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Informe Especial

Rally Dakar: Pekín-París, la odisea

En 1907 existió una carrera de más de 14 mil kilómetros entre la capital de China y la Ciudad Luz.


El Dakar que contemporáneamente se codea con Argentina en cada mes de enero, tuvo su nacimiento en 1978. Esta competencia surgió después de que el piloto francés Thierry Sabine se perdiera en el desierto de Teneré, al norte de África, por varios días. Tal estadía hizo mella en su creatividad y, de repente, pensó que bien podría reproducirse en una competencia internacional por tales caminos donde se partiría desde París, Francia, y se llegaría en una aventura sin igual, con vehículos todo terreno, a Dakar, la capital de Senegal. En su albor, la carrera fue tildada como una competencia que no disimulaba cierta arrogancia por quienes dejaban sus cómodos asientos burgueses y partían para un continente repleto de peligros, aventuras y relatos. Sería casi una muestra obscena de la industria: ante el asombro de hombres injustamente más primitivos; atontados, en su dominio, por otros hombres más poderosos y desarrollados. Una gesta con ciertas reminiscencias de una historia y formato que tendría su primer capítulo en 1907, con el periplo Pekín-París como desafío.

Una carrera, una aventura

Todo se inició bajo la incitación y supervisión del periódico francés Le Matin, que desde sus páginas incitó a realizar tamaña travesía cruzando medio mundo para unir Pekín y París. Semejante desafío generó mucho interés, y numerosos fueron los inscriptos; aunque pocos fueron los que, finalmente, cedieron en el coraje para afrontar una prueba exigente, con rumbo a lo desconocido: los sistemas de navegación, tal vez algún mapa fidedigno e incluso Internet, lógicamente, no formarían parte del entramado ni siquiera en una novela futurista ideada por Julio Verne. La historia sólo reservaría líneas para contar lo que sucedería entre los hombres, las máquinas, y ese mundo a su alrededor que los acogería entre sudorosos calores de día y crudos fríos por la noche.

Sólo cinco protagonistas tomarían parte de la carrera: un coche Itala, representando a Italia, al mando del Príncipe Borghese y Ettore Guizzardi; un Spyker, respondiendo a Holanda, piloteado por Charles Godard y Jean du Taillis; un Contal (un triciclo) tripulado por Auguste Pons y, al igual que dos coches De Dion al poder de George Cornier y el otro por Víctor Collignon, llevarían consigo  los colores de la bandera francesa.

El viaje hacia Pekín

El periódico galo se encargó de toda la logística, desde los visados necesarios hasta la contratación de un barco carguero: el “Océanien”, que partió desde el puerto de Marsella con toda la comitiva, entre ellos mecánicos, pilotos, periodistas y demás personalidades.

Sin esperarlo –al menos tan temprano– los privilegiados pasajeros de aquel viaje comenzaron a vivir momentos de tortuosa zozobra cuando el buque debió soportar una tempestad: serían víctimas del “Khamsin”, una tormenta de fuerte viento y arena, la misma que alguna vez había sufrido el propio Napoléon y su ejército. Este fenómeno maniató al “Océanien”, que quedó encallado con relatos que daban cuenta de dunas sobre la cubierta del buque. Con la ayuda de remolcadores, todo se solucionó. Largos días posteriores finalmente se llegó al punto de partida. Cuando ya estaba casi todo listo y los trámites aduaneros finiquitados, una versión originada en la negativa del ministro de asuntos exteriores de China, Wai-Wou-Pou, dejó la prueba en suspenso. La razón de esta desaprobación estaba ligada a un asunto de seguridad, en referencia a algunas tribus autóctonas de Mongolia de las que se temía que atacaran a los participantes, al adjudicarles el movimiento de los autos a la “magia”. El tema se solucionó, naturalmente, en manos del ministro francés para China, que demostró que en este mundo cada hombre tiene su precio… naturalmente.

La carrera

Luego de interpretarse la Marsellesa, el 10 de junio de 1907, la competencia tuvo su inicio. Al principio parecía un desfile con Borghese a la cabeza, seguido por Godard, Cornier, Collignon y Pons; y con el público a un costado, atónito: como si nunca hubiera visto un auto; una comparación que pecaría de literal. La carrera se informaba vía telegráfica y las primeras informaciones se referían al terreno pantanoso que era recibido por los protagonistas. Pero las intensas lluvias no impidieron su avance, ni tampoco lo hicieron las tribus nómades, en la zona desértica actualmente comprendida por Rusia y Afganistán, que le arrojaron flechas y lanzas a los participantes. Mientras, el Itala marchaba en punta, dejando atrás al desierto de Gobi a una velocidad promedio de 95 km/h, Borghese y Guizzardi alcanzaron su momento de máxima tensión cuando debieron desmontar su auto íntegramente para pasar a través de un puente colgante, sumamente frágil, sobre un cañón sobre el desfiladero de Cherkassy, en Rusia. En el paso, una rueda cayó al vacío y debieron improvisar con una rueda de madera tallada por un carpintero local. Con el recuerdo de la cadena montañosa, los competidores pisaron la estepa rusa y pudieron continuar a una mayor velocidad para llegar a los montes Urales; luego de eso, las aldeas entre Moscú y San Petersburgo pudieron ser testigos como el coche italiano transitaba hacia una victoria holgada. Para cuando dejaron atrás Varsovia y Berlín, la dupla ya acumulaba una ventaja indescontable: así llegaron a París con una semana de anticipación sobre el Spyker holandés de Goddard, quien mostró sus habilidades al manejar sin frenos delanteros y sin luces ya en territorio europeo en las últimas veinticuatro horas para terminar en la segunda colocación.

Los ganadores se bañaron bajo la efervescencia de un champagne Mumm y de un atronador ritmo de aplausos; 61 días después de la partida. La empresa Itala también ganó prestigio; luego, en tiempos de la Primera Guerra Mundial, sirvió productivamente a su país, y posteriormente fabricando coches de gran lujo que la realeza y los sectores más adinerados supieron lucir. La compañía sería absorbida por Fiat en 1936, luego de soportar varias crisis. En cuanto a esta carrera, la Pekín-París se reeditó varías veces con posterioridad; aunque las más relevante fue la edición de su centenario, con coches clásicos y de la época donde 106 de 126 participantes llegaron a posarse bajo la mirada siempre calma de la Torre Eiffel.

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