea no era del hombre que canta el tango sufriendo porque la mujer lo dejó. Tenía que ser de otra manera, si te dejaba había que agradecerle porque nadie quiere una mujer frustrada al lado suyo. Hacíamos ese tipo de reflexiones, de tipos que no les va bien con las chicas”, cuenta Guillermo con cierta ternura, como si hablase de otro muchacho al que comprende afectuosamente.

“Así pensamos que estaría bueno bailar tango, porque en el baile no se habla, y a nosotros puntualmente nos costaba hablar. Pensábamos que podíamos ser tangueros actuales, como neo-tangueros. Un delirio total porque no teníamos nada que ver con el mundo del tango ni con el mundo de la danza”, confiesa.

Cortocircuito

Fue en el verano de 1993. Distintas averiguaciones lo llevaron a Sarmiento y San Lorenzo, un taller de tango a cargo de Georgio Colosio que además de ser un semillero de bailarines no cerraba ni los domingos.

“La primera clase fue una revelación para mi. Yo era un tipo al que no lo sacabas de la computación y los libros de ciencia ficción. Era un ignorante total, pero vivía en ese mundo. Imaginate el choque, de golpe abrir una puerta y encontrarte con otro mundo. Había una legión de gente, 50 o 60 personas que en su inmensa mayoría eran más jóvenes que yo, que tenía 24 años, todos bailando, abstraídos, disfrutando”.

En ese mundo se quedó a vivir.

“Mi amigo se asomó, miró un rato y nunca más volvió. A mi me hizo un cortocircuito tremendo en la cabeza”, dice Ruiz, porque ese día marcó un antes y un después en su vida.

“El tango me dio la posibilidad de convertirme en otro. De irme de acá a la aventura romántica de conocer otros lugares y que se volviera mi profesión. Porque antes de dedicarme al tango era analista de sistemas. Vivía en el mundo de la programación, de la informática. No tenía ningún conocido ni ningún contacto con el mundo de la danza. De hecho mi vida, en vez de estar en movimiento, era estar sentado frente a una computadora gran parte del tiempo, dándole clases o capacitando a directores de centros de cómputos. Ganaba muchísima plata con la informática, era como un yuppie de esa época, siempre de saco y corbata”.

Ronda redonda

Estar bien empilchado parece ser un punto común entre esos dos universos. La enseñanza también. Trajeado pero con una flor en el ojal, Floreal es un malevo que vive en un conventillo e invita a los alumnos a hacer una ronda, “una breve entradita en calor que en realidad es una excusa para armar un círculo, mirarnos y tener esa sensación de que ahí somos todos iguales”, explica.

“Vamos haciendo algunas propuestas: mover los hombros, las rodillas, los pies, que  sirve para ir identificando ciertas partes del cuerpo y tomar conciencia de cómo lo vamos a estar usando”, dice.

“Después cambiamos el peso del cuerpo, hacemos algún ejercicio de equilibrio, de levantar una pierna y quedarnos con el torso quieto, o levantar la otra pero mover el torso deliberadamente buscando los límites de nuestro equilibrio, ver cómo podemos compensar el peso antes de caernos. Y jugamos a hacer algunos movimientos con la pierna en el caso del tango lo que llamamos un firulete como nombre genérico. Después pasamos a jugar cosas de a dos que sirven para bailar cualquier danza, no sólo tango”, agrega.

Esos ejercicios de comunicación, explica Ruiz, “enseñan a movernos conectados con nosotros mismos, con la música, con la persona que estamos tomados, con el espacio y con los otros que se van a estar moviendo ahí. Son variantes que nos han enseñado en la década del noventa. Métodos imbatibles que se siguen usando. Se van incorporando nuevos elementos y otros conceptos, pero hay cosas que siguen teniendo vigencia”, dice  para volver a lo que aprendió en sus inicios.

“Había una especie de euforia, de saber inconsciente, de que estábamos participando de algo que era lindo y que estaba tomando una masa crítica que iba a expandirse. Había como una efervescencia en esos años”, reflexiona.

Aunque mucha de la revelación de los noventa latía silente desde su infancia. “Nací en el 69 y como le ha pasado a mucha gente, en casa se escuchaba tango. Mi viejo todo el tiempo la radio y su hermano en un combinado con un montón de discos. Mi tío era el prototipo de tanguero: siempre engominado, fumaba, vivía con su esposa y su madre en la misma casa, salía a jugar al billar, volvía a cualquier hora y su mujer lo esperaba con la comida hecha. Era el prototipo de tanguero que había que abandonar”, recuerda.

“La tele se prendía siempre a la hora de comer o de cenar y estaba Grandes valores del tango. Con mi hermano absorbimos todo eso pensando que era cosa de nuestros viejos, que no tenía nada que ver con nosotros. Mucho tiempo después, cuando empecé a mover las patas me di cuenta la cantidad de tango que tenía acumulado adentro”, dice el artista que le dio vida a Floreal.

Musas mistongas

Con las clases dictadas por ese malevo caricaturesco y otras más formales atravesó culturas y generaciones, siempre acompañado por alguna mujer. Diez años en Europa lo terminaron de formar como bailarín y profesor, en su gran mayoría en Lisboa, Portugal, donde fundó una escuela de tango que todavía da frutos, a la par de dos bailarinas rosarinas que también fueron sus parejas en la vida. Primero con Samantha García y luego con Elina Ruiz.

De regreso a Rosario armó pareja con la bailarina Natalia Suárez. Juntos abrieron La Musa Mistonga, una milonga emblemática que funcionó en Pichincha (Salta 2378) entre 2011 y 2013 con impronta informal. Lograron acercar gente aficionada a la pista de baile a la par de shows y seminarios de reconocidos artistas locales, entre ellos los bailarines Victoria Colosio, Sebastián de la Vallina, Florencia Albano, Mariana Dragone, Marisol Morales, Eduardo Vila, el cantante Juan Iriarte y el bandoneonista Carlos Quilici.

Las clases de baile como tallerista de la Municipalidad de Rosario lo acercaron a distintas generaciones. En la Casa del Tango dentro del programa Escuela Móvil, con niños a partir de cinco años; en el Centro de la Juventud, que abarcó chicos de entre 14 y 25 años y en la Dirección de Adultos Mayores.

En 2023 inició la “Capacitación en tango danza” del Centro Cultural La Casa del Tango donde este lunes tendrá lugar la ceremonia del Concejo Municipal de Rosario para declararlo Artista Distinguido de la Ciudad.

Actualmente forma pareja de baile con su esposa, la bailarina de tango, salsa y folclore Laura Santiago.

De carambola

Ruiz asume que llegó al tango de casualidad, de “carambola” y que “no todo lo que hice era pensado. Muchas cosas uno las va percibiendo y se van dando las oportunidades. También tuve mucha suerte”.

Utiliza la palabra “golazo” para definir el vínculo que generó con la Municipalidad de Rosario cuando volvió al país después de estar una década en Europa, porque dice que la estructura estatal le permitió “llegar a un montón de gente”.

A la hora de mencionar preferencias musicales dentro del género dice que le gusta “todo” y que valora la capacidad del tango “de conservar lo anterior e incorporar lo nuevo”. Advierte que “hay a quien le guste más una cosa u otra pero que el tango se ha ido expandiendo”, y sobre la crisis de autenticidad que suele golpear al género de forma cíclica, como el tango electrónico o los cambios de roles en la danza, “no hay que olvidarse que si lo que uno hace lo mirase alguien de unas décadas anteriores diría exactamente lo mismo”. El contexto social es diferente y los cambios “van filtrando la música, la poesía, la forma de bailar y de relacionarse”.

 

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