Espectáculos

Una despedida al poeta sepulturero

Montesanto fue poeta y sepulturero que enterraba la muerte, nunca la vida.


La poesía, como el amor y la amistad, no se busca. Vienen los versos porque tienen que venir. La poesía, como el amor y la amistad, no se vende ni se registra. Así pensaba Montesanto, el poeta de mi barrio, que escribía en los bares y llevaba el mote de “poeta sepulturero”. Lo conocí hace unos años, en la parrilla de la esquina de mi casa, y nos hicimos amigos. Él comía escuchando música (rock, bosanova, tango, folklore, música clásica), tomaba cerveza, vino o champagne, y cada tanto, escribía algunos versos. Un día le dije que me gustaba la poesía y él me dijo que me iba a regalar algunos poemas suyos, lo que hizo al poco tiempo: me regaló diez hojas fotocopiadas, con nueve poemas y una excelente entrevista que le hizo un (Reynaldo) Sietecase principiante en la década del noventa. No hace mucho me contó Juan Pablo Tabbita, que junto a (el cantante, bandoneonista y compositor) Leonel Capitano, estaban por editar un libro de este poeta. Le dije que hacía mucho que no lo veía y le pregunté cómo andaba. Eran las cinco de la mañana y estábamos tomando la última cerveza en el patio de un bar. Juan Pablo se puso serio y me dijo que hacía quince días que Montesanto había muerto. Que ahora estaban preparando su libro de poesías, y que un auto lo había atropellado mientras andaba en bicicleta. En su mochila llevaba los poemas para la edición.
Siempre pensé que a la muerte había que dejarla sobre la mesa, que enterrar era sinónimo de olvido, olvido amigo de la traición, que a los muertos había que llorarlos, siendo ésta la mejor manera de mantenerlos presentes. Leyendo y conociéndolo a Montesanto aprendí que la muerte debe ser enterrada con el cuidado de no enterrar también la vida, el recuerdo, la simpleza de la belleza, la alegría. Que en todo olvido sobrevive siempre lo sencillo. Que el misticismo del dolor, aunque duela, puede y debe traer también belleza, recuerdos, y por qué no, poesía. Creía también que el deber de la poesía no existe, y gracias a este poeta fuera de lo común, veo que estaba equivocado: el poeta tiene el deber de no enterrar la vida, sean como sean los estilos, las historias, los sufrimientos que toquen al poeta, no deberá nunca enterrar algo que respire. Vida y obra son inseparables; vida y obra, en lazo simbiótico y amoroso, eran inseparables para Montesanto, que regalaba sus poemas y trabajaba en (el cementerio) El Salvador, que prefería andar en bicicleta y almorzar como un rey, que prefería cantar entre la muerte, que leía todas las semanas, en el programa de Capitano en Radio Tango, poemas suyos.
Con la poesía, Montesanto nunca ganó un peso, pero tampoco se jactaba de eso, no era su estandarte, no era su bandera, era algo común en él, algo que aceptaba como constitución de su persona y algo fundamental para sus versos, y no como una causa que necesitase militantes, su causa estaba en otra parte, era su oficio doble y tal vez uno el que le dio el mote justo de “poeta sepulturero”, y que va más allá de su trabajo en el cementerio, o de los poemas que haya escrito. Era poeta sepulturero porque su causa era enterrar la muerte y desterrar, del cemento caluroso y pesado de lo cotidiano, la vida y la belleza. Eso hizo a lo largo de sus cincuenta años, desenterrarnos la alegría, a sus lectores que éramos todos quienes lo conocimos, se trate de mozos de un bar, amigos de la esquina, compañeros de trabajo, o simplemente desconocidos que lo cruzaban por la calle. Eligió la poesía, o la poesía lo eligió a él, pero si no hubiese escrito un solo verso en un papel, estoy seguro que el mote de poeta sepulturero hubiese sido igualmente justo.
El libro saldrá pronto, y los poemas no están registrados, sí la edición y la editorial, pero no los poemas. Así lo quería Montesanto, el Poeta Sepulturero, que enterraba la muerte, nunca la vida, que a la muerte sonreía, como un niño que cree que con el tiempo la muerte es algo que puede resolverse. Su amigo y camarada artístico, Leonel Capitano, junto a Juan Pablo Tabbita, tienen ahora la tarea de encuadernar manualmente, tal como quería Montesanto, uno a uno los trescientos libros que, como el recuerdo de su amistad, ya nunca serán enterrados.

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