Ciudad

Adiós, Rodrigo Arévalo

Querido amigo, te deseo que seas libre y feliz

Te mando un abrazo demorado y te digo gracias por los mates de cada tarde, por las palabras y los silencios, por las miradas y sonrisas calmas. Siempre, siempre.


Elisa Bearzotti

Sobre las últimas horas del día, una foto, tu nombre y una despedida. En primer lugar el descreimiento, la negación, estoy leyendo mal. No es posible. Tuve que escribir a uno de nuestros colegas de El Ciudadano para que con su “sí es cierto” finalmente pudiera aceptar el horror. Y cayeran las lágrimas. Pero nada se va del corazón sin el exorcismo de las palabras.

Y entonces escribo con la intención aviesa de hacer desaparecer el nudo en la garganta, la nube en la mirada, el dolor en el pecho, la impotencia impregnada en las tripas, el desconsuelo.

Pero es bastante inútil. La angustia no se va porque sigo viendo tus ojitos de cielo del otro lado de la pantalla, tu sonrisa calma siempre, siempre, tus eternos bizcochitos azucarados al lado del mate. Recuerdo con dolorosa ternura la forma que tenías de acompañarnos cuando alguno andaba medio lento con las palabras. “¿Queda algo para hoy?”

Entre mate y nota compartíamos noticias de los pueblos, el tuyo y el mío, cercanos y similares. Nos reíamos de sus peculiaridades y coincidencias. Hablábamos de sus mañas y con cierto desgano reconocíamos sus virtudes. Me contaste de tus papás que seguían viviendo allá y de tu hermana con quien compartías departamento en Rosario. Me hablaste de ellos con ternura y sencillez, con la simplicidad de quien sabe que ama y es amado.

Debido a la cercanía, y a pesar de los años que nos separaban (vos de la misma edad que mis hijos), recorrimos espacios parecidos en la infancia, teníamos conocidos comunes, y fuiste el nexo generoso que me ayudó a retomar el contacto con una amiga a quien no veía desde la escuela primaria.

Esa disponibilidad permanente no dejaba de asombrarme, pero ese eras vos: el pibe tranquilo y comprometido, el de las metas claras, el del paso a paso. El que no dudó en regalarme su tarjeta de ingreso al Parque Nacional Yosemite cuando le dije que viajaba a Estados Unidos (“¿Sabés cuántos me la pidieron?, pero te la voy a dar a vos”), el que se acercó enseguida a saludar cuando entré sin aviso a la redacción nueva para no animarme a confesar cuánto los extrañaba. El que, sin dudas y a pesar del tiempo transcurrido era capaz de entablar un diálogo siempre cercano.

Después no te vi más, pero te seguí través de Facebook y supe que seguías viajando, que eras fanático del béisbol, que te gustaban los asados de multitudes, que te animaste a la cooperativa y tantas cosas que sonaban normales en vos aunque supusieran pasos grandes y elecciones difíciles.

Me dijeron que últimamente estabas devastado. Me dijeron que andabas muy triste y que no supieron, no pudieron, no encontraron las palabras o las palabras no fueron suficientes.

La cuestión es que elegiste partir y ésta es mi manera de acompañar tu vuelo. Querido amigo, te deseo que seas libre y feliz, te mando un abrazo demorado y te digo gracias por los mates de cada tarde, por las palabras y los silencios, por las miradas y sonrisas calmas. Siempre, siempre.

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