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Rosario: un faro cultural de corto alcance

El viejo sueño de la capital de la Cultura (alguna vez hasta arriesgaron “la Barcelona argentina”), más allá del vergel de artistas que sin duda es Rosario (sobran nombres y apellidos), el caudal poético y creativo que como el agua dulce del Paraná fluye por todos lados, en la gran mayoría de los casos se extingue a los pocos metros de ese mismo destello que lo alumbra.

Geográficamente debajo de un puente imaginario que une Buenos Aires con Córdoba, porque para lejos estamos cerca y para cerca demasiado lejos, ya no llegan los grandes shows internacionales que agitaban multitudes, apenas las giras de figuras nacionales consagradas que son número puesto para productores locales que –salvo alguna excepción– en la ciudad no producen nada (¿eso es producir?).

Toda o casi toda la producción musical, teatral y audiovisual en Rosario es independiente, con dinero propio y los magros aportes que suelen ofrecer cada tanto los distintos niveles del Estado, que por lo general se cobran mal y tarde (la cultura no es prioridad), y ese dinero no está a la altura de los objetivos fijados.

El lugar común entre porteños sobre la mentada fábrica de talentos bautizada “Son de acá”, en todo caso debería decir que “Eran de acá”, porque Rosario impone un techo para sus artistas y se tienen que ir. Rosario es una ciudad que por diversos motivos no los acompaña, no sostiene deseos e inquietudes para que se queden y produzcan desde su lugar de origen, más allá de unos pocos intentos en su mayoría fallidos que a modo de concursos, vidrieras o “mercados” buscan ese acto de corrección política que apunta a sostener el mito. Ya se sabe: apoyar un poco a todos es casi lo mismo que no apoyar a ninguno.

En el mismo sentido, la falacia del “público exigente” inventada hace décadas apenas si es una mueca, una leyenda urbana que se aleja de la realidad de un público que espera que sus artistas, muchos de esos mismos que viven a la vuelta de su casa, sean legitimados por el público y los medios porteños, en particular por la televisión, con ese afán de pueblo chico que reniega de los que profesan en su tierra, y cuando dicen que son artistas les preguntan: “¿Y de qué trabajás?”.

Después, algunos de esos mismos, vienen, llenan teatros y son hijos pródigos de una ciudad enorme pero con pensamiento chico que, entre más, por la especulación inmobiliaria quiere quebrantar el último deseo del enorme Oscar Niemeyer y llevar el Puerto de la Música a otro lado, la misma que dejó trunca la ampliación del Museo Castagnino luego de un concurso internacional, la misma que ni se inmuta cuando un bar cultural, de los que casi ya no quedan y que marcaron el pulso en los años 90, cierra sus puertas mientras discuten mil veces la nocturnidad. Es la misma ciudad que hace años ve cómo el Monumento a la Bandera sigue rodeado de andamios cuando intentan vender a Rosario como polo del turismo de cercanía.

Pero nada de todo eso es ajeno a un escenario demoledor que vive hoy el país, donde la derrota cultural es la peor de todas las derrotas, y donde, más allá de los intentos, apenas quedan en Rosario los despojos de un pasado de una cultura emergente que con su lógica de “falta de presupuesto que agudiza el ingenio” sigue generando cosas maravillosas, en su gran mayoría poco difundidas, pero maravillosas al fin.

Hace muchos años, una destacada artista rosarina me dijo: “Si no te vas a Buenos Aires, en algún momento, esta ciudad te manda, te empuja”. Hoy creo que tenía razón.