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Silvio Pellico, el pueblo que se junta para recibir el año



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Por Rubén Adalberto Pron.- El casi medio millar de habitantes de esa localidad cordobesa protagoniza un encuentro que ya es tradición.

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Silvio Pellico (con pronunciación esdrújula, aunque no lleve tilde) es un pueblo amable del Oriente agrícola de la provincia de Córdoba. Con menos de quinientos habitantes incluyendo el área rural, la planta urbana es un damero de cinco cuadras de sur a norte por cinco de este a oeste. Prolijo, limpio, ordenado, su nombre –que recuerda al poeta y escritor piemontés, carbonario por más datos y figura en la lucha por la liberación del norte de Italia de la dominación austríaca–, cuando es citado, suscita de inmediato la pregunta: «¿Dónde?».

Es que sin haber nacido a la vera del ferrocarril o ser bendecido después por este medio de transporte y civilización que permitió poblar antaño las planicies interiores del país, Silvio Pellico transcurre su calma existencia provinciana a quince kilómetros de un camino pavimentado. No le queda de paso a nadie que recorra las rutas argentinas y apenas si lo visitan los proveedores de mercaderías y quienes allí tienen parientes. Tiene suerte en este aspecto, porque eso le permite mantenerse a salvo de muchos males de estos tiempos. Pero por lo demás vive el presente como cualquier otro lugar del mundo con acceso a internet y televisión.

Sin embargo atesora costumbres que en otros lados se han perdido, arrolladas por el vértigo de la sociedad de consumo, la ruptura de los lazos sociales, el ensimismamiento de los individuos y la violencia creciente en las relaciones interpersonales.

En Silvio Pellico la gente se saluda al cruzarse en calles perfectamente abovedadas y mejoradas con arena compactada para que se puedan transitar en días de lluvia, que por ahí tampoco son muy frecuentes. Un cura va regularmente a oficiar misa y hasta hace poco ni siquiera había un médico permanente en el pueblo. Una cooperativa provee a casi todas las necesidades del lugar, desde las alimentarias hasta la TV por cable y el acceso a la web, y facilita la salida de la riqueza que allí se produce: granos y leche, fundamentalmente, al país y al mundo. Una camioneta de la policía patrulla varias veces por día las calles del pequeño centro urbano, más para matar el aburrimiento que debe campear en la comisaría que para garantizar la seguridad de los vecinos. Así y todo parece algo útil y casi se diría tranquilizador.

Y entre las costumbres que perviven en la población una resalta por su originalidad, forjada hace más de medio siglo y con perspectivas de seguir vigente pese a que los más jóvenes, destinados a sostenerla en el futuro, parecen ser requeridos por otras urgencias, otras pulsiones más ligadas a la novedad que a las tradiciones.

La cita inexcusable

Los 31 de diciembre a la tardecita, cuando declina el sol y afloja el calor, los vecinos que cortan el césped en los jardines de sus casas y barren las aceras se preguntan de vereda a vereda: «Esta noche vas, ¿no?». Y la respuesta, casi invariable, es: «Por supuesto».

A veces tienen que repetirse la pregunta y la respuesta porque algún adolescente pasa atronando el aire con el ruido de su moto enduro o una camioneta 4×4, pero, más allá del gesto de fastidio que genera, el incidente puede ser una buena excusa para prolongar el intercambio: «¿Y van ustedes solos o con los chicos?», se insiste. «Sí, ellos dejan de trabajar en Villa María (una de las frustradas capitales del país, a sólo 40 kilómetros de allí) y se vienen. ¿Cómo no van a estar?». «No, preguntaba nomás. Pensé que tal vez iban a otro lado». «La Cintia la iba a pasar con los suegros, pero a última hora ellos decidieron irse a las sierras. ¡Está haciendo tanto calor estos días!».

El acontecimiento del que hablan es la cena de Nochevieja, que se realiza en el Deportivo y Biblioteca Silvio Pellico, el club del pueblo, y a la que acuden todas –o casi todas– las familias del lugar.

La costumbre se inició hace más de cinco décadas y ya son pocos los que recuerdan cuándo. Pero se mantiene y se renueva cada diciembre para esperar todos juntos las campanadas de la medianoche y brindar en comunidad por la llegada del Año Nuevo.

Las mujeres de cada casa se pasaron la tarde preparando los platos, las ensaladas y los postres y las tortas que llevarán a la cena. Si se incluyen carnes asadas también los hombres participan de los preparativos. Y cuando ya perforan el firmamento las deslumbrantes estrellas del cielo cordobés las familias se van arrimando al club con sus canastos con comida y sus conservadoras con las bebidas frías.

Pagan una módica entrada para los gastos de organización y en el amplio playón al descubierto, trasponiendo el arco de ingreso, se ubican en las largas mesas dispuestas en torno a un generoso espacio libre embaldosado en el que los pibes corren de un lado a otro bajo un dosel de globos y guirnaldas.

Música y buenos deseos

No pasa mucho tiempo hasta que en un escenario que completa el entorno, en penumbras hasta entonces, una banda arranca con la música de pasodobles y otros ritmos ligeros y un matrimonio maduro abandona por un rato la manducación y hace punta en la pista dando inicio a la bailanta. Los temas se suceden y otras parejas, pocas todavía, también responden al convite. Los danzarines, cada dupla con su estilo, se acercan y cruzan saludos y comentarios sin perder el compás hasta que la orquesta anuncia una pausa, un rato antes de la medianoche, prometiendo volver para el Año Nuevo.

Entonces, cuando ya todos han vuelto a las mesas y a los platos, pocos minutos antes de la medianoche, sube al escenario un locutor entusiasta que desgrana, sin vacilaciones, un estudiado mensaje de despedida del año viejo y bienvenida al que se aproxima. El hombre fue presidente del club hasta noviembre pero sigue cumpliendo su papel de animador con la convicción de que ésa es su misión en el mundo.

«Todos los años lo hago. No estudié ni nada, pero me gusta la locución», explica después Eder De Michelis, de día aplicador agrícola (maneja fumigadores) y padre de cuatro hijos y esta noche animador por vocación.

Su invocación dura «de siete a ocho minutos», describe con la precisión de quién la tiene bien ensayada, y en su transcurso destaca los sólidos valores de la familia y de la comunidad y pide por «más seguridad, más trabajo y que no falte el agua». Finalmente, con un «tempo» más que estudiado, invita a alzar las copas del brindis e inicia el conteo regresivo que finaliza justo al dar las doce y queda rubricado con un show de fuegos de artificio que despunta por sobre los techos bajos de la manzana de enfrente, lanzados desde el patio del hospital, en la otra cuadra.

En el Club Deportivo y Biblioteca Silvio Pellico, en el festejo compartido, los vecinos se abrazan y se saludan, se intercambian buenos augurios, brindan y siguen brindando hasta que la orquesta vuelve a arrancar con sus alegres sones tropicales.

La pista se llena entonces. Los veteranos se entremezclan con los más chicos en los dos extremos de la concurrencia. Los jóvenes, cumplidas sus obligaciones familiares, enfilan presurosos hacia la calle y hacia los autos para ir a la ciudad a seguir con su propio festejo.

Los que tienen que madrugar –hay mucho tambo en la zona– también recogen los platos sucios, los vuelven a los canastos y se despiden con las atendibles disculpas del caso. Los que no, siguen la jarana hasta que en el cercano horizonte empieza a insinuarse la primera claridad del año nuevo.

Se ha cumplido el rito. En Silvio Pellico (con pronunciación esdrújula), envueltos en una sinfonía de gallos cercanos y mugidos distantes, los vecinos vuelven a sus casas, a su rutina tranquila, al descanso que precede a las labores cotidianas. A una vida que en otros lugares se extraña y, un poco, se envidia.

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