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Bajo fuego

Un presagio, dos chalecos antibalas y segundos para decidir: el diario de una corresponsal de guerra

Una explosión sacudió la plaza central del Kiev pero, a pesar de los inmediatos temores, era un choque en cadena. La falsa alarma duraría un suspiro, horas después, en la madrugada, otras detonaciones despertaron a todos para sumirlos en una pesadilla. La invasión rusa había comenzado


Foto: Télam

Irene Savio, Roma, especial para Télam

Un ruido fuerte, diríase un estruendo, retumbó enérgico el 23 de febrero por la Majdan Nezalézhnosti, la céntrica plaza de la Independencia de Kiev, la capital de Ucrania. Fue la antesala de una claudicación: el presagio poco racional de que algo estaba por ocurrir.

Nadie lo dijo enseguida, pero muchos lo sospecharon: ese ruido, en realidad provocado por el choque en cadena de varios autos en un cruce de la calle Jreshchátyk, congeló en el silencio y en la inmovilidad a todos aquellos que en ese momento pasábamos cerca de ahí. Fue una plaza entera que, por unos segundos, pareció desconfiar de ese fragor y se paró para averiguar de qué se trataba, si acaso podía ser una explosión.

No era así. Poco después de las nueve de la noche, horario del percance automovilístico, Kiev era una ciudad normal, que derrochaba vida. Los combates, que sí existían y habían empezado ocho años antes, se concentraban en el Este del país, en la disputada región del Donbas, a centenares de kilómetros de distancia. Allí mismo, aseguraban numerosos analistas, la lucha se iba a seguir concentrando, tal vez intensificándose.

Hubo que esperar unas horas más para que, a eso de las cinco de la madrugada, el sonido de las sirenas antiaéreas y la voz al teléfono de Álvaro Sierra, mi jefe en France24, y la de mi compañera, Leticia Álvarez, se agitaran –casi a la vez, casi al unísono– en mis orejas, estando yo aún en la cama. “La guerra… ya está en Kiev”, alcancé a oír, aún medio dormida.

“Ahora mismo me asomo por la ventana”, respondí. El cielo estaba gris y las sirenas seguían sonando. Un puñado de gente aguardaba en una esquina de la plaza de la Independencia, otros corrían hacia una parada de colectivo, un grupo de soldados caminaba en dirección de los que iban al frente. Tránsito casi no había. Me vestí rápido y me coloqué delante de la cámara; no había tiempo ni para el café. “En cinco minutos estás en directo. ¿Estás bien?”, dijo alguien desde la Redacción.

Todo era real. La paz se había evaporado. Vladimir Putin, el presidente ruso, había decidido invadir Ucrania. El aeropuerto de Gostomel, a pocos kilómetros de Kiev, estaba siendo atacado. Y, como si de una pesadilla se tratara, también en otras ciudades del Este y Sur del país las sirenas antiaéreas habían empezado a sonar como locas, como una letanía que todo lo apresuraba.

La crónica de las siguientes horas de ese primer día, la hora cero de la invasión rusa de Ucrania, fue una sucesión de decisiones en tiempo real para establecer cómo informar, a quién contactar, dónde resguardarnos, qué llevar y qué dejar atrás.

Para empezar, abandonamos el departamento que habíamos alquilado días antes –para una cobertura que se suponía relativamente tranquila–, y buscamos un lugar con búnker subterráneo.

Aunque teníamos una lista de refugios que nos habían dado algunos activistas ucranianos, había que elegir el más apto para nosotras y, como el casero del departamento se había volatizado y no respondía a nuestras llamadas, decidimos bajar rápidamente a la calle para acercarnos a un hotel que ya conocíamos de anteriores coberturas en Kiev.

Habíamos estado allí en varias ocasiones desde 2014, cuando Rusia primero se había anexionado a Crimea y luego había iniciado el levantamiento prorruso del Donbas.

Llegadas al lugar, pedimos una habitación en un piso bajo, siguiendo lo sugerido por los protocolos de seguridad. Y tuvimos suerte. Había lugar, una gran noticia.

El hotel en cuestión, cuyo nombre omitiré para proteger la seguridad de los compañeros que ahí siguen, es un edificio algo decadente pero con una posición muy buena sobre Maidán. Desde allí se puede ver toda la plaza y, a lo lejos, también la Rada ucraniana (el Parlamento). Cerca también está el ayuntamiento y otros edificios emblemáticos de la ciudad.

Hicimos la mudanza en tiempos récord. Leticia metió todo en su valija y yo en la mía. Desde ese día –y por toda la duración de la cobertura– nunca más las volveríamos a deshacer completamente, por si había que salir corriendo en cualquier momento y sin aviso previo.

Allí, en ese hotel, pasaríamos los siguientes 10 días, en un lugar que se reconvirtió en nuestro hogar, punto de grabación para los directos televisivos y sitio de cautiverio forzoso cuando en los días siguientes las autoridades de la ciudad establecerían un toque de queda continuado de dos días que no permitía a los civiles salir a la calle.

En un siglo en el que las redes sociales y los medios transmiten la información a una velocidad impensable en otras épocas, el momento también empezó a suscitar también algunos hechos curiosos, como las decenas de mensajes que empezaron a inundar nuestros teléfonos de familiares y amigos en Europa y América latina.

Todo ello, mientras empezaban a llegar las primeras noticias de que miles de personas habían empezado a huir de Kiev, una ciudad de 2,8 millones de habitantes. Incluso muchos intérpretes y conductores que habitualmente trabajaban con la prensa se habían volatilizado y era imposible encontrarlos.

Los siguientes días fueron la sucesión de tiroteos en las calles, explosiones y sirenas antiaéreas que se disparaban de forma intermitente, en tanto Kiev empezaba a tener el aspecto de una ciudad desierta, despojada –cada vez más– de sus habituales residentes.

Los ataques, muchos a media tarde y en las madrugadas, descartaban asimismo cualquier posibilidad de pegar ojo por largo rato. Durante las alertas, había que bajar al refugio subterráneo o esconderse donde se pueda, alejándose de las ventanas y resguardándose en sitios donde al menos dos paredes separen del exterior.

Aún así, de día los periodistas podíamos salir a la calle, y reportear. Y también nos protegíamos –no todos, por supuesto– entre nosotros.

Con algunos ejemplos sobresalientes sobre los demás, como el –en nuestro caso– de Lluís y Roberto, dos colegas de un canal de televisión catalán que nos prestaron los chalecos antibalas extras que traían. O Víctor, que compartió contactos en momentos de gran tensión y que, sin titubear, aceptó evacuar de Kiev a una colega chilena en el vehículo que había alquilado para su equipo.

Porque semana y media después de cubrir el conflicto desde Kiev eso fue lo que pasó. Considerada la gran incertidumbre acerca de la situación de seguridad de la ciudad, muchas grandes cadenas de televisión decidieron evacuar a sus trabajadores.

France 24, el medio para el cual Leticia y yo trabajamos, fue uno de ellos. Oídas las opiniones de tres legaciones diplomáticas y otras fuentes occidentales, nos organizó la salida de Kiev en menos de dos horas.

El viaje, sin embargo, no supuso el fin de nuestra cobertura. Al revés, a partir de ese momento, empezó otra fase: un largo recorrido por las zonas rurales de Ucrania, hasta alcanzar, casi una semana después, Lviv.

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