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“Perros del viento”, un salto al vacío y sin red acerca de la animalidad de las emociones

La nueva película del realizador rosarino, radicado en Buenos Aires, Hugo Grosso, que toma como metáfora las historias de los “perros suicidas” del Parque de España, ofrece un relato íntimo, agridulce y de contrastes, con un gran trabajo protagónico de Luis Machín


“Dame una noche de asilo en tu regazo. Esta noche, por ejemplo, dejemos al mundo afuera”, escribió el uruguayo Jorge Drexler en las primeras líneas de “Asilo” y luego grabó con Mon Laferte. Lo hizo bastante antes de que Perros del viento, la película que el realizador rosarino Hugo Grosso estrenó este jueves en los cines de todo el país, tuviese su guión terminado. Sin embargo, esa canción evoca sin saberlo la historia de Laura y Ariel, la de un exilio real y otro emocional, pero ambos igualmente dolorosos, en personas de mediana edad (rondan los 50) que de un día para otro ven la vida pasar y quizás, algunas veces, se esté a tiempo de pegar el volantazo y saltar al vacío dejando al mundo de lado.

Laura (Gilda Scarpetta) pasea a Lola, su perra siberiana, por el Parque de España, donde los perros saltan al vacío, y lo que va a pasar se intuye. Una serie de mensajes por redes acerca del nuevo suicidio canino llegan a España y tienen un eco en Animalidad, un programa transmedia sobre el comportamiento animal en el que trabaja Ariel (Luis Machín), escritor y guionista que en algún momento huyó de Argentina y dejó en suspenso una relación oculta con Laura, que es la mujer de José María (el uruguayo Roberto Suárez), su mejor amigo desde la adolescencia. Son días de complicidad con su compañero de trabajo y conductor del envío (Carlos Portaluppi), y de tembladeral en una relación sentimental que tiene con una productora (la española Estrella Zapatero), sitiada por aquél amor tan lejano como desesperado.

Los ecos de esa relación irresuelta, incómoda pero deseante e impostergable, demandante de un aire que ya no hay, que la distancia de un océano no logar borrar, y que el director plasma a partir de primerísimos primeros planos, hacen que de un momento para otro, y a partir de una excusa, la de los perros que saltan al vacío que con el correr del metraje se apodera del sentido y se aleja de la anécdota, Ariel deje España y vuelva a Rosario, su ciudad y también la del realizador Hugo Grosso que aquí, más que nunca, pinta con claridad las contradicciones de lo propio a partir de un alter ego.

El enorme Luis Machín, en otro gran trabajo dentro de una carrera de grandes desempeños, muy corrido de cualquier posible estado de comodidad como actor, muy atento a la compleja tarea de mostrar emociones internas sin llegar a exteriorizarlas, da vida a un hombre sin sobresaltos pero confundido, como los perros, entre esas “luces y sonidos” que suponen las emociones, que no logra interpretar ni decodificar, y que casi de manera intempestiva decide dejar de postergarse. Ya en Rosario, mira, contempla, se reencuentra y busca detener el tiempo (aunque no tenga sentido) frente a una serie de causalidades y de cruces que ponen la tensión del drama a coquetear con las instancias de un melodrama y hasta con cierto tono surrealista, dado que tampoco es casual la evocación de René Magritte y su pregunta acerca de todo lo que está oculto detrás de lo que se ve.

En el film se revelan una serie de subtramas de la trama principal que aportan más o menos sentido a esa superficie: el cruce de Ariel con aquello que quedó latente, con o sin perros a la vista, caminando por la cornisa, confundido ante la presencia del hijo adolescente de Laura y José María (Lorenzo Machín) con el que entabla un modo de vínculo que desconocía hasta el momento, o el reencuentro con una tía octogenaria (la enorme Marta Lubos), que lejos de escaparle al pasado lo pone a latir en su cara y lo obliga a abismarse, ambos a oscuras y en un baño, en una escena resuelta con gran ingenio que vale la visión de la película.

Todo eso, también, tiene un correlato en la puesta en tensión de una masculinidad jaqueada y en decadencia (el presente es mujer), con el que Grosso interpela con inteligencia a personajes de su misma generación, hijos del patriarcado, desde una idea de imprescindible deconstrucción, en particular en un pasaje en el que Ariel y José María vuelven a ser “adolescentes”, expuestos en ese miedo al presente, y que pareciera haber tenido destino de final.

Perros del viento es una película sin grandes pretensiones pero llena de sutilezas y lecturas posibles que, como sostuvo Magritte, están siempre detrás de eso que se ve, pero que hay que saber mirar, en medio de un drama de ficción, también, con otros grandes actores locales en personajes secundarios y con ciertas particularidades de una lógica documental, lenguaje que Grosso maneja con holgura y que convive, por momentos, saludablemente con el acontecer de un puñado de personajes bien delineados que están unidos en la confusión y por una serie de sentimientos encontrados.

Es, también, una película donde la rosarinidad es evocada desde un lugar infrecuente, desde una geografía conocida, la del Parque de España y sus visuales al río bellamente fotografiadas por Marcos Garfagnoli, pero mostradas desde una lógica de encuadre que pone todo en un plano ciertamente inquietante que, por momentos, se ve desplazado por esos otros planos de conflicto que suponen el amor y la ternura. Más allá del dolor y la latencia del paso del tiempo, esas emociones dejan un mensaje en las y los espectadores: la edad es apenas una circunstancia en la vida de las personas, algo que Ariel intenta entender y aceptar desde su lógica de “perro confundido” que corre y se detiene ante el ruido vibrante y los destellos de esas luces y sombras que lo enceguecen.

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