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Televisión. La máquina de cortar boludos

Ya no hay programas de humor en la pantalla chica, y menos de humor político donde había gente dispuesta a hacer reír con la visión propia del que lo hacía en relación a su ideología.  Por Leonel Giacometto.

 Que algo sucede ahora que antes no sucedía en la televisión argentina es evidente y, prácticamente, resume un cúmulo de intencionalidades varias, de niveles cuestionables, de doctrinas o algo similar o cercano, de posturas, de negociados, de manoseos donde hay algo que prevalece: La división que opina, navega, se despliega, se comunica, niega, oculta, difunde, silencia, twittea y manipula desde sendos costados y desde una cuestión que nació desde el gobierno, y que mezcló empresarios e ideologías, como siempre. Sólo que por este tiempo, entre la televisión, internet, la radio, los diarios en papel, cierta no ficción publicada en libros, la publicidad callejera y demás canales de difusión, el procedimiento se hizo intención, la maquinaria más visible pero no por eso menos hostil. Por eso hoy todo en El Trece, toda la imagen de los programas populares huelen a vulgaridad o, en otras palabras, a menemismo puro. A Menem le gustaban las putas, la noche, el despilfarro, el disfrute al borde del exceso, los dólares, el cholulismo más básico pero siempre deseado, el montaje de la imagen, el vale todo.

Adiós al zurdaje

Embarrada de rumores, entredichos y cachetazos mediáticos, falsa hasta para la actuación, como siempre, Mirtha Legrand dijo que lo suyo no era un “adiós” sino un “hasta luego”. Que Mirtha Legrand se la haya pasado jugando durante años con volver o no volver a la pantalla chica (en vivo) cada vez que terminaba su ciclo anual no extraña a nadie ya. Mirtha agota, repite y se repite, es metida, medio lanzada a preguntarle “cualquier cosa a cualquiera” sin mirarse jamás ni arrepentirse de nada, y apelando siempre a una frase que suena, cuando menos, extraña: “Yo les di todo”, dice Mirtha a sus televidentes. En una época se acariciaba largo el rostro con una rosa durante minutos. En otra época, casi como lo hacía el Club 700, Mirtha enviaba efluvios por la tele pero es católica de la vieja escuela, esposa de ley y viuda silenciosa; madre homofóbica, abuela insoportable, mala actriz y se hace la sota en más de una ocasión. Pero tiene 84 años más o menos y no baja la guardia. No es poca cosa teniendo en cuenta que, en vivo y en directo, todos los días, salvo a Marcelo Tinelli, al resto de la tele se le nota el deterioro.

Una cuestión de negocios, rating y pautas publicitarias habrían sido los motivos por los cuales, por ahora, a Mirtha Legrand la corrieron del aire televisivo sin la posibilidad de jugar ella misma su propio juego de idas y vueltas. Esto se entrecruza con un año de elecciones generales y un divague sobre cómo el espacio televisivo que Mirtha Legrand (y ella misma) conduce podría influir sobre el electorado. Quién votará a quién este año ya se verá, pero hay que tener en cuenta que papelones y situaciones complicadas de parte de la familia política se produjeron siempre en la mesa de sus almuerzos televisados (Menem bailó con una odalisca, Cristina tenía menos pelo y no sabía sonreír, Luis Brandoni estuvo al borde del cachetazo ante una pregunta de Mirtha, 6 diputadas a punto de irse a las manos, Duhalde rompió una copa y casi la deja tuerta a Mirtha, etc.). Un cotilleo enorme y posible que este último febrero la dejó afuera del aire, ahogada de golpe desde Mar del Plata, con un último programa visualmente complicado, técnicamente pobre y 30 invitados sentados en 3 o 4 tablones decorados donde, de todos esos 30, el más real en el apoyo hacia Mirtha Legrand fue Enrique Pinti, que parece seguir siendo fiel a su propia melancolía y, por suerte, a los 70 años, sigue abriendo la boca y haciendo reír. Esto último es un problema en la televisión de hoy.

Barú Budú Budía

“Tengo confianza. Tengo confianza, por eso les digo a los políticos y a los funcionarios –no a todos los políticos ni a todos los funcionarios porque hay que preservar las instituciones– a algunos políticos y a algunos funcionarios que están ahí viéndome: Si siguen haciendo las cosas que están haciendo, yo voy a tratar de estar acá todo el tiempo posible para seguir jodiendo. Y para cuidarlos también. Y para preservarlos de la máquina de cortar boludos, porque si pusiéramos la máquina de cortar boludos dentro de la máquina del túnel tiempo, y se pusiera a cortar boludos históricos con retroactividad, otra hubiera sido la historieta hoy. Historieta que como país no creo que nos merezcamos. Esto lo dice mi libretista Santiago Varela, yo no estoy tan seguro. Un cacho de culpa tenemos también. Por eso les digo mis queridos Chichipíos: A seguir laburando, vermú con papas fritas y Good show!”. Así cerraba su monólogo Tato Bores el día que en 1990 cumplía 30 años de televisión. Tato Bores fue único y supo como ninguno desplegar su actuación a la par y en correlación con, por ejemplo, Alberto Olmedo y Jorge Porcel, pero también reacondicionó la sátira televisiva para que la coyuntura pudiera, de algún modo, ser materia de análisis. El humor fue el canal de su análisis y el humor dignifica. Cuánto vale la palabra dignidad en la tele de estos días es una banalidad discutirlo, y Tato Bores murió el 11 de enero de 1996 sin saber qué vendría después. Pero sí sabía quiénes eran los otros y desde hacía 30 años que venía haciendo monólogos sobre la realidad política, sobre el estado de las cosas; hablaba desde el humor, la ironía y un empeño de la imaginación por sortear dificultades varias cuando, por ejemplo, hacía su programa en tiempos militares, cuando una parte del peronismo fue feroz y andaba armado, o cuando en 1992 la jueza federal María Romilda Servini de Cubría censuró la emisión de un fragmento de su programa en el que se la mencionaba. Cuatro meses después la Corte Suprema de Justicia revocó la censura y la por entonces fauna televisiva y mediática del momento inmortalizó una canción en apoyo a Tato que sólo decía: “La jueza Barú Budú Budía, la jueza Barú Budú Budía, la jueza Barú Budú Budía es lo más grande que hay”. De estar vivo hoy, Tato Bores sería un problema tanto para el delicado humor del gobierno como para la impunidad histórica del Grupo Clarín, y Tato no encontraría contención ni en América TV, donde hay varios termómetros mediáticos a los que el gobierno y la oposición miran con ambiguo recelo en algunos casos (Mirtha Legrand), y con cuidado en otros (Jorge Rial). De esta manera, a fin de cuentas, Jorge Rial tiene una medida de las opiniones más plausible de ser comprada y/u ofertada que, por ejemplo, Luis Majul, que vio la luz pública desde el periodismo político de investigación que se le dice, y hoy devino un literal petiso cholulo, un menemista tardío. El resto de los periodistas políticos que persisten con programas en la televisión y que no están ni en Canal 7 ni en el monopolio Clarín, van por cable. Algunos se pagan su propio espacio, a otros se los pagan y las dos figuras más reconocibles (y vivas) del periodismo político televisivo comparten canal: Jorge Lanata y Mariano Grondona, por el canal 26, propiedad de Alberto Pierri, de indefinible oficio entre la palabra empresario y la palabra político, sobre quien pesa el apodo de ser el “cuarto hombre” en la cuestión Papel Prensa y el gobierno, pero que opera de la misma forma que se operó durante la década menemista en la televisión: “Decí lo que quieras pero vamos y vamos”. Hoy la cosa cambió y quizás el reflejo más auténtico de la falta de certeza también estaría en ese canal pero sería una mujer. Y podría ser el tono el que se le fue deformando por la impotencia a esa mujer, quizás, de que los años pasaron y los motivos por los cuales le cerraron la boca aún siguen vigentes (a pesar que Guillermo Patricio Kelly se llevó a la tumba lo que sabía). La cuestión es que Liliana López Foresi es ésa mujer y hoy, así como está, así como suena su voz, así como se la ve y se la escucha por el 26 a la tarde, es el ejemplo vivo de un periodismo roto, masacrado mentalmente, resentido y desplazado a pesar del empuje y las (por llamarlas así) auténticas intenciones por tener algún tipo de acercamiento a lo que con abuso se llama verdad.

Lo desaparecido

Lo que más se extraña en la televisión argentina es el humor. Ya no hay programas de humor, y menos de humor político donde, créase o no, había gente dispuesta a hacer reír sin el compromiso de pertenecer a ésta o aquella empresa, sino más bien con la visión propia del que lo hacía en relación a su ideología. Cuál era la ideología de esta gente que hacía humor con el sector político viene y no viene al caso, era ficción después de todo y se gestaba desde la actuación. Tal y como parece sucedía en los años 70 del siglo pasado en el país, como en todos lados, hay y había gente que le importaba y hay y había gente que no le importaba lo que sucediendo estaba, y se habituaba a determinados sucederes sin preocuparse tanto. Hubo un mundial de fútbol en el corazón de la masacre (la AFA era de Julio Grondona ya), pero era habitual escuchar frases tales como “a nosotros nunca nada” o “en algo andaba” o “algo habrá hecho”. En democracia, ahora, hoy por hoy, hay que sumarle una generación más. Es la generación que está promediando la treintena la que está haciéndose visible como se dice en el panorama nacional. Es la generación que nació en los años en los que sus padres, aún, la mayoría, no llegaba a 30 años, y en algunos casos mucho menos. Mucha de esa gente está muerta, asesinada mediante la tortura física en su gran mayoría, a la que también, si estaba la oportunidad, las mujeres embarazadas parían secuestradas y sus hijos eran entregados a otras familias. Muchas personas ya fueron anoticiadas de esto y, de golpe, la historia oficial de sus vidas cambiaba evidenciando lo peor: La forma en que fue adoptado no sólo fue ilegal, sino atroz. Aún se siguen buscando hijos que están dentro de la generación que está vislumbrando que es la que sigue. El gobierno fue pionero en mirar a estos hijos y se puso a la cabeza de la reparación histórica de un momento no vivido por los hijos, que de chiquitos escucharon, repitieron, hicieron lo que quisieron con lo que sus padres hicieron, o habían hecho. Esta generación, centrada específicamente en una adolescencia menemista que después, y de golpe, salió como de un estado hipnótico, y hoy se esfuerza y hasta se autoconvence por creer, por tener fe que, de una vez por todas, que otra nación vendrá. Tal vez por eso es tan difícil el humor en televisión.

Tato Bores supo reacondicionar la sátira para volver al análisis de la coyuntura

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