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Televisión. Invisible amor hecho a mano

La tevé está hecha de y por personas iguales al resto pero con una dosis de irrealidad, y su aliento es el machismo y su dictadura sobre el imaginario que resiste lo diverso como deseo real. Por Leonel Giacometto

Para el año 2025 más o menos se espera el centenario de la primera emisión pública de televisión, que fue en Inglaterra y lo primero que se vio fue la cabeza de un maniquí. Pero recién el 17 de octubre de 2051 la televisión argentina cumplirá sus primeros cien años. Lo primero que se vio en la Argentina fue un acto político y los diarios de la época no le dieron mucha trascendencia a la cuestión que hoy, mientras tanto, va generando su propia realidad redimensionando y refundiendo aquello que le da entidad, forma y contenido: la vida humana y su devenir diario en función de lo que esa vida misma vive y lo que la tele muestra o quiere mostrar, o directamente decide omitir. La voluntad no existe en la televisión, que está hecha de y por personas iguales en casi todo al resto pero con una dosis de irrealidad paga, y hasta tangible. En este caso de las personas, en el fondo y como en otros ámbitos y espacios, la televisión recoge y se alimenta del aliento de lo que se llama machismo y su dictadura sobre el imaginario y la realidad social; a pesar a veces de ir en contra de su propio negocio, el machismo articula los medios para seguir gestando poder, donde todo importa un pito con tal de tenerlo o de, al menos, sentirse dentro de algo que producen otros sobre uno porque uno, antes, produjo sobre ellos. Ellos ahí valen como uso ciego y el poder es un macho irresistible y peligroso, en el cuerpo y la cabeza de cualquiera.

Desde mi abuela que estoy callada

Invisible en lo mediático a no ser que estén dentro del marco “calentura masculina”, el amor entre mujeres pareciera ser el más retraído de todos los amores posibles ya sea por imposición machista o por un delicado cuidado de parte de sus protagonistas. A diferencia del amor entre varones, pocas veces en televisión las lesbianas aparecen dentro de un marco de ficción que no sea dramático, y manejan con solvencia las puertas del closet. Pero ser lesbiana por televisión es una imagen ausente que pudiendo aparecer amable en el terreno “de lo no dicho para qué”, nunca está presente y más de una vez las legitiman a partir de la violencia de género, o sea, como una consecuencia y no como una posibilidad de afecto humano y espontáneo, como sí le pasa al resto a la hora de amar. Eso dice su ausencia al menos desde acá. Jamás son parodiadas y se les atribuye poco sentido del humor y corta la paciencia para las relaciones sociales. Por buena o mala suerte son dos o tres los estereotipos que circulan y circularon por la tele, y todos remiten a la reminiscencia masculina que podría tener una lesbiana dentro de la cabeza que justifica la rotulación por gestos y aptitud. María Eugenia Ritó podría ingresar en este párrafo.

El varón, el macho en este caso, no puede dimensionar un dúo de mujeres que se amen sin la necesidad masculina digamos, pero sí puede fantasear y desear con que esas dos podrían refregarse entre sí por el sólo hecho de estar, digamos, en la previa de lo que vendrá y las hará gozar a las dos como se debe. Así el machismo que se introduce como símbolo de poder y dominación por arremetida dentro de lo gay (masculino), es el mismo procedimiento de negación sobre el mundo del amor entre mujeres, haciendo de este modo imposible e impensado que dos semejantes, más allá de lo erótico (que siempre es perverso al principio en la tele), puedan ejercer la sensación, el efecto y la expresión de lo que se llama amor. A esto se suma cierto prejuicio de pensar que ésta o aquella lesbiana lo es por el sólo hecho de, digamos, no haber encontrado la medida justa del amor masculino que necesita. Esta acción, al revés, también sufre las improntas machistas y si un hombre fue abandonado y/o dejado por una mujer que encontró amor en otra mujer, este hombre es, lisa y llanamente, una especie de idiota que, dice el machismo, ni siquiera sabe cómo manejar a una mujer. Ross Geller, el personaje que interpretaba David Schwimmer en la serie norteamericana Friends es el ejemplo de esta impronta en la tele.

En la Argentina que mira televisión no se sabe qué hacen dos mujeres juntas, ni para qué se juntaron, ni por qué las juntan dentro de lo gay, si varón-varón es lo mismo que mujer-mujer, y se prefiere, por defecto, la invisibilidad como estado de las cosas o son calladas porque no tienen nada para decir, o a una de las dos seguro el marido la fajó hasta el hastío, o no hablan de eso porque, sencillamente, no hay nada relevante que decir; o porque cada quien hace el amor como quiere si se libra de algunas cuestiones. Nada se sabe de eso viendo tele, pero en detalle y haciendo foco y a pesar de todo el palabrerío y la invisibilidad de lo lésbico como amor posible, si se mira con atención y si se mira para todos los costados (lo gay, lo lésbico, lo heterosexual, los culos, las tetas, los bultos, los pechos, los tamaños y lo que viene después) lo que es muy difícil de encontrar, ver, escuchar y sentir de y por televisión, y ya no sólo en la ficción sino en todos sus hacedores reales, son intenciones auténticas de afecto amoroso sin pasarlo antes por el filtro de la especulación mediática. Gente enamorada entre ella de verdad, como se dice, casi no hay por la televisión, casi que no existe esa transmisión de sensación verdadera de amor entre dos por televisión. Todo parece armado. Sin embargo, sin remilgues ni desbordes afectados, sin salidas espectaculares de roperos de represión que necesiten ser cuidadosamente comprendidos de parte del otro, ni siquiera simulando matrimonios o dejando siempre las cosas en un borde, el amor entre dos personas que habitan o hacen la televisión, por ejemplo en la televisión argentina, nunca fue tan real a la vista y a lo sensorial como fue el que duró lo que duró entre dos mujeres que casi audiovisualmente encontraron la misma forma de transmitir lo que no se puede nombrar, sin siquiera preocuparse por eso, de igual modo que lo hicieron, hace muchísimos años atrás, y sólo cantando, María Elena Walsh y Leda Valladares a la hora de mancomunar el amor mutuo y entregado al gesto artístico y real que lo produce.

Alucinando al gordito de gafas

A internet hay que agradecerle la posibilidad audiovisual del archivo dispuesto para ser visto y escuchado, manipulado o no, en el momento en que se quiera, cuando aparece en la cabeza una impronta visual de la tele por ejemplo, y ver cómo era, qué se hacía, quiénes estaban siendo imagen pública en otros años. En ese sentido, en internet, hay videos de programas de la década del 80 del siglo pasado, donde todo pasaba por la música, donde alguien conducía y presentaba, mucho más diversos que ahora, cantantes y músicos que encontraban en la televisión un canal de enorme difusión. Sin dudas lo que hacia finales de los 80 generaron, juntas, Sandra Mihanovich y Celeste Carballo a la hora de imponerse, reales y decididas, a dejar salir libre por la tele el amor entre mujeres fue algo que muy pocas veces sucede por la pantalla chica. Eran distintas a todo y al mismo tiempo estaba absolutamente claro que una se la cantaba a la otra la canción de Mario Benedetti, y que desde entonces siempre las dejó bien amadas a las dos, entre ellas digamos. Entre 1988 y 1989 se pasearon por todos los programas como dúo de cantantes que cantaban canciones y hablaban de lo bien que se sentía estar juntas, como dúo. Nada más.

“Chicas, gracias por venir. ¿Qué van a cantar?”, les preguntó Valeria Lynch en un programa que ella misma conducía en 1988. “Vamos a cantar la canción que, creemos, sintetiza mejor todo lo que hacemos y que se llama «Te quiero»”, contestó Sandra y ahí Valeria fue directo a los ojos de Celeste Carballo y le dijo: “Me encanta”. Un segundo después las miró a las dos. “Son un montón”, dijo y tarareó a capella “somos mucho más que dos”. Celeste reía diciendo “increíble” (porque venía del rock y no podía creer que Valeria Lynch fuese copada) y Valeria salía contenta diciendo “Adiós, chau, las dejo solas”, cuando los primeros sonidos de la canción empezaban a escucharse. Ahí se cantaron su amor mutuo. Y se notó, mucho. Desde entonces no sucedió jamás algo parecido a esa vibración real de amor de dos cantándose en un lugar tan hostil y recargado de variables desalentadoras como es, o podría ser la televisión con lo que se llama amor.

Deseo y después

El antojo del deseo de uno sobre el otro, y viceversa y generalizando, es igual de irreverente entre mujeres con mujeres que entre varones y varones, que entre varones y mujeres, que entre mujeres y varones. Lo diverso, en realidad, reside específicamente ahí, en ir descartando de a poco el fenómeno de atribuir categorías y relaciones básicas, que median entre lo que se dice normal y lo otro, que expone demasiado deseo como para clasificarlo. Pero todo se hace ambivalente en y por la televisión, y lo sensato siempre es pensar que fue en la infancia donde algo le sucedió a lo que la misma gente llama “esa gente”. Más complicada aún se pone la cuestión cuando ingresan las y los travestis, las y los transexuales, que dicen ser una cosa y no la otra en algunos casos, que dicen no ser ni una cosa ni la otra, y que podría pensarse una identidad tercera si primero está, en el orden que se quiera, el varón y la mujer antes; que se puede nacer en un cuerpo equivocado y que, dicen algunas, la verdadera mujer es la que tiene pito y lo usa. Pero ésta es otra cuestión.

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