Espectáculos

Diva en picada

Susana Giménez, un dinosaurio vivo

La actriz y conductora lo hizo otra vez: desnudó su verdadero pensamiento, el de una señora grande que está feliz y cómoda en la derecha, sin un atisbo de conciencia social, y por eso manda a los pobres al campo a criar gallinas


Diva argentina de cartón pintado con poco talento, un talento de cabotaje con pretensiones hollywoodenses que mira para abajo con desprecio y después levanta la cabeza para sonreír frente a los flashes e iluminar con su blanca y costosa dentadura.

Susana Giménez, de ella se trata, lo hizo otra vez: nuevamente desnudó su verdadero pensamiento, el de una señora grande que está feliz y cómoda en la derecha, sin un atisbo de conciencia social, que se enriqueció en el menemismo con el falso uno a uno y que amenazó con irse del país más de una vez si volvía el kirchnerismo. Algo que no hizo ni hará porque el kiosco que funciona lo tiene acá.

“Nosotros fuimos el granero del mundo. No sé… hay que enseñarle por ejemplo a la gente del norte a plantar, a tener gallinas en el gallinero, qué se yo… cosas así, ¡de verdad!”, esputó sin inmutarse a la salida de un glamoroso evento en las playas esteñas donde vive en una de sus casas en esta época del año, y a pocas horas de que su nieta, en un confuso episodio callejero y con su auto obstruyendo la salida de un garaje, le gritara “negros de mierda” a los dueños de casa y les dijera sin inmutarse: “¿Sabés quién soy yo? Yo soy la nieta de Susana Giménez”, porque parece que esa mirada aviesa hacia los demás y de marcada pobreza intelectual es hereditaria.

Una larga lista de dichos y hechos desafortunados y repudiables marcan los años de Giménez en la televisión, el medio donde se hizo más visible, un espacio en el que irrumpió en 1987 con un programa de entretenimientos inédito para la tevé local, con premios millonarios e invitados importantes y no tanto que siguió a su carrera teatral y cinematográfica, y que tuvo su pico más alto en los años 90, donde, como otros de sus colegas, literalmente amasó una fortuna y terminó de poner en jaque su debilitada conciencia de clase.

Fue también allí, en los 90, donde se alejó definitivamente de aquella muchacha del “shock” de la propaganda de jabón Cadum del 69 que había estudiado magisterio y que soñaba con ganarse un lugar en el medio, con algo de carisma y mucha más suerte que talento. También por aquellos años pensó que vestirse de Versace la convertiría en una señora de la alta sociedad porteña, y hasta se casó con Huberto Roviralta, o quizás con su supuesto y añejo pasado patricio, que años después, en medio de un escandaloso divorcio, se quedaría con varios de sus millones de dólares y el tabique roto por un cenicerazo.

Susana, que se volvió a enojar, lo hizo esta vez con el impuesto del 30 por ciento a la compra de divisas y bienes en dólares algo que consideró “un espanto”, “una injusticia”, tuvo por muchos años en la Argentina una protección mediática que hoy está agrietada. Muchos de sus aliados de otros tiempos criticaron sus dichos (una vez más) desafortunados, y fue carne de cañón en las redes sociales donde la gente suele expresarse con crueldad cada vez que la diva abre la boca.

Seguramente tenga que ver con que aquella frescura e incorrección política de otros tiempos, que marcaron sus entrevistas con preguntas escritas y carpeta en mano, y más allá de su pretensión de eterna adolescencia, dista mucho de la Susana del presente que pone cada vez más distancia, incluso, de ese sector de público que la colocó en lo más alto del show business argentino.

“Susana es Susana”, siguen diciendo algunos tratando de justificar sus dichos rancios, reaccionarios, frente al cambio de época que en términos políticos vive el país, pero eso ya no alcanza. Y es así como llega un día en que las figuras intocables se vuelven mundanas, vulnerables e incluso muchos logran ver su vulgaridad.

Favorecida con millones por la quita que del impuesto a la riqueza promovió el gobierno macrista, esta Susana que manda a los pobres a trabajar, haciendo uso de viejos estigmas como “no laburan porque no quieren”, “yo todo lo que tengo me lo gané trabajando” o “no quiero mantener vagos con mis impuestos” sin siquiera tener presente el concepto de Estado es, de todos modos, la misma que negoció siempre, incluso con el cura pedófilo Julio César Grassi. Y también es la misma que pidió la pena de muerte con su frase de pretendida inteligencia “el que mata tiene que morir”, y la misma que algunos años antes escondió un auto importado y de alta gama en un galpón comprado con descuentos para discapacitados.

La blonda protagonista del meme eterno de los dinosaurios vivos es hoy víctima de un proceso que ella misma gestó y que hizo que su masividad ponga distancia de su pretendida popularidad.

Ofuscada porque en la Argentina se habla mucho de los pobres, pide a gritos que dejen de hablar de la pobreza para hablar de otras cosas sin hacerse cargo de su complicidad, junto con otras figuras del establishment mediático, de lo que fueron los atroces últimos cuatro años de gobierno neoliberal en la Argentina y como si eso nada tuviese que ver con la situación actual.

Hoy, su máscara de conductora canchera y sin edad que a los saltos espera por algunos años más seguir facturando en esa misma televisión y frente a esa misma audiencia a la que, en gran medida, manda a criar gallinas a un campo que nunca les perteneció ni les pertenecerá, se está desmoronando.

Lo que se ve es lo que hay: la cara de una señora que envejeció mal pero no por cuestiones estéticas sino porque no evolucionó. Susana, la eterna chica de tapa adicta al photoshop, ni siquiera entendió qué es el cambio de época, feminismos y empoderamientos mediante, y hoy transita por un medio que sí intenta correrse de algunos lugares y que sí entendió que se terminó el tiempo en el que a ella se le perdonaba todo.

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