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“Si bien mente no es cerebro, sin cerebro no hay mente”

El psiquiatra y psicoterapeuta Lucas Raspall lleva escritos seis libros sobre la mente, sin saber qué es. Ya presentó el séptimo.


Después de seis libros escritos sobre la mente y no poder definirla, en este último libro –“Un juguete llamado mente”, editado por UNR Editora y recientemente presentado– su autor, Lucas Raspall, propone tomar contacto con ella y jugar para poder vivir mejor.

No se trata de un libro de autoayuda. Es el producto de la madurez intelectual de este psiquiatra, psicoterapeuta y docente universitario que ideó un libro para facilitarle la lectura a quienes va dirigido.

Pasa que algunas palabras son demasiado escurridizas, pese a que están en el habla cotidiana. Pasa con palabras como conciencia, voluntad, felicidad, mente…

“La mente incluye un conglomerado de funciones. No es una cosa en sí. Es una abstracción”, comienza diciendo Raspall, mientras se apresta a responder a El Ciudadano.

—¿Se aloja en algún lugar?

—No, tampoco. Lo que sí sabemos que lo que se aloja en algún lugar es el cerebro, que es lo que más se le puede parecer, en un tono físico, a la mente.

—¿Parecidos?

—Sí, lo que no es lo mismo. La mente está en todo el cuerpo y también proyectada por fuera del cuerpo. Mientras que el cerebro es un órgano de aproximadamente un kilo y medio que está alojado en el cráneo y cercado por él.

—¿La función de la mente involucra al cerebro solamente, a todo el sistema nervioso central o a todo el cuerpo?

—El sistema nervioso central excede al cerebro, es mucho más que solamente el cerebro. Para hablar de mente y hablar de ella funcionando de manera adecuada necesita de la  indemnidad del cerebro. El que tiene que estar funcionando perfectamente. Si bien mente no es cerebro, sin cerebro no hay mente

—¿Y la conciencia?

—Es más escurridiza todavía. La conciencia es un “lío”, ya que sería la síntesis de muchas funciones mentales que permiten, por ejemplo, que nosotros, en este momento de nuestra charla, sintamos que recibamos una sumatoria de estímulos que van surgiendo del encuentro, y los transformamos en una conciencia de este momento que estamos transitando. Pero se imbrica en otra conciencia que nos trasciende que es una conciencia universal, la que nos une a la humanidad. Esto es metafísico y va más allá de la ciencia; no hay modo de demostrar su existencia.

—¿Nacemos con conciencia?

—Siguiendo con la línea que venimos exponiendo, vemos que por un lado la conciencia se va desarrollando; pero sí nacemos con conciencia y nacemos dentro de otra conciencia, la conciencia colectiva. Y vamos desarrollando nuestra conciencia personal que después debería, y esto es más una expresión de deseos que una realidad, fusionarse, sin fisuras, con el resto de las conciencias, para que sigamos alimentando esta conciencia universal.

—¿Existe una o hay varias conciencias?

—Si lo pensamos en términos evolutivos, sí, hay una primera conciencia que es una conciencia central: los animales más elementales tienen una conciencia central, conciencia del aquí y el ahora. Y van resolviendo sus conflictos en cada momento: alimentarse, ponerse a salvo de un depredador mayor, aparearse, etcétera. Nosotros, los seres humanos, vamos en el transcurso de la evolución ampliando la conciencia, llegando a los que llamamos conciencia autobiográfica y que es exclusiva del ser humano porque precisa del lenguaje. Es la que nos permite narrar nuestra propia historia y reconocernos en ese relato.

—¿Y las emociones, qué papel juegan?

—Las emociones entran en esa primera conciencia central y son fundamentales para el ser humano y para el animal. Tenemos un cerebro que se fue desarrollando a través de la evolución y está muy bien sintetizado por McLean; en el que se puede ver que el cerebro emocional, el límbico, el más antiguo y primitivo, está siempre presente en nosotros y muchas veces rompe nuestros frenos. Pese a completar las etapas evolutivas en lo que al desarrollo cerebral se refiere, aun después de que nuestros antepasados lograron desarrollar el lóbulo frontal del cerebro –por el cual podemos hacer abstracciones, razonar, planificar, etcétera–, lo emocional está presente y nos pone a prueba más de una vez porque somos precisamente seres con emociones. Y por suerte ellas operan dentro de nosotros, porque han ayudado al ser humano a sobrevivir.

—¿Es todo un aprendizaje la tarea de “gobernar” nuestras emociones?

—Tenemos que aprender a escuchar a nuestras emociones. Taparlas ha ocasionado la aparición de innumerables enfermedades psicosomáticas. Hay que aprender a regularlas en lugar de acallarlas o ahogarlas.

—¿También usted incluye (como no podía ser de otra manera) al tiempo?

—Hay un tiempo que todos conocemos, que en general lo llevamos en nuestros relojes: es el tiempo cronológico. Tiempo que para todos corre igual. Pero a nosotros nos intercepta el tiempo psicológico, un tiempo que es vivido por nosotros como algo propio. De hecho, nuestras cabezas sirven para viajar al pasado y al futuro, para prevenir lo que puede pasarnos y proyectar nuestros sueños. Estamos de un lado al otro y nunca estamos en el tiempo presente, siendo que el presente es el único tiempo que tenemos. Tiempo que nos permite conectarnos. Pero por fuera de ese instante, que puede ser un segundo en el día, nuestra cabeza viaja todo el tiempo.

—¿Viajar hacia un lado y hacia el otro puede dar dolor y ocasionar sufrimiento?

—Eso produce dolor y sufrimiento. Acá vemos en acción una de las funciones que tiene la mente. La mente no nació para que nosotros seamos felices; mente y cerebro nos fueron dotando de capacidad para hacer simulacros, ensayos representados en nuestras cabezas que nos permitan sobrevivir, adaptándonos. Para hacerlo, debemos prever situaciones dramáticas; la mente está todo el día barruntando sobre aquello que puede ser una amenaza, para que hagamos prevención y poder generar recursos apropiados para enfrentar al futuro. Y, a veces, lo hace viajando atrás en el tiempo, aprendiendo de nuestras propias experiencias. Y nos revuelca en el barro con el afán de anticipar algo que tal vez nunca pase.

—¿Y ahí es cuando el dolor se transforma en sufrimiento?

—Ahí es cuando el dolor se transforma en sufrimiento. El dolor está siempre junto a nosotros. Nacemos con dolor, pero perpetuar el dolor en la mente, es decir, traerlo a cada rato, recordar detalles de aquello que nos hizo mal, anticipar cosas que podrían hacernos mal, desemboca en un sufrimiento que es innecesario. El dolor, en cambio, es absolutamente necesario y tiene sentido. Me quemo la mano, la retiro automáticamente al sentir el dolor que produce la quemazón.

—¿Las heridas de dolor causadas por una pérdida, se pueden cerrar?

—Sí, claro. Vemos a padres caminar por la vida llevando el recuerdo de su hijo muerto. Sí. Lo vemos todos los días, esas heridas se pueden cerrar. La única vía es la aceptación, es dejar de interrogarse con los por qué del hecho que causó la pérdida. Hay que cerrar las preguntas que no nos podemos responder: por qué yo; por qué pasó, etcétera.

—¿Hacer el duelo?

—Sí. Hacer el duelo con el dolor a cuestas. Sabiendo que hay duelos que no dejan de doler nunca. Hay dolores que se van a tener toda la vida pero no tendríamos que transformarlo en sufrimiento; sin enredarse, sin enojarse; aceptar es lo contrario a esto; aceptar es entender. Transformar el dolor en un motor que motiva a hacer cosas para que incluso les sirva a otros

—¿Hay que mirar más a Oriente?

—Sí; hay prácticas milenarias como la meditación que hoy tienen vigencia y muchos adeptos. Y se la practica desde hace más de 2.000 años.

—¿Practica?

—Sí.

—¿Es difícil?

—Sí, pero no imposible. Exige constancia, disciplina, dedicación, tiempo, voluntad y amor. En el momento que uno engancha es porque se venció una traba, un muro al que hay que derribar.

—¿Poner la mente en blanco?

—Sí. Pero el fracaso se da porque esa expectativa nunca se va a cumplir: poner la mente en blanco es imposible. Pero hay que tener en cuenta que esa que está intentando trabajar es mi mente, es mía y está trabajando. Y, además, debemos salirnos de la mente para poder observarnos. Somos nosotros los testigos de nuestra mente para lo cual, primero, hay que entender que no somos nuestra mente.

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