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Reflexión para Viernes Santo

Por: Carlos Duclos

Han pasados muchas Semanas Santas y lo que se percibe es que la casa nunca estuvo en orden

¿Cómo llamarle? ¿Una gesta? ¿Un delirio consumado? Todo depende, al fin y al cabo, desde la posición desde la cual se mire y sobre qué actores se pose la mirada. Si ha de examinarse la acción de soldados, suboficiales y oficiales combatientes sobre cuyos cuerpos y espíritus cayó la orden de recuperar Malvinas, entonces puede hablarse de una gesta. Mas si la mirada se dirige a ese alto mando a la sazón junta militar que dirigía los destinos de la Patria, pues no fue sino un delirio, una locura consumada con propósitos inconfesables y con planes disparatados. Era entonces la dictadura militar y todo lo que sobre ella sabemos según nos cuenta la historia y conforme lo vivido por aquellos que por entonces pudimos recoger testimonios de esos días. ¿Y después?

Después vinieron los discursos del nuevo orden democrático argentino. “Con la democracia se come, se educa, se…”, hasta ese levantamiento militar de Semana Santa en que, al fin y después de mantenerse a la sociedad en vilo y preocupada por la posibilidad de un nuevo ciclo dictatorial, el presidente de entonces, Raúl Alfonsín, el mismo que durante la campaña recitaba el Préambulo de la Constitución Nacional, les dijo a los argentinos desde el legendario balcón de la Rosada: “Vayan tranquilos, la casa está en orden”.

Han pasado muchas Semanas Santas, y lo que se percibe es que jamás la casa parece haber estado en orden. Ni parece que ese éxito al que según el peronista Eduardo Duhalde estamos condenados los argentinos (¡ay las célebres frases de los políticos argentinos de uno y otro signo!) se haya alcanzado. Todo indica que, por el contrario, esta sociedad quedó sumergida en un eterno viernes de pasión. Inflación, corralitos, bajos salarios, desinversiones, ausencia de fuentes laborales, despidos, ola de delincuencia que algunos llaman “una mera sensación” (los argentinos saben que hay sensaciones que matan) y una larga cadena de infortunios que vive la sociedad nacional, se parecen bastante a las humillaciones que recibió ese Jesús apaleado, escupido y después crucificado por el imperio romano.

¿Cuándo llegará el domingo de gloria para los argentinos? ¿Cuándo al fin podrán resucitar de esta muerte de los valores, de las virtudes de su dirigencia tanto del ámbito público como del privado que les permita vivir y no permanecer o meramente existir? … Puntos en suspenso para unos interrogantes que no parecen tener respuestas hoy cuando se advierte a inescrupulosos políticos enfrentados por el poder y a dirigentes privados que siguen pensando, como si nada, que la única forma de que las cuentas cierren es asfixiando a un ser humano y su familia. Hay líderes (si es que se les puede llamar así a los mediocres y mezquinos) que no han comprendido que a la pasión de un hombre (para la cristiandad el Mesías, el hijo de Dios) le correspondió un Evangelio (Buena Nueva) que se extendió por toda la humanidad. Hay quienes no han comprendido que a una acción corresponde una reacción multiplicada.

Pero este dolor argentino que se sucede sin solución de continuidad y que se advierte en los rostros, en las miradas de los padres, de los hijos, de los abuelos, es decir en todo un contexto humano y en diversas capas sociales (porque como siempre se ha dicho, en una sociedad menoscabada no solamente sufre el pobre aunque el dolor de éste sea más profundo), merece una breve reflexión a partir de un examen un poco más religioso.

Recordemos que Jesús, antes de ser crucificado, estaba debilitado físicamente por los azotes recibidos de la guardia romana, los golpes, la corona de espinas. Su cuerpo estaba todo llagado y herido. Pero además, su mente estaba sometida a una tremenda presión, a un enorme estrés. Es bueno recordar que cuando se retira a orar antes de que sea aprehendido por los guardias suda, tiene miedo, llora y le pide a Dios que “si le es posible” pase de Él ese cáliz amargo, pero aclara: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” .

Para redondear la idea, este santo, Mesías, Enviado de Dios, o como quiera llamarle el creyente, es sometido al peor de los tormentos y a la más indignante de las muertes. Es el mismo que les advierte a sus discípulos horas antes de esa triste hora: “En el mundo tendrán que sufrir, pero tengan valor: Yo he vencido al mundo”. ¿Qué significado tiene esto? Hay tres realidades en la vida en lo que a dolor se refiere: a) Que es imposible que no se sucedan dificultades y que el dolor no haga su aparición en uno o muchos momentos de la existencia. b) Que de todas formas en esos momentos no hay que dejarse abatir y que es necesario tener valor y soportar el sufrimiento y c) que el dolor no sólo puede ser vencido, sino que debe ser vencido. Vencido para trascenderlo.

La ausencia de políticas para la dignidad del ser humano, la ausencia de actitudes virtuosas por parte de los poderosos, genera sufrimiento social y personal. Un hombre que percibe un magro salario es una familia que sufre. Un joven que no consigue trabajo son muchos espíritus acongojados. Una familia asaltada es un contexto violado, humillado, sometido que tiene temor y tristeza. Un comerciante, un pequeño empresario que después de mucho esfuerzo ve desmoronarse su estructura es sometido a la melancolía. Un jubilado desamparado, como hay tantos, es paradigma de la desolación. ¡Qué palabra esta última! Eso padecen muchos argentinos de hoy en día: soledad.

En soledad está la sociedad, en soledad están miles, cientos de miles de personas.

Han pasado muchos años desde aquel 2 de abril en que se enarboló la ilusión de la recuperación de nuestras islas, muchas Semanas Santas desde aquella célebre frase: “La casa está en orden”. La verdad es que pocas cosas se han recuperado y no parece que la casa esté en orden, ni que los corazones de tantos seres humanos latan en paz, como se lo merecen.

Sin embargo, y a pesar de los que fomentan el dolor y la soledad, y puesto que esta columna se escribe en el medio de las pascuas judías y cristianas, no hay que perder las esperanzas de alcanzar la tierra prometida, de poder resucitar a una nueva vida. No hay que desestimar en el medio del sinsabor aquello que se conoce como fe, porque como dijo Tolstoi: “No se vive sin la fe. La fe es el conocimiento del significado de la vida humana. La fe es la fuerza de la vida. Si el hombre vive es porque cree en algo”.

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