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¿Qué medidas podrían pensarse para evitar el regreso del modelo pre-pandemia?

Es ahora cuando se debe luchar para que la recuperación económica, una vez que la crisis pandémica haya terminado, no traiga consigo al antiguo régimen climático que lleva a la extinción humana. Las medidas de protección actuales deben transformarse en escudos contra un regreso lo mismo


Bruno Latour**

Existe tal vez algo de impropio en el ejercicio de proyectarse después de la crisis de la pandemia, siendo que el personal de salud está, como se dice, “en el frente de batalla”; que millones de personas pierden su empleo y que numerosas familias en duelo no pueden ni siquiera enterrar a sus muertos.

Y no obstante, justo ahora es cuando debe pelearse para que la recuperación económica, una vez que la crisis haya terminado, no traiga consigo al antiguo régimen climático contra el cual intentamos luchar.

En efecto, la crisis sanitaria forma parte de aquello que no es una crisis, sino una mutación ecológica duradera e irreversible. Si bien tenemos buenas probabilidades de “salir” de la primera, no tenemos ninguna oportunidad de “salir” de la segunda. Aunque ambas situaciones son diferentes, resulta esclarecedor articularlas.

Una lección contundente

La primera lección del coronavirus es también la más contundente: es totalmente posible, en cuestión de semanas, suspender en todo el mundo y al mismo tiempo un sistema económico que, hasta ahora nos habían dicho, era imposible de frenar o redirigir.

Frente a todos los argumentos de los ecologistas sobre la necesidad de cambiar nuestros modos de vida, se opuso siempre el argumento de la fuerza irreversible del “tren del progreso”, que por nada podría salir de sus rieles; “a causa de”, se decía, “la globalización”. Ahora, es su carácter de global lo que vuelve tan frágil a este desarrollo, susceptible de frenar y detenerse de manera abrupta.

Efectivamente, hay más que las multinacionales, los acuerdos comerciales, internet o las agencias de turismo para globalizar al planeta: cada entidad posee una manera propia de integrarse a los otros elementos que componen el colectivo. Esto es cierto para el CO2 que calienta la atmósfera global a través de su difusión en el aire, las aves migratorias que transportan nuevas formas de gripe; y también es cierto para el coronavirus, cuya capacidad para relacionar a “todos los humanos” pasa por la aparentemente inofensiva vía de nuestra saliva.

Siempre hubo en el sistema económico mundial una señal de alarma que los jefes de Estado, cada uno a su vez, podían accionar para, en medio de un gran chillido de frenos, inmediatamente detener el “tren del progreso”. Todo automovilista sabe que para aumentar la oportunidad de salvarse y seguir en ruta después de un giro brusco dado al volante, más vale desacelerar primero.

Estados negacionistas del cambio climático

En esta repentina pausa del globalizado sistema de producción, no son solo los ecologistas quienes encuentran la ocasión ideal para impulsar su programa de aterrizaje.

Los globalizadores, aquellos que después de la segunda mitad del siglo XX inventaron la idea de escapar a las limitaciones planetarias, ven también una oportunidad para destrozar, de forma aún más radical, los pocos obstáculos que todavía les impiden su fuga de este mundo. Para ellos, la ocasión es por demás perfecta: liberarse de los restos del Estado benefactor, de la red de seguridad de los más pobres, de aquello que queda de las reglamentaciones contra la contaminación y de deshacerse de toda esa gente en exceso que atiborra al planeta.

No olvidemos la hipótesis de que estos globalizadores son conscientes de la mutación ecológica y que todos sus esfuerzos, después de cincuenta años, consisten en negar la importancia del cambio climático y, al mismo tiempo, escapar de sus consecuencias; a través de la construcción de bastiones fortificados de privilegios que permanecen inaccesibles a todos aquellos que deberán ser dejados atrás.

Son ellos quienes gobiernan los Estados negacionistas del cambio climático, desde Moscú hasta Brasilia y desde Nueva Delhi hasta Washington, pasando por Londres. No debemos olvidar que aquello que vuelve a los globalizadores tan peligrosos, es que forzosamente saben que han perdido; que la negación del cambio climático no puede durar indefinidamente, que no existe ya ninguna oportunidad de reconciliar su “desarrollo” con los diversos revestimientos del planeta, en donde habrá que terminar insertando a la economía.

Esto es lo que los dispone a intentarlo todo para obtener, una última vez, las condiciones que les permitirá existir un poco más de tiempo y ponerse a salvo.

La hora de hacer el inventario

Es aquí donde debemos actuar. Si la ocasión se abre a ellos, se abre también a nosotros. Si todo se detuvo, todo puede ser puesto en tela de juicio; cuestionado, interrumpido de una vez por todas o, al contrario, acelerarse. Es ahora que debe hacerse el inventario. Lo último que deberíamos hacer es retomar de manera idéntica todo aquello que hacíamos antes.

Hace poco en la televisión mostraban a un florista holandés con lágrimas en los ojos después de verse obligado a tirar a la basura toneladas de tulipanes que no pudieron ser vendidos por falta de clientes.

No podemos más que protestar, claro; es justo que reciba una indemnización. Pero enseguida la cámara retrocedió para mostrar a los tulipanes, cultivados sin tierra y bajo luz artificial, antes de ser transportados, haciendo que uno se pregunte: ¿Es necesaria esta forma de producir y vender este tipo de flores?”.

Renunciar a las formas de producción impuestas como principio de relación con el mundo

Si comenzamos a interrogar todos los aspectos de nuestro sistema de producción, nos volveremos eficaces interruptores de la globalización; tan eficaces, gracias a los millones que somos, como el famoso coronavirus y su manera única de globalizar al planeta.

Eso que el virus obtiene de la circulación de boca en boca de insignificantes gotas que son expelidas al toser, podemos imaginarlo a través de nuestros gestos, ellos también ligados unos con otros; a saber, la suspensión de un modo de producción cuya reanudación no deseamos.

No se trata de modificar un sistema de producción, sino de renunciar a la producción como principio fundamental de nuestra relación con el mundo. Y es que la injusticia no se limita a la sola redistribución de los frutos del progreso, sino a la manera misma en la que se vuelve al planeta fructífero.

Esto no significa decrecer, o vivir de amor y agua fresca; sino de aprender a seleccionar cada segmento de este famoso sistema supuestamente irreversible, de cuestionar cada una de las conexiones que se dicen indispensables, y de verificar poco a poco lo que es deseable y lo que ha dejado de serlo.

Las medidas de protección como escudos

De ahí la importancia de utilizar este tiempo de confinamiento para describir, primero de manera individual y después en grupo, aquello a lo que estamos apegados; aquello de lo que estamos dispuestos a liberarnos; las cadenas que, a través de nuestro comportamiento, estamos decididos a interrumpir.

Los globalizadores parecen tener una idea clara de aquello que desean ver renacer después de la crisis: más de lo mismo, pero peor; con industrias petroleras y cruceros gigantes como gratificación. Depende de nosotros oponerles un contra-inventario.

Si millones de humanos son capaces de aprender la nueva “distancia social”, de alejarse para ser más solidarios, de quedarse en casa para no saturar los hospitales; es fácil imaginar el poder de transformación de estas medidas de protección, establecidas como escudos contra un regreso a lo mismo.

**Filósofo y sociólogo 

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