Policiales

Crónica policial en la historia

Robo de cuadros: de Goya a Murillo, los represores que cambiaron de rubro por amor al arte

En los ´80, cuando la dictadura ya había dejado su lugar a la democracia, un grupo de represores y "servicios" pasó de ser "mano de obra desocupada" a ocuparse robando valiosas obras de arte en dos museos rosarinos. Pinturas valuada en millones de dólares y décadas después apenas tres se recuperaron


Por Ricardo Ragendorfer / Télam

Se dice, en un sentido simbólico, que toda obra de arte al ser concebida deja de pertenecerle a su autor para adquirir vida propia. De ser así, la existencia de “La asunción de Santa Catalina”, la tela alumbrada a fines del siglo XVII por el pincel del español Bartolomé Murillo, registra un involuntario paseo de 35 años a través de otra obra de arte, si se considera a la “novela negra” como tal.

La noticia no tuvo en la Argentina su merecida repercusión, a pesar de haber sucedido en su territorio el inicio de esta trama.

Pero comencemos por el final.

Pues bien, durante el mediodía del 31 de octubre de 2018, al cabo de un discreto seguimiento, la policía uruguaya interceptó un auto y una camioneta utilitaria que circulaban hacia el Este por la ruta interbalnearia, a la altura de Costa de Oro, en el departamento de Canelones. Así fueron arrestados cinco narcos locales, a quienes se les secuestró una nimia cantidad de droga, algunas armas y nada menos que aquel cuadro. Esto último no fue una sorpresa.

Lo cierto es que los uniformados orientales actuaron con el apoyo de la División de Protección del Patrimonio Cultural de Interpol-Argentina, cuyos agentes –debido a una pesquisa dirigida por el comisario Marcelo El Haibe– suponían que dicho lienzo estaba en Uruguay.

En este punto es necesario retroceder en el tiempo.

Aquel óleo –valuado en 2 millones de dólares– fue robado, con otras cuatro telas renacentistas, del Museo Municipal de Arte Decorativo Firma y Odilio Estévez, de Rosario, el 2 de noviembre de 1983.

Casi tres años y medio después, durante la madrugada del 25 de marzo de 1987, hubo un robo similar en el Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino, también de Rosario. El botín fue un cuadro de Tiziano, uno de Magnasco, uno de Veronese, uno de El Greco y tres de Goya (entre estas, el oleo “Palomas y Pollos”).

Ambos asaltos tuvieron un denominador común: el accionar delictivo de una patota residual del Batallón 601 del Ejército, integrada por auténticas estrellas del terrorismo de Estado. Esta trama fue bautizada con el nombre de “Conexión Rosaura”.

35 años de su inicio, el asunto continuaba dando sorpresas.

Pero vayamos por partes.

Bombero en llamas

En febrero de 1989, dos tipos con acento porteño fijaron por teléfono una cita en el hotel Westin Park, de Miami. Uno acababa de llegar desde Buenos Aires con la “mercadería”. El otro, satisfecho por ello, tras concluir la comunicación volvió a levantar el auricular, esta vez para hablar en inglés con alguien al que llamaba “Dick”.

Al día siguiente acudió a ese encuentro. Y con anticipación. De modo que, cada tanto, mientras fingía leer un diario en el lobby, sus ojos se clavaban en el Rolex Presidente que nueve años antes le había obsequiado su amigo, el general Guillermo Suárez Mason.

En ese mismo momento, una pareja de mediana edad descendía de un BMW en el estacionamiento del hotel. La mujer sostenía un cilindro plástico como los que usan los arquitectos para los planos. Y subió directamente a una suite del primer piso, mientras su acompañante enfilaba hacia el lobby. El sujeto del Rolex forzó una sonrisa al verlo llegar y preguntó por el “bagayo”. Su interlocutor, a su vez, se interesó por el dinero (medio millón de dólares en un cheque contante y sonante).

Todo parecía estar en orden. Y fueron hacia el ascensor. Luego entraron a esa espaciosa suite iluminada con luz difusa. Sobre la cama había una tela: la famosa “Palomas y pollos”.

Su entregador, el ex comisario Juan Carlos Longo (quien fuera jefe de la División Bomberos de la Policía Federal) sonrió. En cambio, la esposa, Hilda Arias de Longo, lucía impertérrita.

Pero el pobre bombero reaccionó como un becerro bajo una tormenta con granizo cuando de pronto irrumpió allí una veintena de agentes armados hasta los dientes. El que llevaba la voz cantante, gritó:

– ¡Somos del FBI, queda usted detenido!

Se trataba de Dick Keith. El otro argentino le guiñó un ojo. No era otro que el antiguo represor del Batallón 601, Leandro Sánchez Reisse (a) “Lenny”.

El represor múltiple

El tal Lenny, con Rubén Bufano y Carlos Martínez (a) “El Japonés”, supieron integrar un activo trío de esbirros durante la llamada “lucha antisubversiva”. Y también fueron prolíficos en secuestros extorsivos, pero no sólo para financiar operaciones represivas sino también en provecho propio. Los casos padecidos por los empresarios Ricardo Tomasevich, Alberto Martínez Blanco, Fernando Combal y Carlos Koldovsky son ilustrativos.

Sánchez Reisse, tras huir con sus dos compinches de la cárcel suiza de Champ-Dollon –a donde fueron a parar tras un desafortunado cobro de rescate en Berna–, se afincó en los Estados Unidos, donde hizo changas para la CIA y el FBI a cambio de impunidad.

Según relató en una autobiografía aún inédita (a la cual el autor de este artículo tuvo acceso), su primer contacto con los hacedores en la “Conexión Rosaura” fue en julio de 1988 a través de un tal “Daniel”.

“Este –según sus palabras– me ofreció una operación de cuadros ideal para mí por mis contactos en el exterior. Y yo decidí de inmediato comunicar esto al jefe de la Policía Federal, Miguel Ángel Pirker”.

Claro que al instante de efectuar tal afirmación, Pirker ya había muerto, de modo que esto último resultaba incomprobable.

Por otra parte, Daniel se apellidaba Bufano. Era el hermano de Rubén.

Todo indica que los asaltantes del Museo Estévez y del Castagnino eran los mismos. De acuerdo a los testigos de los dos hechos, uno de ellos era un tipo “con voz de asmático”. Daniel padecía asma, y se le notaba en su hablar.

En realidad, la secuencia fáctica de la intervención de Sánchez Reisse en la “aparición” del cuadro de Goya empezó a fines de 1988, al establecer un vínculo pretendidamente casual con Longo, quien –radicado en Miami con su señora– manejaba una empresa internacional de cargas aéreas. Allí, el ex espía del régimen castrense le comentó que un estudio neoyorquino de abogados lo había contratado para rescatar “una mercadería siniestrada”, antes de ofrecerle al bombero ser el “transportador” del asunto. Este, en virtud de sus excelentes contactos aduaneros, entró como un caballo.

Por último, Lenny le indicó a Longo que ya en Buenos Aires se contacte con un tipo llamado Juan Chamorro. En las llamadas telefónicas mantenidas por estos últimos (debidamente “chupadas” por el FBI) aparecía otro oscuro personaje: Carlos Condinazzo, quien habría tenido interés en comprar el Goya a los abogados neoyorquinos.

El negocio cerraba: tras alzarse con los cuadros, la banda cobraría por el recupero.

La danza de los “marchands”

Chamorro era un “reduche” con local en la calle Libertad. Longo recibió de él la codiciada tela. También había allí un hombre con hablar asmático.

Condinazzo, por su parte, era un emprendedor con residencia en Miami, volcado a tráficos de toda clase. Su enorme interés por las pinturas robadas era proverbial, aunque estas jamás hubieran podido deleitar sus ojos dado que, por algún encono, alguien le había quemado la cara con vitriolo, dejándolo ciego.

Ya con Longo tras las rejas, el FBI halló en su hogar una fotografía del “Retrato de Felipe II”, de Sánchez Coello, una de las pinturas robadas en el Museo Estévez. Quiso entonces el destino que, en Buenos Aires, los sabuesos de la Federal a cargo de la investigación, recibieran una llamada anónima. Así se determinó su paradero: la suite 401 del Hotel Plaza Francia. Allí se alojaba un presunto ciudadano uruguayo con el nombre de “Juan Muñoz”.

Este, en un brote paranoico, al bajar de un taxi advirtió la presencia de policías disfrazados de mozos. Comenzó entonces a disparar sobre ellos, antes de poner los pies en polvorosa. Jamás fue atrapado. En realidad, los baleados eran mozos verdaderos. Pero en la habitación del supuesto Muñoz la policía encontró el cuadro en cuestión.

En agosto de 1995 fue detenido Ernesto Lorenzo, quien integró la banda de Aníbal Gordon. En su poder fue hallado otro cuadro del Museo Estévez: el “Retrato de María Teresa Ruiz de Apodaca y Sesma”, también de Goya.

El bombero Longo fue extraditado a Buenos Aires y, tras un par de años en Devoto, recuperó la libertad. Su muerte se produjo en 2003.

Sánchez Reisse, ya condenado por crímenes de lesa humanidad, pasó a mejor vida en la cárcel de Marcos Paz a mediados de 2020.

Bufano y Martínez cumplen actualmente sus condenas por esos mismos delitos en dicho penal.

Pero el misterio no se extingue con ellos.

Se estima que, a lo largo de tres décadas y media, el cuadro de Murillo habría pasado por varias manos antes de terminar en poder de aquellos narcos orientales, tal vez a cambio de algunos ladrillos de cocaína.

¿Acaso su aparición fue el último fotograma de esta historia?

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