Espectáculos

Relatos de monstruos cercanos

Paula Manaker dirige a un singular trío de intérpretes en “Morir tampoco tiene sentido”, donde una vez más pone a funcionar su contundente y conocida transversalidad a la hora de pensar el cuerpo y sus múltiples lenguajes en escena.


Existir a partir de una emoción. Gestar en escena el momento ensoñado como la génesis de la búsqueda del sentido quizás perdido, acotar el tiempo y poner el cuerpo en toda su espesura, exhibir la emoción, quizás recrearla y, al final, tomar conciencia de que si el destino de todo y de todos es la muerte, morir tampoco tiene sentido, entonces es mejor bailar y festejar.
En su contundente y conocida transversalidad a la hora de pensar el cuerpo y sus múltiples lenguajes en escena, la talentosa bailarina y coreógrafa local Paula Manaker vuelve hoy con una única función de su último e imperdible trabajo, estrenado en 2014, Morir tampoco tiene sentido, que se presenta en el marco del ciclo Cuerpos Subterráneos de Plataforma Lavardén, previo a una nueva gira dentro y fuera del país y antes de otra temporada en la ciudad, en septiembre, en Espacio Bravo.
Onírico y atento a cierta provocación y riesgo que siempre son bienvenidos, Morir… se corre por momentos de los registros espectaculares habituales para adquirir el carácter de instalación viva con ciertos rasgos performativos, donde prevalecen las poéticas imágenes de los tres personajes-performers-movers, que parecen estar decididos a reconstruir su propio imaginario, quizás más asociado con lo fantástico que con cierto orden documental, pero con algunos datos aportados desde sus propias biografías, en ciernes (casi siempre), una parte o la totalidad de la materia con la que se edifica todo hecho escénico.
Un hombre que nada por fuera del agua mientras remeda un momento perturbador, una mujer cercada por el deseo (alambrada), y un pequeño hombre de manos y cabeza gigantes que teme a ese recuerdo de la infancia que lo atormenta, se apropian, cada uno a su tiempo, del espacio escénico. Son, más allá de la instancia lúdica que los sumerge en esa escena, tres personajes que a simple vista no encuentran una situación que los vincule ni los contenga, pero que, con el paso de las acciones, logran posicionar un mensaje común, aplicando la lógica del “sinsentido” que no hace más que confirmar que el sentido existe y está latente, y que el desafío está en poder descubrirlo.
Así, por espasmos, el espacio se colma de cierta fascinación por la niñez, sobre todo en la nitidez e inocencia de esos relatos donde, incluso, las dimensiones rompen con las normas establecidas y con el canon de una supuesta “normalidad”, y hasta se agotan en las palabras de un largo monólogo inicial que habilita luego a otros monólogos. Allí se establece un orden con relación al concepto de personaje, una de las particularidades más interesantes de los trabajos de Manaker, dado que se construyen y destruyen a sí mismos a instancias de ese relato que, lejos de abstraerse de todo aquello que determina el campo ficcional, lo potencia, al punto de mostrar sus herramientas en escena. Están allí para contar y revivir, para quitar del cuerpo los monstruos que forman parte de otras fantasías, seguramente algunas propias, pero el registro busca distanciarse de las normas de cierta “tradición” teatral para consolidarse morfológicamente desde otro lugar, en un devenir en el que las huellas del propio cuerpo son disparadores de ese mismo relato que recae bellamente en el surrealismo.
Del lado de las cuestiones más técnicas, la luz y un sutil universo sonoro que generan los mismos actores producen los efectos necesarios como para que los relatos “acontezcan”, incluso en el discurrir festivo (e inclusivo) que se apropia del espacio en algún momento del espectáculo, y que esta noche contará con la participación de Matilda como banda invitada. Sucede que, particularmente en este trabajo, la creadora pareció buscar la certeza en los actores puestos a narrar en un espacio absolutamente despojado y con el uso de unos pocos objetos, a diferencia de algunos de sus trabajos anteriores, donde en lo escenográfico habitaba un claro barroquismo.
Finalmente, si del lado del trío de intérpretes lo que más se rescata es la inusual entrega, el mayor logro de Manaker como creadora está siempre en su abismada relación con los espacios, los relatos y los cuerpos, con una forma de producir siempre algo nuevo (ya un logro en sí mismo), incluso desde aquello que no se conoce, generando, como pasaba con Cuco, Olga, ¡Oh! Imperfecta y hasta con el lamentablemente efímero Un Dios que se va (sobre el texto homónimo de Rafael Barrett), propuestas que, por inclasificables pero sumamente atractivas, se vuelven verdaderos hallazgos estéticos que se plantan revelando un mundo que no congenia con lo existente, o bien que propone nuevas lecturas de esos mundos ya conocidos. Y allí radica el mayor de los méritos de esta creadora que lejos de quedarse en las respuestas pareciera estar siempre llena de preguntas, “respondiendo”, y sobre todo con este montaje que juega con los “monstruos” más íntimos, a la lógica planteada por el inagotable y fascinante artista plástico irlandés Francis Bacon, que sostenía que el trabajo de un artista (es decir alguien que escapa de los bordes a los que intenta someterlo el establishment) “debe estar siempre ligado a profundizar en el misterio”.

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