Diciembre 2001

Diciembre 2001: Crisis y tragedia

Rebelión y conmoción, hitos en la lucha de un sujeto colectivo

En diciembre de 2001, el  movilizado no era solo el trabajador sino también el desocupado, el marginado, el excluido, una configuración colectiva y clasista –producto de los requerimientos de organismos como el FMI–, que en los hechos, y con 39 víctimas fatales en su seno, tumbó al gobierno ajustador


Juan Aguzzi

En cualquier análisis de la lucha social en la Argentina, el trágico diciembre de 2001 tendrá seguramente un lugar de preeminencia, no solo por las características de confrontación popular con el poder político y represivo –escudos del establishment que ostenta el poder real–, sino por su amplio despliegue en las grandes urbes y por las vidas que costó. Los pobres y los considerados prescindibles, los excluidos y marginados, no tuvieron más opción que levantarse para hacerse notar en el medio de las disputas en la cúpula de la burguesía que blindaba poderosos y empujaba al abismo del hambre al desahuciado.

Pero no fueron los únicos, también las capas medias, con la cabeza hirviendo porque comprobaban que los guardianes de su ahorros se quedaban con ellos de la noche a la mañana, se movilizaron y participaron en lo que fue una insurrección espontánea que se extendió a lo largo de una semana. El hecho, claro, forma parte de una serie de enfrentamientos sociales en el contexto de un proceso histórico de luchas en un país sometido al dictado del poder hegemónico estadounidense y a los descalabros producidos por los representantes locales de ese poder –la oligarquía financiera–, franquiciados por su patrón para acumular riquezas al costo de cada vez más hambre y exclusión.

Modos de disputa de los sectores asalariados y los excluidos

El 19 y 20 de diciembre de 2001 marcarían un hito en esas luchas y en lo inmediato sonó como un grito desesperado en respuesta a las calamitosas medidas económicas impulsadas por el consumado neoliberal Domingo Cavallo, a la sazón ministro de economía de la Alianza gobernante. Poco antes se había establecido que todas las transacciones económicas, incluido el pago de los salarios, debían hacerse a través de cuentas bancarias, una medida repudiada por todos los sectores sociales, incluso por los ahorristas de clase media. La CGT disidente liderada por Hugo Moyano, la oficialista con Rodolfo Daer a la cabeza y la CTA que lideraba Víctor De Gennaro, pidieron la libre disponibilidad de los salarios y la restitución del sistema de asignaciones familiares.

Hubo propuestas de ir a una  huelga general alentada por la CTA, las organizaciones y movimientos sociales y Moyano organizó una marcha frente al Congreso a la que, por supuesto, no adhirió la CGT oficial. El 12 de diciembre arreciaron los cacerolazos y bocinazos, principalmente de la pequeña burguesía, incluyendo sus sectores asalariados. Todo esto precedió a la huelga general del 13, acatada casi en un 80%.

Durante ese día los desocupados –que se habían ido sumando de a cientos en los últimos meses de aquel año– cortaron rutas y calles en Buenos  Aires, Rosario, Santa Fe, Tucumán. Junto a trabajadores estatales, estos ex trabajadores apedrearon reparticiones públicas, bancos y hubo intentos de incendiar edificios públicos, sedes de empresas extranjeras y diarios de perfil oficialista. Allí surgieron los primeros enfrentamientos directos con la policía.

Estas acciones emprendidas en un momento de alta tensión social –avivada con la nafta al fuego de la declaración del estado de sitio de De la Rúa– fueron, por un lado, el modo que encontró la burguesía asalariada, ahora arrinconada, para hacerse escuchar blandiendo el elemento con que comía –las cacerolas– y, por otro, el que encontraron los que no tenían ya que comer, las capas más pobres del proletariado, que se plantó y arrancó persianas y volteó portones para hacerse de alimentos –saqueos–, toda una rebelión impulsada por la crisis a la que había conducido un gobierno que acababa de quitar el velo sobre su desembozado credo neoliberal.

Y el pueblo reaccionó dando rienda suelta a un sentimiento sistemáticamente reprimido en su versión más pura y pasional, el del derecho a disputar su lugar en el territorio–ciudad, el derecho a habitarlo, desarrollarse y alimentarse en su seno, el derecho a quitarse el estigma de un cuerpo perfectamente disciplinado con que lo invistió históricamente el orden instituido.

Para el FMI, veinte años no es nada

Aun con las muertes violentas como resultado de la represión a mansalva de esos trágicos días, o quizá a causa de ellas, es posible considerar esta rebelión como uno de los puntos más altos del accionar popular en su esgrima política e ideológica al interior del poder, desarticulada, sí, confusa y por momentos servida como carne de cañón, pero sin duda una verdadera vanguardia en el sentido en que se la ha pensado como el elemento imprescindible, el actor histórico, para provocar algún sismo en los cimientos del poder.

Rastrear la constelación ideológica o un sesgo marcadamente nacional en esas movilizaciones espontáneas de miles de personas desesperadas es tan inútil como la vocinglería oficial de esos días que encontraba organizaciones radicalizadas detrás de cada supermercado saqueado. Tal excusa le permitió al Estado represor hacer uso ilimitado de balas de goma y de plomo, de palos, atropellos y secuestros.

El sujeto movilizado ya no era solo el trabajador sino también el desocupado, el marginado, el excluido, era un sujeto colectivo y una configuración clasista a la medida de los requerimientos ajustadores de los organismos de crédito internacionales, la vara correctiva de los poderosos para la instrumentación del neocolonialismo. Y en los hechos, ese sujeto colectivo tumbó al gobierno ajustador.

Porque ya allí –como lo hizo durante el gobierno de Cambiemos con la agilidad que le permitieron sus socios locales–, el FMI y sus pares “blindaban” el gobierno de un país quebrado y con hambre. Y para aplacar la resistencia, el recurso fue el de siempre: violencia y sangre para los insurrectos emanados de un Estado obediente a los dictados de ese poder. La brutalidad policíaca entre el 15 y 21 de diciembre sembró 39 muertos y cientos de heridos en todo el país y Rosario estuvo entre las ciudades más reprimidas, con escabrosas escenas de violencia que tal vez tengan su corolario en la cruenta muerte del militante Pocho Lepratti mientras pedía que no disparen sobre los niños de una humilde escuela de barrio Las Flores.

No es exagerado pensar hoy, veinte años después, que las intenciones del FMI –es decir, de quienes representa ese organismo, con la retórica aleccionadora de su mayor accionista, el gobierno estadounidense, a la cabeza y aun en un  contexto diferente aunque con injusticias cada vez más flagrantes, y con un gobierno nacional nada equiparable al de Fernando de la Rúa–, tengan la misma ferocidad de entonces para aplicar recetas de ajuste y exclusión. Por eso es tarea de los medios cooperativos, al menos, alertar sobre las embestidas corporativas interiores y exteriores que los intereses mediáticos dominantes ocultan sistemáticamente con argumentos cada vez más ridículos y falaces.

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