Por Luciana Bellesi *
Días atrás, mientras leía una crónica policial acerca del asesinato de Carlos Argüelles (testigo protegido en una causa de narcotráfico), tomé conocimiento de que el supuesto autor material del crimen era un joven de 19 años y desocupado. Hasta ahí nada fuera de lo habitual, lo que más llamó mi atención fue que él desconocía su fecha de nacimiento, carecía de Documento de Identidad y además no sabe leer ni escribir, su única referencia en cuanto a identidad es el nombre que porta, Lautaro.
No se pretende en estas líneas realizar una valoración de la responsabilidad penal del joven, principalmente porque no soy profesional del derecho y además, porque desconozco los detalles del caso. A modo informativo aclaro que la crónica periodística lo referencia como procesado y a la espera del juicio.
Luego me puse a pensar en la vida de este joven, a trazar imaginariamente una línea temporal formada de momentos y situaciones que se van encadenando y determinando, en el camino que desemboca en este presente. El sicario que es precedido por el ladrón, y este por el analfabeto que antes fue un pibe de la calle que no tuvo una familia que lo contenga y con ese destino del que no se puede despegar, del mismo modo que los actores no se corren del guion de la obra, solo que aquí el telón de fondo es la pobreza extrema y la marginalidad.
A raíz de esto y teniendo en cuenta que el índice de pobreza viene en aumento desde hace un tiempo, llegando en la actualidad al 45%, y que más de la mitad de los niños argentinos son pobres, creo oportuno reflexionar sobre cuál es el fin último; la relación entre pobreza y marginalidad, entre esos indicadores y la delincuencia, profundizando particularmente en este texto, la marginalidad.
Al respecto, cabe preguntase qué entendemos por marginalidad y llegado este punto, hacer una distinción entre dos conceptos que muchas veces se pretende equiparar en sus significados, marginales y marginados. El primer término se refiere a aquellos que se encuentran al margen, si se quiere, por decisión y conveniencia propia y el segundo a quienes han sido en algún momento empujados a los márgenes y son mantenidos allí por diversos motivos pese a su voluntad de volver a integrarse. Es necesario marcar que existe una corriente de opinión que prescinde de esa diferenciación y califica de marginales a los pobres y los delincuentes. Es aquella que postula que cada uno es individual y completamente protagonista de su destino, como si el punto de partida fuese para todos el mismo, o directamente, no tuviera importancia. Dicho esto, hay que mencionar también que es innegable la relación entre pobreza y marginalidad ya que un aumento o disminución en la pobreza, determina en la marginalidad un cambio en el mismo sentido.
Con el correr de los años, el concepto de marginalidad ha ido adquiriendo otros significados en tanto han cambiado las relaciones sociales. Antes se la consideraba como la imposibilidad de acceder a ciertos bienes de consumo, motivo por el cual se confundía con la problemática de la pobreza y la falta de recursos materiales. En cambio las sociedades actuales basadas en el consumo, presentan un marcado proceso de exclusión de los grupos vulnerables con escasa capacidad de consumir. La marginalidad “moderna” se caracteriza, además de por la situación de pobreza material: desempleo o subempleo, vivienda precaria, con servicios deficientes o
sin ellos, hacinamiento, mala calidad educativa, mala calidad de acceso a la salud, violencia, narcotráfico. También a la des- integración en la sociedad. La marginalización, en una sociedad con alto índice de pobreza, también se refiere al abandono del Estado y desinterés de la propia sociedad.
Todo lo mencionado configura una situación que muchas veces puede ser juzgada como definitiva por quienes la viven día a día y es eso lo que determina, a mi criterio, que muchos opten por considerar a la delincuencia como el medio que les permita acceder a bienes materiales, es decir, transformarse en sujetos capaces de consumir. La paradoja del expulsado por la sociedad de consumo (marginado) que se vuelve delincuente (marginal) para volver a ser integrado al sistema que lo expulsó.
Creo que es responsabilidad del estado hacerle frente a esta problemática, ya que es la única institución que dispone de los medios como para plantear una agenda de desarrollo estructural de esos grupos sociales postergados, con intervenciones que abarquen desde el hábitat hasta cuestiones de calidad educativa y acceso a servicios de salud. Acciones de ese tipo configurarían un primer paso en el camino de la integración que deberá ser complementado con buenas políticas de empleo y por la creación de un sistema de incentivos que ayude a bajar los niveles de pobreza y, por consiguiente, de marginalidad y de delincuencia evitando que organizaciones criminales ocupen lugares motivados por la ausencia del estado, como ocurre hoy en algunos barrios.
Esto representa para nosotros, los profesionales del Trabajo Social, un gran desafío. Debemos construir acciones e intervenciones en el sentido del desarrollo pero sin descuidar la satisfacción de necesidades básicas y el respeto por los derechos fundamentales, entendiendo que resolver esas problemáticas representaría, además de la mejora en la realidad de los destinatarios de dichas intervenciones, un claro beneficio para toda la sociedad; “no podemos pensar en transformar realidades en medio de este contexto”.
Es por ello que nuestra intervención, debe ser en primer lugar CONCIENTIZAR que tenemos que construir acciones y que todos ocupamos un lugar en esta sociedad. No solo apelar a la solidaridad, acá no solo se trata de ayudar a quien necesita, sino que somos parte de una misma sociedad y que es un problema de todos.
*Luciana Bellesi Licenciada en Trabajo Social
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