24 Años

Veracidad en las redes

Otra columna sobre el odio, y van…


Los días anteriores al intento de magnicidio de la vicepresidenta de la Nación, los “discursos de odio” ya se usaban como tópico para señalar el incesante repiqueteo de los dichos odiosos en los medios de comunicación, en general emanados por los propios periodistas y editores, incluso por los propios dueños de los medios a través de sendos editoriales. Personajes gravitantes de la política –nacional, aunque por derrame los vernáculos también se subieron a la ola–, fueron promotores furiosos de cientos de dichos odiosos.

¿Te diste cuenta? Dije dichos odiosos. Porque un discurso de odio es, además de una práctica, una construcción colectiva que, si bien está en alza, no es hegemonía, y mucho menos es aceptada por la totalidad de la población: no es un discurso. Pero agarrar un diccionario de ciencia de la comunicación no sólo es aburrido y para nada convocante sino que es un proceso de elaboración, y la era del “on demand” no acepta demoras. Al día siguiente, y a la siguiente semana y durante todo el último mes que se cumplió desde el atentado, el monotema fue “los discursos de odio”.

La píldora vacía

Si de algo podemos hablar los argentinos es de discursos de odio –de hecho, hay muchas más de 30 mil personas que, si pudieran, estarían calificados para hablar sobre lo que generan los discursos de odio–, pero ¿hablar todo el tiempo de eso? Dejando de lado que la automedicación no es una práctica sana, tomar siempre el mismo analgésico para aliviar un dolor generará con el tiempo una resistencia en el cuerpo ante la droga de esa pastilla: con las palabras es igual. Si todo es discurso de odio, entonces… ¿hay discursos de odio? No sólo agobia, sino que vacía la herramienta de construcción (porque al fin y al cabo eso es un concepto, una herramienta con significado, si las palabras no tuvieran sentido, cerremos la persiana todos, incluido este diario), entonces pierde efecto, y por lo tanto nos quedamos con las manos vacías: no tenemos con qué defendernos.

O lo que es peor, creemos que nuestro escarbadientes es una espada laser. El problema con banalizar es que, cuando nombramos con el más grave de los conceptos aquella aberración a la que queremos referir, a cosas que no corresponden, ¿cómo nos referimos a algo verdaderamente peor? ¿Cómo escalamos esa escalera si de un salto nos fuimos al último peldaño?

 

Todo lo sólido se desvanece en el aire

Ahora bien, ¿por qué los medios? ¿Por qué la palabra? Porque es el elemento que nos conecta con el otro actor: las redes. Un usuario de Twitter no tiene por qué andar publicando verdades. Al fin y al cabo no es un medio de comunicación… ¿O sí? Bueno, sí. Sí lo es. Según un informe realizado por la Universidad de Oxford en colaboración con la agencia de noticias Reuters, el 84% de los argentinos nos informamos a través de internet, mientras que el 69% lo hace casi exclusivamente desde las redes.

Además, prácticamente una de cada dos personas (46%) comparte noticias online. Esto explica la facilidad de difusión que tiene la palabra escrita en cualquier red social. Si agregamos que durante la pandemia el vínculo con el mundo era exclusivamente digital, podemos imaginar cuánto subió la tendencia de uso de las redes no sólo para comunicarnos, sino para darle una dimensión al mundo que nos rodea. Y ahí aparece el problema: incluso sin la pandemia como mojón de referencia, la comunicación digital terminó teniendo una entidad real (no así material, pero sí gravitante) desde antes de la peste, y de una forma más marcada después. Ejemplo: nos enteramos del recule del gobierno nacional respecto de la expropiación de la cerealera Vicentín por Twitter, igual que de la renuncia de Martín Guzman o de los nombres que componían el equipo de trabajo de Sergio Massa tras ser ungido ministro de Economía.

Si los presidentes y sus funcionarios se expresan por esa vía, ¿por qué no va a tener validez como medio de comunicación? El tema es que Twitter no entiende ni de veracidad ni de voluntades populares, por lo que al cancelar una cuenta o censurar a un usuario no repararán sobre quién se trata o de qué trabaja. Lo hace, punto. Visto desde esa lógica, es muy difícil poder sostener que @lolo1234 no tiene la misma jerarquía en el ámbito terrenal que @alferdez (nada más y nada menos que la cuenta de un hombre votado por casi 13 millones de personas para dirigir un país). Donald Trump se está quejando en alguna parte (en Twitter no lo puede hacer).

Ahora bien, la red del pajarito está más cerca de ser, al decir de la periodista y docente Mariana Moyano, un bar lleno de borrachos peleadores en plena madrugada que el ágora que algunos pretenden. El depósito de comentarios machistas, xenófobos, racistas, negacionistas y homofóbicos en los time-lines de los usuarios, mechado con noticias que también transmiten ese clima de zozobra (ya sea a través de noticias falaces y mentirosas, o desde editoriales que relativizan un ataque a la vida de la líder política de mayor gravitación y poder de convocatoria del país), constituye un clima que genera y alienta la violencia, en un contexto (ahora sí, material y palpable) que es violento. Lo que pasa en las redes es real: la indignación de la que se alimentan es tan real como la ternura que nos genera el video de un gatito jugando a la pelota, o el placer que nos genera un orgasmo en una red dedicada al sex chat o las citas virtuales. Y derrama en las calles.

 

La violencia y los jardineros

Los mal llamados discursos de odio tienen por finalidad vaciar de humanidad, de aquello que lo vuelve un par, a la otra persona. Desaparecido el espacio para el diálogo y sumada la hostilidad en la que se vive tanto fuera (dificultad para parar la olla o para pagar un alquiler o sostener una proyección a futuro) como adentro de las redes (expresiones persecutorias, intimidantes, xenófobas, racistas o que amenazan la integridad física de los usuarios) genera un terreno fértil para la barbarie.

Como las aguas que necesitan aquietarse, dicho campo fértil necesita ser desmalezado. Separar la paja del trigo no es sólo nombrar a las cosas por su nombre sino saber discernir qué es cada cosa: cuándo un decir odioso es tal, cuándo una noticia migró de las redes a los medios y por lo tanto cuándo se trata de una noticia falsa, etcétera. Ahí es donde entra la tarea del periodista. Leer bien: periodista.

Me permito citar a dos grandes profesionales de la comunicación que ya no están entre nosotros: Marshall McLuhan dejó dicho que todos comunican. Ahora bien, ser periodista es tener la cabal conciencia del valor de la palabra que se publica, de la veracidad de la misma y del impacto que esta genera. Y ahí entra en escena una frase del recordado Juane Basso: “los periodistas somos juglares, o querellantes”.

Vamos de pueblo en pueblo contando historias, pero con la responsabilidad que implica relatar los hechos y saber discernir sobre las botellas que llegan desde el mar. Yo sumo otra comparación: en un patio de malezas que emponzoñan el debate público y proponen la violencia como el modo de convivir, los periodistas somos jardineros. Está en nuestras manos trabajar en un jardín que valga la pena habitar, o dejar que las espinas crezcan y sólo las víboras se puedan mover.

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