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Somos un montón de gente que se quedó sola: no hay vacuna rusa ni de Oxford para el desconsuelo


Por Roque Giordano / Especial para El Ciudadano

La muerte de un sueño. Hay dolor. Hay tristeza. Y un poco de bronca. En todos, en cada uno de nosotros. Al menos en los que tenemos un corazón no sólo como músculo sino como generador de sentimientos. No sabemos muy bien por qué. No caemos, no nos damos cuenta. No medimos la magnitud. En un tiempo donde todo es medir y calcular, hoy no podemos. Se cierra el pecho. Si uno pudiese olvidarse de respirar lo haría, porque no hay ganas de nada. Y no sabemos muy bien por qué. La muerte de Diego, sí, claro. La sentimos pero todavía no la comprendemos. Corren las horas y la tristeza crece, las lágrimas llegan para no irse nunca jamás. Aquello que no comprendíamos está más cerca de ser descifrado, aunque no queramos. Aunque nunca terminemos de entender.

Hay dolor. Hay tristeza. Y un poco de bronca.

Yo no tengo ninguna duda que hoy los injustos duermen por primera vez tranquilos. Cuando Diego estaba, los injustos dormían con temor. Porque Diego era el protector, era el que se ponía del lado de los más débiles. Era el que estaba dispuesto a pelearse con cualquiera si veía una injusticia.

Ningún gobernante podía pensar en por ejemplo abolir la educación pública y gratuita mientras Diego viviese. No lo iba a permitir. Si su sola reprobación discursiva no alcanzara, Diego contaba con el poder de convocatoria y representatividad para reunir al pueblo argentino bajo su manto, encabezar cualquier manifestación y llevar a Ezeiza a patadas a cualquiera que osara perjudicar a los argentinos.

Por eso el dolor.

Por todas las tapas de todos los diarios de todos los países del mundo, por el presidente francés Macron en un sentido pésame, por la valoración de lula a un diego político, por The Guardian, que pone en lugar secundario la crisis mas importante de Inglaterra en los últimos 300 años para darle el título principal a la muerte de Diego, por el ad10s de los deportistas y el respeto de absolutamente todos, por los españoles compartiendo el dolor y destacando a Diego como persona, por los italianos siendo mas maradonianos que cualquiera y llevando fuera de los límites del entendimiento la pasión que se confunde ya con la irracionalidad y la locura. Por los chicos que no vieron jugar a Diego pero sienten propio el dolor de sus papás y sus abuelos. Todos endiosando a quien fuera un dios.

Por eso la tristeza.

No busquen a Maradona en el rostro sonriente de una foto, en un documental, en los escándalos, en los excesos, en un partido viejo, en una Copa del Mundo. Busquen en el corazón del pueblo, de la gente, de los humildes, de los necesitados. En ese vacío, en la parte del alma que hoy les falta, ahí está Diego Armando Maradona.

Diego era mucho más que un dios. Era un sueño. Nuestro sueño.                                                                                Hay muchos que no creen en un dios, que son ateos, pero todos tenemos un sueño. Y el nuestro terminó.

Cuando hay que referenciar algo más que hermoso suele decirse, parafraseando a William Shakespeare: “Es el sueño de una noche de verano”. Diego no era el sueño de una noche de verano, era el sueño de una vida de verano. Y se nos fue.

El sueño argentino es ser el Diego. Ser el Diego de la gente. El sueño del pibe inocente que quería jugar al fútbol para su país y darle lo mejor a sus padres y lo consigue. Y vaya si lo consiguió.

El sueño hecho realidad del pibe que ayer pasaba hambre en Fiorito y después tuvo la primera Ferrari negra. Porque la pintaron para él. Porque cuando estás en la cima del mundo, el mundo gira como vos querés.

El sueño de todos que se esfuma. Como despertar y ver que todo lo lindo que fue no era más que un producto de nuestra imaginación. El sueño de los que no tienen nada, el de los postergados, el de los que quieren algo mejor para su familia, el de los que no tuvieron la suerte de nacer en un lugar bonito o en una familia con dinero, el de los que no tienen oportunidades, el de los que no tienen voz, el de los negritos que veíamos a Diego triunfar y pensábamos: “Entonces yo también puedo”. Ese sueño se esfumó, ¿entendés?

Por eso la bronca.

El sueño de los que veían en Diego la posibilidad del triunfo, de ser alguien, de ser mejores. Porque él, más que un humano era un humanista, era la prueba irrefutable en carne y hueso de que todos pueden. De que los pobres también pueden.

Era la demostración indiscutible de que no siempre ganan los malos. O los ricos. El sueño hecho realidad de que los buenos y los pobres también ganan.

Se murió la inocencia. Se nos murió. No la suya, esa se la arrebatamos hace mucho. La inocencia de un país que delante de Diego volvía a tener 10 u 11 años. Un país que frente a Diego volvía a ser inocente como un niño. Un país que dejó morir su inocencia.

Por eso la tristeza, por eso el dolor, por eso la bronca.

Vamos a extrañar al Maradona enganche y sus maravillosos goles y proezas, pero vamos a extrañar mucho más al Maradona defensor.

Maradona defensor de pobres y ausentes. De los pobres jubilados y los ausentes nietos de las Abuelas de Plaza de Mayo.

Maradona de los compungidos, de los oprimidos, de los presos, de los jugadores de fútbol que nunca llegaron, de los perdedores, de los que llevan una vida tan miserable que Diego les dio la única sonrisa.

Maradona de los desconsolados como todos nosotros. No hay vacuna rusa ni de oxford para el desconsuelo. Ni remedio. No tiene cura y nunca la tendrá. Tendremos que aprender a vivir así, desangelados. Porque el ángel que nos cuidaba se fue. Somos un montón de gente que se quedó sola.

Por eso las lágrimas.

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