Levantó la mirada de la Biblia y con aire de despreocupación, tal y como lo había practicado tantas veces, aseguró: “No, mi nombre es Betty”. No obstante, su pasaporte, cuidadosamente ubicado en la mesita de noche junto a un revólver calibre 38, revelaría todo lo contrario.
¿Lucrecia Adarmez? ¿Arichel Vince-López? ¿Griselda Blanco? Entonces, ¿cuál era su verdadera identidad?
Cuando Bob Palombo, agente de la DEA (Administración para el Control de Drogas) por fin logró detenerla 11 años después, la mujer camaleónica “que podía cambiar de apariencia a gusto y placer” ya contaba con un sinfín de seudónimos. Para algunos era la dona gris, la gorda y la gordita; y para otros, la viuda negra y la madrina.
Quizás aquel día de 1985 hizo una regresión por el parecido que supo tener con la caricatura de Betty Boop, que, a diferencia de Blanco, no había pasado gran parte de su vida rodeada de drogas, orgias, homicidios y pensamientos paranoides.
Perplejo ante tamaña presencia, al momento de la detención, Palombo atinó a presentarse y simplemente le dijo: “Hola, Griselda. Por fin nos conocemos”.
“No me besó, así que solo puedo pensar en lo que le habría gustado hacer[me]”, recordó el exagente durante una entrevista con The Independent.
Si tuviese que adivinar, seguramente pensó en asesinarlo sin ningún tipo de remordimiento, puesto que Blanco no hacía distinciones y asesinaba a sus amantes y enemigos a gusto y placer. De hecho, solía contratar a sicarios motorizados que disparaban a quemarropa, un método por el que tenía predilección y que, paradójicamente, fue el que utilizaron para asesinarla en Medellín en 2012.
Comentarios