Espectáculos

Crítica teatro

Un músico frustrado y desolado ante la falta de amor 

La obra teatral “Duele” que se presenta los sábados en La Manzana, acertado debut en la dirección de la actriz Ofelia Castillo, cuenta en escena con un revelador desempeño de Ignacio Amione, quien además es el autor del texto


“Duele”
Dramaturgia: Ignacio Amione
Dirección: Ofelia Castillo
Actúa: Ignacio Amione
Sala: La Manzana, San Juan 1950, sábados a las 21

Un hombre opaco y desolado, un músico sin talento al que le cuesta comunicarse desde niño, busca en los detalles y la pulcritud la paz que no le permite encontrar su cuerpo lleno de inquietud. De inmediato se sabe que está solo y que la soledad y el abandono duelen. Y para eso se refugia en la música, su aliada incondicional, lo único que tiene.

Duele, en principio la historia de un amor desgraciado, no correspondido, aunque también remite a otras aristas vinculadas con la infancia del personaje, es una obra de teatro para un sólo actor y no un unipersonal, aunque por tratarse del debut en la dirección de la talentosa actriz Ofelia Castillo, quien ha transitado los escenarios de impronta concert de los que es una gran referente, tiene también algo de ese vivo que siempre traspasa la cuarta pared y pone al material en un saludable presente escénico de inestabilidad.

Con el actor, dramaturgo y director Ignacio Amione en escena, quien además es el autor del texto y quien aquí aborda una de las mejores performances de su carrera a la fecha porque desde todos los lugares que pueda transitar un actor se corre de cualquier posible comodidad (se arriesga), Duele es un experimento con muy buenos resultados, más allá de su esencia efímera a partir de un texto que de pequeño logra multiplicarse en escena, lo que pone en primer plano el logrado trabajo de dirección.

Amor y desamor son la materia constitutiva de esta propuesta que parte de la idea de silencio, de un silencio interno que busca y transita el personaje como en la “antesala de una canción”. Se trata de un personaje que pareciera ser víctima de un padecimiento psiquiátrico con algunos síntomas obsesivos que, sin embargo, amagan con desaparecer cuando logra cantar.

Duele, más allá del relato en el contexto de una propuesta bien de cámara donde todo está pensado y cuidado, porque lo que marca la diferencia generalmente se revela en los detalles, ofrece un profuso trabajo desde las acciones: lo físico, lo gestual, en algunos pasajes es mucho más importante e incluso interesante que lo narrativo y eso lo vuelve una rareza, porque el actor, independientemente de su soledad en escena, suele tener como única y gran aliada a la palabra, y aquí claramente hay otra cosa.

Eduardo, el dolido, es un personaje que busca empatía con el público, el real y presente y otro potencial e imaginario. Y cuando la consigue, estratégicamente, deja entrever su costado siniestro, cierta peligrosidad que más allá de su aparente falta de talento y su envidia supina hacia aquellos que lo tienen, abre una serie de interrogantes respecto de qué es lo qué pasó con esa mujer que no está y ese amor no correspondido, algo que en el presente lleva de inmediato a pensar en alguna situación de violencia.

La propuesta, desde un humor bizarro que también agita otras emociones, habla de la pérdida, de lo que ya no está, de los recuerdos del Eduardo niño que en el colegio pegaba en lugar de hablar. Y también de su madre que se vuelve aire frente al peso de una campera heredada que recuerda la presencia del padre en medio del frío al que remite ese pasado. Son los momentos en los que el actor logra su máximo lucimiento. Y también habla de la resignación por eso que se parece al amor pero que ya no está ni estará nunca más, donde la música aporta una nota de nostalgia que se vuelve imprescindible cuando el humor deja paso al dolor, cuando lo que suena mal, de repente, como volando hasta la Luna y jugando entre las estrellas, suena de manera celestial a través de una bella versión de “Fly Me To The Moon” y entonces el dolor desaparece.

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