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Trabajo Social: un punto de partida

Observo al colibrí que succiona las flores para obtener más energía y preservar su sobrevivencia, me pregunto si este tránsito por lo laboral podría haber sido de una manera más placentera, con menores tensiones y presiones, que aún hoy repercuten con fuerza en aspectos tantos físicos


Mercedes Simoncini (*)

 

Es una tarde de fines de marzo con un intenso cielo azul. A través de la ventana observo el verde de las plantas, las flores rojas del coral, y el naranja de las lantanas de mi patio, las glicinas expandiéndose por todos los espacios sin respetar límites geográficos.

Una amiga me envía por celular temas de Manuel García y Pedro Aznar, que no recuerdo haberlos escuchado con la misma emoción que me provocan ahora.

Quizás por eso, porque la letra de la canción a dúo entre Pedro Aznar y Manuel García se llama “El Viejo Comunista”, siento cierta melancolía, y me doy cuenta que es un día de semana, en un horario del día en que habitualmente estaba inmersa en resolver problemas laborales.

Siento un chispazo de felicidad al tener la certeza de que ya no existe la situación del estado de alerta en que vivía hace un año: atenta al sonido del celular, la preocupación de contestar un correo pendiente o pensar en cuál es la mejor estrategia para abordar una problemática, o cómo redactar el informe con carácter de urgencia.

La sensación de alegría se disipa rápidamente cuando repaso algunas frases del tema que escucho “… recordó canciones que cantaba y conversaciones con amigos hasta el alba. Y ahora en sus ojos también llueve porque le sorprende que aún le duele, los años, la vida, su amor”.

Decido apagar el aparato en donde se reproduce la música y un torrente de ideas llegan a mi cabeza. Pienso en la cantidad de tareas, gestiones que realicé en mi vida laboral, en donde lo que primaba era el pensamiento de que no tenía otras opciones, que había que dar respuestas a lo urgente, a lo necesario. Siempre estaba dispuesta a salir corriendo si era necesario para cubrir una necesidad, como si de mis acciones dependiera la sobrevivencia de esa persona o comunidad.

No puedo dejar de remitirme a las escenas de tristezas y desamparo, no sólo de las personas a las que tenía que escuchar, orientar, acompañar, sino también de mi propia angustia ante la impotencia, el desamparo y soledad en que muchas veces me encontraba.

Observo al colibrí que succiona las flores para obtener más energía y preservar su sobrevivencia, me pregunto si este tránsito por lo laboral podría haber sido de una manera más placentera, con menores tensiones y presiones, que aún hoy repercuten con fuerza en aspectos tanto físicos como subjetivos sobre mi persona.

El profundo malestar que sentí tantas veces sin saber a qué se debía, la incomodidad en los espacios que habité durante muchos horas, la necesidad insatisfecha de disfrutar un almuerzo o el de compartir una charla con el grupo de compañeras.

Ahora que existe una distancia en relación con esta sucesión de hechos abrumadores, puedo entender que la precariedad de las condiciones laborales, la insatisfacción recurrente, no se deben a situaciones particulares o puntuales, sino que son producto de una sociedad basada en criterios de utilidad, ganancia, competencia, y libertad de algunas personas para obtener mayores privilegios o disputar cuotas de poder. Esta realidad se representa también en las instituciones gubernamentales en donde ejercemos nuestra profesión como trabajadores sociales.

Incluso cuando enfermamos o sufrimos un accidente, muchas veces encontramos respuestas que no hacen más que naturalizar las molestias o lesiones con expresiones tales como “Son gajes del oficio”; “No te quejés como una histérica”; “Tenés que ser fuerte y bancrtelá”. Es así que la forma de atender y entender las enfermedades se trata desde una concepción biologicista, individualista y sin tener en cuenta la historia personal y laboral de quienes las están manifestando. Y en ese ritmo continuamos trabajando.

Con la influencia de la canción que comentaba al principio, no deja de rondar en mi cabeza la idea de que siempre se siente la necesidad de comenzar algo, y de culminarlo en sus tiempos y en sus formas adecuadas. Acunada por mandatos ancestrales y culturales acerca de la disciplina, el orden, el deber, la perfección, confronto a estos propios acompañantes silenciosos y le doy vueltas a la idea sobre lo que sería un final, y qué es lo que finalizaría. En lo material este artículo tendrá un cierre, pero sólo de tinta y en el papel.

Pienso entonces en que este relato podría ser sólo un comienzo, algo que puede seguir su curso; usarlo como un abanico que traiga aire fresco para otras aperturas, interrogantes que tienen que seguir creciendo, sin pensar en un final como el de las series o películas.

Uno de los principios podría ser comenzar a revisar valores que nos fueron inculcando, no sólo desde nuestra profesión, como aquellos de que –y muy especialmente– las mujeres tenemos que tener aguante, debemos aprender a no mostrar nuestras sensaciones, enojos, alegrías, y así fuimos aprendiendo a silenciar estas señales.

Ejercer el arte de perder, romper con las lógicas de la productividad eterna que nos propone sistemáticamente este sistema, implica también un desafío colectivo; implica también comprender que dedicarnos a tratar de cambiar nuestras condiciones de existencia en lo laboral y en lo social tendría que ser tan urgente como lo es garantizar nuestra alimentación o el cuidarnos de una enfermedad. Es necesario preservar nuestra sociabilidad, los espacios de colaboración e intercambio, pensar en lo posible de nuestro propio bienestar.

 

(*) Colegio de Profesionales de Trabajo Social de la 2a Circunscripción de la provincia de Santa Fe

 

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