Espectáculos

Crítica teatro

Un funambulista dispuesto a detener el mundo

En “El Equilibrista”, que el fin de semana pasó por el Teatro Municipal La Comedia con dos funciones a sala llena, el excepcional Mauricio Dayub, bajo la dirección de César Brie, propone un viaje con momentos inolvidables a través de la memoria y el recuerdo


Un actor, cuando entiende la esencia de su oficio, se transforma irremediablemente en un funambulista, ese acróbata que hace de la complejidad y del riego sus signos vitales cuando al mismo tiempo se vuelve más cercano a la muerte.

En El Equilibrista, obra teatral que el fin de semana pasó por el Teatro Municipal La Comedia con dos funciones a sala llena y que el sábado cerrará la 15ª edición del Argentino de Artes Escénicas en Santa Fe, el actor Mauricio Dayub se abisma al mayor de los riesgos, porque más allá de caminar por la cuerda floja (literal y metafóricamente) se cuenta a sí mismo, invoca en escena y pone en su cuerpo de manera mágica a un puñado de personajes que conoció, que están en su ADN, y los vuelve a la vida para, en definitiva, poder reencontrarse con él mismo.

Pregnado de un universo que va de la mano con la atenta y cuidada mirada del talentoso César Brie desde la dirección, responsable en gran medida del inquietante flujo poético que de una manera muy orgánica Dayub despliega en escena entre el humor, la nostalgia y la conmoción y la risa en la platea, el material, cuya escritura conjunta unió las plumas del propio intérprete con las de Patricio Abadi y Mariano Saba parte de una consigna precisa: abrir algunas cajitas, las mismas cajitas que le quitaban el sueño a su abuela para, desde la memoria, redefinir un origen, llegar a un destino y poner atención en lo importante de la vida para lo que está por venir.

De este modo, apelando a un nivel de verdad infrecuente en el teatro, el viaje comienza con un acordeón y un abuelo que bajó de un barco (como tantos), y el mundo se detiene: un gran tótem que emula un baúl responde nítidamente a uno de los principios fundantes del teatro de Tadeusz Kantor (una marca en la poética que aborda Brie), donde prima lo sagrado y referencial de los objetos en escena que son tan importantes en términos semióticos y narrativos como los actores.

Es a partir de ese momento que un sinnúmero de otros objetos, algunos de pequeña escala y otros que se desprenden o reconstruyen a partir de ese gran tótem que funciona como matriz acompañan al actor en su periplo, en ese viaje al pasado en el que la memoria vuelve a dialogar con los recuerdos y los resignifica.

El abuelo acordeonista o un padre rematador de obras de arte que contradice las lógicas de su oficio se hacen carne en Dayub, pero luego se esfuman para dar paso a ese otro que fue él, que perdió un amor de juventud que se vuelve irreemplazable, y donde esas otras presencias acarician el alma de un tío perdido en el medio del mar y la tormenta, para llevarlo finalmente, al ansiado viaje iniciático de regreso al origen: un pueblo costero de Italia donde un campanario y unos pocos datos lo acercan a la mesa familiar primigenia de aquellos que esperan algún regreso después de décadas de silencio, en una de las escenas más bellas del teatro argentino en mucho tiempo.

Es en esa sutil sucesión de encuentros y situaciones donde la magia del teatro, comandada por un actor excepcional, hacen el mayor de los trabajos: la evocación se vuelve aliada de la música y de la luz en una gran multiplicidad de formas, los objetos adquieren vida propia y ese hombre parado arriba del mundo haciendo equilibrio se pone en tensión dentro de ese otro universo que al mismo tiempo que lo sorprende lo tiene como gran creador y protagonista.

En El Equilibrista, lo que también sucumbe a los encantos de ese buscado equilibrio de todos aquellos dueños del mundo que se animan a perderlo alguna vez, es un relato urdido con ingenio frente a la organicidad con la que Dayub se mete y sale de cada personaje hasta llegar a ser él mismo, abismándose a una verdad que es mucho más real que aquello que se supone es la realidad, porque ese viaje de un héroe común, de otro de los Ulises de este tiempo, sirve también para confirmar que la vida no es tan real como perece, y que incluso no se necesitan motivos reales para vivir momentos inolvidables.

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