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Historias de acá

Un visionario: fútbol, mayas y algo más

Actorazo provocador, andarín juvenil, enmascarado al burlarse y dejar a la mano de quien lo capturase, el pececito multicolor.


“Acá dice que los mayas jugaban a la pelota con la cabeza de sus enemigos…”, recitaba Tati con el Enciclopedia Estudiantil sobre las rodillas. Bajo el amparo de la galería extraíamos del mamotreto datos que iban desde los cielos de horóscopos a los tiburones de arrecife. Era verano, mediodía y sólo a un loco se le hubiese ocurrido salir a jugar. “Vamos a hacer un partidito rápido, invitó Toledo, que más recio y saludable se ponía en el infierno”. “Tomátelas, gordo, ¿te querés morir? Acá estamos frescos sin que nadie nos rompa, dale seguí leyendo de pelotas…”, “…y ofrecían un espectáculo donde no faltaba la sangre ritual…” culminó Tati. “¿Qué es sangre ritual?”, pregunté. “La del cordero de Dios que quita los pecados del mundo”, respondieron a la vez José y Lopecito, quienes echados en las baldosas jugaban a enfrentar cascarudos en una lucha donde  solían perder la cabeza algunos de los contendientes. “Yo jugaría a la pelota con la cabeza del Rani”, “Yo con la de mi vieja”, dijo Toledo. “La de mi padrastro”, dijo otro. “Yo con la mía”, dijo serio el Tati que había dejado el libraco y se pasaba la mano por la frente como borrando algo.

Hicimos silencio, sabíamos que hablaría acerca de las visiones. Las tenía desde siempre, pero ahora, con la llegada de los bichos, el calor y las fiestas, habían arreciado, como posándose en las ramitas de su alma y parecían estar torturándolo, picoteándole las hojas más verdes. “Los muertos esos… ¿te volvieron a  hablar?”, inquirió Toledo sin tacto alguno. El Tati lo miró condescendiente y dijo que sí con la cabeza. “¿Cómo son? ¿Qué te dicen ahora?”, me anticipé yo. Largo silencio: en la canaleta el sol hacía crujir las junturas como una articulación resquebrajada, casi inaudible e intermitente. Una langosta saltó frente  la nariz de Azuli, que le acercó el cascarudo sin cabeza para que lucharan. “Son altos, hablan en un idioma raro pero yo los entiendo. Son futbolistas. Me dicen de salvar a mi familia del desastre mundial, de las plagas, la peste y de los militares… ésa es la parte que me tiene loco… sin dormir”, dramatizó Tati.

Yo había empezado a desconfiar: nos tenía en un puño con sus historietas de mensajes del más allá y a mí me importaban otras cosas más terrenales como el sexo, que aún no teníamos, por ejemplo. “Che, ¿y no te dicen si se va a terminar el colegio con todo ese batuque?” “¿Y de las minas, que hay?”, se anticipó Toledo. Rápidamente el Tati murmuró mirando la pared de enfrente como para que interpretáramos que él miraba mucho más allá. Era un artista consumado. De reojo escruté al auditorio. Habría de ser un eficiente político, un nadador en la corriente del sofisma, un  abogado brillante, embaucador, vivillo o simplemente un fracasado más que pone un kiosco y miente desde su ventanilla. “¿Y de las minas no te hablan?”, exclamé. Miró por sobre mi cabeza; ese gesto despectivo del suficiente que se aviene a contestarle a un mortal. “Eso no dicen… pero hablan de la hermana de Toledo”.

Actorazo provocador, andarín juvenil, enmascarado al burlarse y dejar a la mano de quien lo capturase, el pececito multicolor del humor. “… la enterrarán desnuda y luego va a resucitar como Cristo para  casarse con su propio hermano…”, decía suavemente. Toledo dio un salto, pisó los insectos. “La de tu hermana!”, se alarmó el gordo con la imagen y le pateó la pelota que le dio al Tati en el morro. “No, la tuya es la que juega acá, hermano”, contestó sin pestañar. Pero no decayó. Se limpió una sangre invisible y siguió augurando en trance. “Tendrán un hijo al que llamarán Rastifuz, que una vez crecido va a asesinar a su padre aquí presente, ¡los espíritus han hablado!”, culminó  irguiéndose y cayendo sobre las baldosas de rodillas. Magistral.

Toledo dudaba en acogotarlo o buscar solidaridad. “Pero mirá lo que dice el loco este de mierda, y yo, y yo…”, no le salía la ofensa, “yo me voy a acostar con su madre!” Otro silencio que aprovechó el Tati para levantar la cabeza y pendular, en el silencio del cenit que ahora reinaba en la galería, el mazazo final. “¡Lo sabés gordo, que mi vieja está muerta!” y se tapó la cara entre sollozos ficticios.

Toledo abrió los dedos, ensayando un perdoname pero lo alejaron los actores secundarios. Se fue a patear bajo el sol de fuego su culpa. Puteaba a Onganía, que le recordaba al portero de la escuela. El Tati disfrutaba serio de la escena. Al fin largó por lo bajo dirigiéndose a mí, que era el que más conocía. “¡Che!, ¿está buena la hermana del gordo Toledo?” Lo sopesé y tuve una idea genial: un cascarudo movía aún sus patitas y señalándoselas le contesté que ya estaba bien, que no era de hombres burlarse de una chica que había tenido la mala suerte de haberse quedado paralítica. El Tati bajó la cabeza y pidió perdón .Me ofrendó la pelota nueva. Yo era el rey ahora.

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