Espectáculos

Televisión. El soberbio desdén de Solita

Figura dúctil, que anduvo en tantos personajes como amores. Soledad Silveyra encarna hoy el arquetipo de la actriz que sube y baja en la mares de la actuación mientras le brillan rasgos que la definen. Escribe Leonel Giacometto.

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Los que pasan por la televisión actuada y conducida, el cine berreta, el teatro, la publicidad para erradicar las várices, las revistas de chimentos y las otras, la actuación en general; la, digamos, posibilidad mística y social de “hacer algo” y la actuación que hace de actuación, hoy se llaman, la mayoría, “actores”.

Pero quizás, con el tiempo, el término más correcto será, simplemente, “públicos”. El siglo XX conjuró el soporte audiovisual y su propia carne, y hay algo de su propio adentro que los hace salir afuera, tornando ilusión ajena la intimidad propia y dándole una verosimilitud, casi increíble, a aquello que, una vez y para siempre, asumió como actitud exterior. La actitud, a veces, tiene más empuje que la capacidad pero igual vale en el universo mediático y por ahí vendría más sonriente que llorona, pero siempre con problemas económicos y amorosos, Lía Soledad Silveyra Urien, más conocida como Soledad Silveyra o, con casi sesenta años, simplemente, “Solita”.

Si se la mira con atención, si se piensa que, por ejemplo, Susana Giménez se pudrirá antes que sus millones, que María del Carmen Valenzuela se equivocó al doblar la esquina de su propio “renacer”, que la pobre Andrea del Boca otra vez la pifió y ahora vende botellones de gaseosa casi con la forma de su cuerpo y su desamor, que Carolina Papaleo y su madre pasaron fin de año con Ricardo Fort, y que Marcelo Tinelli no es lo que sus ojos intentan decir cuando mira a la pantalla, Soledad Silveyra no se parece a ninguno de estos “públicos” sino, más bien, representa una irrefrenable intención sobreexpuesta por, digamos, ser “útil”, de alguna manera, por el sólo hecho de hacer sido, dice ella, bendecida con esta profesión sin la ambición de dinero. Hay algo, por decir, obscenamente real en ella y es su historia. Y habrá que creerle nomás, siempre teniendo en cuenta lo inevitable del conjuro, la caricatura a la que devienen todos estos “públicos”, la confusión del estar con el ser y demás vericuetos de las estaciones mentales.

“Le he conocido muchas, muchas parejas”, dijo una vez su amiga Ana María Picchio, que cuando las dos eran más veloces, se tapaban mutuamente las historietas sexuales y las venganzas amorosas. “Evidentemente no tiene un modelo de hombre”, comentó también su madre putativa de la ficción, China Zorrilla, que le guardaba –cuenta Zorrilla–, las recaudaciones de las giras nacionales que hacían con obras de teatro porque Soledad gastaba mucho. En qué gastaba nunca se supo pero Soledad, entre vicios y desmanes etílicos, desde chiquita que banca todo. En estos “públicos” lo ficticio no corre en carriles paralelos a lo real, tapa agujeros más bien, sostiene fragilidades y enmascara perezas varias.

Pero, si hay que creerle, Soledad Silveyra sólo se metió en el espectáculo argentino para poder mantener a su familia fracturada y enferma. Dicen que el actor Zelmar Gueñol (amigo de la madre) fue el primero que la metió en El amor tiene cara de mujer a los doce años de edad. Desde ahí no paró y aún, como pocas, sigue siendo una persona pública totalmente reconocible y genera, como pocas, hecha personaje ya, una empatía que no cesa de fluctuar entre la soberbia y el desdén.

Algo hay que hacer

Condujo Gran Hermano. Telenovelas hizo un montón (de Rolando Rivas, taxista, en 1972; Pobre Diabla, en el 73; Mi hombre sin noche, en el 74; hasta Campeones de la vid a, en 1999; El deseo, en 2004; Amor en custodia, en 2005; La ley del amor en 2006 y 2007; Vidas robadas en 2008, entre muchas otras). Películas, también, y quizás las mejores hayan sido: La malavida (1973), Últimos días de la víctima (1982), Flores robadas en los jardines de Quilmes (1985), Dios los cría (1991) y Siempre es difícil volver a casa (1992). Por causas naturales, fue pareja artística de Arnaldo André pero más pareja que artística fue su relación con Sandro, con Claudio García Satur, con Federico Luppi, con Osvaldo Laport (comentan) y hasta con un taxista de nombre Héctor que la llamaba “mi veterana”, y con un iluminador, de apellido Franco y de nombre Mariano, de 23 años, que la iluminaba mientras ella era Evita en la obra Eva y Victoria. Y aquí, a pesar que aún faltan nombres, hay otra Soledad Silveyra, otro intento de ser, digamos, un poco menos pobre. Lo de pobre no es una cuestión meramente de bolsillo y quizás Soledad Silveyra intuyó, erradamente o no, que “había que hacer algo” por el país. Cuándo se le cruzó esa idea es un misterio, pero se le cruzó muy joven y muy pública ya cuando se la vinculó a esa cosa llamada peronismo de izquierda, y hasta de que fue una de las impulsoras argentinas de subirlo a Perón en un avión y traerlo desde España. Sin llegar a ser peronista nunca, le dijo que no al ya muerto y socialista Alfredo Bravo pero cayó de  rodillas ante el encandilamiento ambiguo de Elisa Carrió, y formó parte de una sus listas hace unos años. Pero Soledad Silveyra viene desde lejos, sigue viva y hoy por hoy, todos los días a las dos de la tarde por la pantalla de Telefé, deja el costado político y social por un rato, olvida con razón los bretes en los que se metió “robando vidas” y se enciende otra vez ante los flirteos de Adrián Navarro en Secretos de amor, la nueva telenovela que la tiene a la cabeza y le calma el bolsillo.

Arturo Puig hace de su marido, que en la vida real fue sólo uno, José Jaramillo y fue, según Alberto Migré, más compañero que amor.

Son amores

 La situación es Soledad Silveyra y su lista casi bizarra de amores más o menos extensos y pasajeros. De Claudio García Satur (su galán en Rolando Rivas) a Chacho Álvarez (alguna vez vicepresidente de la Nación) con un medio de nombres que van de Carlos Calvo, Pablo Rago, Andrés Calamaro, pasando por los escritores Vicente Zito Lima y David Viñas, a quien, dicen, los hijos de Soledad no aceptaron desde la primera vez que ella lo presentó. “Solamente a mamá se le puede ocurrir salir con un señor como Viñas”, dijo una vez Baltazar Jaramillo, uno de los hijos de Soledad. China Zorrilla, evidentemente, sabe de mujeres y la lista de amores de Solita continúa con el intento fallido de formar una pareja con casa, hijos, perros y mucama con Hernán Lombardi (ex Ministro de De la Rúa y hoy amiguito de Macri). De lo que jamás habla Solita es de una relación particularmente, digamos, especial con Miguel Ángel Solá, hace mucho, entregados los dos al parecer al arte de la actuación, al alcohol, sus derivados, a las piñas y a la pasión destructiva de un amor en plena década del ochenta del siglo pasado.

En blanco y negro

 Solita pasó por todos y por todo. La vergüenza ajena no le es ajena muchas veces, pero tampoco la desdicha real de no poder, aún queriendo, hacer lo que dicta “eso” que se lleva dentro. Lo que se ve de ella desde la pantalla es que siempre intentó algo pero nunca le salió del todo pero que aún aspira y que hoy, reconstruida quirúrgicamente, vuelve a la ficción de las telenovelas de la tarde. En blanco y negro, antes, Solita tenía un gesto casi auténtico al tener que besar a su galán, como un desliz humano ante el artificio tenía, y como que se perdía Solita ante la cercanía de, por ejemplo, Satur, quien, como pocos, fue un galán de sólida construcción. Satur se le acercaba y Solita, que lloraba, siempre, sabía que se venía el beso. Entonces no sabía hacia cuál de los dos ojos de su galán mirar y saltaba de un ojo al otro, mientras los labios dispuestos del otro, por fin, le calmaban la ansiedad del amor.

Y una más. Además de saber de antemano el poco peligro que significaba pero, a la vez, convencida de que daba un tiro por elevación, no fue nada casual que la presidenta le haya concedido a Soledad Silveyra la única entrevista más o menos extensa que nadie le haya realizado jamás. Fue en 2008 en el programa Un tiempo después, que Soledad Silveyra conducía por Telefé. Casi con la misma conducta sobre la apropiación de los derechos humanos en beneficio personal, Cristina vio en Soledad Silveyra, como muchos, la imagen del empuje de una mujer audaz y despierta que, a pesar de todo sigue hacia adelante sin importarle nunca las consecuencias y convencida de sus propios, digamos, ideales de existencia. Como tampoco fue casual que, hace mucho, a principios de la década del ochenta del siglo pasado, una dramaturga argentina le haya dedicado la mejor didascalia sobre la impresión de la persona en el personaje que sería. Las didascalias son las acotaciones de acción que se hacen en la obras de teatro  y la dramaturga fue Griselda Gambaro, a quien Soledad convocó para que le escribiese una obra. La obra fue La malasangre y la dirigió Laura Yusem en 1982. El personaje de Soledad, Dolores, ingresaba mucho después de la primera escena y permanecía largo rato en silencio. En ese primer ingresar de Dolores, la Gambaro le puso como acotación que lo hacía con “soberbio desdén”. La obra, dicen, fue escrita a partir de improvisaciones a las que asistía la dramaturga, y la soberbia es una forma discutible de pedir afecto y darse a entender (habría que ver cada caso). Pero el desdén, hoy por hoy, lamentablemente, es una forma de comunicarse. Solita lucha con eso, aún.-

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