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Oscurecido por la pandemia, este 20 de mayo pasó el tercer Día Mundial de las Abejas

Hace dos miércoles se conmemoró la fecha instaurada por las Naciones Unidas dedicada a los insectos de los que depende el 74% de los cultivos de la Argentina, según una experta del Inta. Un repaso por las apis, más conocidas, y por las meliponas, aquellas que sorprendieron a los invasores españoles


En medio de la pandemia y la cuarentena obligatoria, dos miércoles atrás, como cada 20 de mayo, se celebró el Día Mundial de las Abejas. La fecha fue instaurada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 2017, y coincide con el nacimiento del esloveno Anton Janša, quien en el siglo XVIII fue pionero en avanzar en las técnicas modernas de apicultura en su país. Por ello Eslovenia impulsó la celebración, aunque hay registros escritos y hasta grabados sobre piedra que remontan la actividad como tal, es decir no como una mera recolección sino como producción, hasta los remotos tiempos de la antigua Sumeria. Y no hay registros conocidos de cuándo comenzó en América con las abejas nativas, aunque los Códices Mayas (los que sobrevivieron a la hoguera del obispo invasor Diego de Landa) ya establecen un ciclo de trabajo, y cuando los lanceros españoles llegaron a lo que hoy es México se toparon con un sistema productivo muy avanzado, tanto, que es el que en muchas comunidades campesinas del continente se sigue usando hasta hoy.
Aunque a diferencia de las llamadas apis, de donde surge el término “apicultura”, las abejas nativas no tienen aguijón, ambas son parientes lejanos, pero a la gran familia local se las conoce como meliponas, y la actividad productiva con algunas de ellas, impulsada también en provincias del norte de la Argentina, se conoce como “meliponicultura”.
En todos los casos, se trate de abejas americanas, europeas o asiáticas (incluso africanas que se expandieron en América por un experimento en Brasil en la década del 90 que salió muy mal) la ONU consideró la fecha como una oportunidad para recordar el papel destacado de las abejas no sólo por su miel, su cera y su propóleos (la letra “s” final es porque el término viene del griego “propolis”) sino por su papel indispensable como polinizadores de todas las plantas con flor, y por tanto claves en la producción de alimentos.
Tanto es así que en muchas unidades productivas de frutales funciona una especie de renta en la que los fruticultores pagan a los apicultores por trasladar sus colmenas. Funciona en la Patagonia, por caso, y también en la principal área de producción de almendras (un producto muy requerido en el mercado interno) de Estados Unidos, aunque allí las que llegan están condenadas: tras la polinización se lleva adelante una fumigación para protección de los árboles que las termina matando.
Paras las organizaciones ambientalistas y entes oficiales de distintos países, las abejas también son un faro: se describen como “la última frontera ecológica”, ya que, por su importancia económica, su merma o desaparición es advertida; no así con otros polinizadores muy activos, entre los que se cuentan las polillas, que resultan antipáticos para las personas y sólo un grupo muy acotado, como científicos e investigadores, les sigue los pasos.
“Las abejas aportan numerosos beneficios a la vida humana, entre los que se destaca principalmente la función polinizadora, de la que, sólo en la Argentina, depende el 74% de los cultivos”, sorprende con el dato Laura Gurini, investigadora del Programa de Apicultura (Proapi) del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria. Y, por obvia consecuencia, advierte además que la ausencia de polinizadores “impactaría en una reducción del 50% en los rendimientos de las producciones”. En otras palabras, la multiplicación del hambre.
Gurini explica de dónde viene este apreciado –y también temido por su dolorosa picadura– tipo de insecto. “Entre los polinizadores naturales, el grupo más importante está formado por los insectos, sobre todo las abejas o miembros de la superfamilia apoidea, con más de 20 mil especies, entre ellas la abeja melífera”, detalla la especialista.
Y en esa línea destacó que “en algunos casos, existe sinergia entre los polinizadores silvestres y apis mellifera”, lo que “favorece la acción polinizadora de las abejas melíferas, pues influyen sobre su comportamiento”.

 

Dulce como la miel

El producto estrella de las abejas melíferas, el más popular, es indudablemente la miel. Toda la colmena, compuesta en un porcentaje abrumador de hembras respecto de los machos (zánganos) trabaja las 24 horas, siempre, con tareas que se van cumpliendo por edades: como ejemplo, las abejas jóvenes tienen muy desarrolladas sus glándulas cereras, y fabrican los panales; pero cuando son mayores se atrofian y se dedican a buscar fuentes de alimento. Las de mayor edad son las “guardianas” de la colmena, y también hacen limpieza. Otras son las nodrizas, encargadas de alimentar y cuidar a las crías, de colocar los huevos que pone la reina; otras, y según la época, todas, mantienen estable la temperatura en el interior del nido… Las tareas son muchas.
La miel es el alimento que fabrican para que la colmena atraviese y sobreviva al invierno, cuando la floración es escasa y el frío les impide en muchos casos hasta salir de la colmena salvo por momentos. “En la Argentina existen numerosos ambientes y floras diversas que permiten la obtención de gran cantidad de mieles regionales”, explica Gurini en un artículo publicado en el portal argentina.gob.ar.
“Las mieles tienen características derivadas de la flora, por lo que es posible encontrar diferencias entre ellas y es fácilmente observable la variedad en las características sensoriales”, abunda.
Y cuenta que si bien hay muchas mieles que presentan colores de la gama del ámbar, también las hay muy claras, como las de algarrobo, colza, flor azul y algunas de pradera, de tonalidades rojizas como las mieles de quebracho colorado, de pata de loro y de monte.
También pueden ser muy oscuras, como las de pájaro bobo de Mendoza y San Juan o de aliso de río de los humedales del Paraná, mientras que las de color amarillo intenso son de girasol. “La calidad de la miel no depende de su color, sino del buen manejo de las colmenas y del manejo que haga el apicultor”, aclara la investigadora.
Con respecto a la cristalización, explica que es una propiedad física natural que varía según la relación de azúcares que contiene cada miel. “Esta relación genera cristalizaciones rápidas, formándose cristales pequeños, que otorgan a veces una textura cremosa; o lentas, dando lugar a la formación de cristales de gran tamaño, ásperos o suaves y, en ocasiones, de difícil disolución en la boca”, detalla. Por caso, en el Alto Delta, según refieren los propios productores, la miel de las islas nunca termina de cristalizar; y con otras mieles basta con dejar el recipiente en una heladera para acelerar el proceso.
En cuanto a la evolución de los hábitos de los consumidores, Gurini aseguró que “las exigencias se dirigen, cada vez más, a la búsqueda de nuevos productos con propiedades funcionales que puedan proporcionar, además del valor nutritivo, otros componentes relacionados con la salud”.

 

Ánforas de nutrición y salud

Gurini explica que la miel, además del valor nutritivo, tiene “otros componentes relacionados con la salud”. Esto es tanto de las mismas abejas (se protegen de enfermedades y parásitos) y de los consumidores humanos. En América, de hecho, la que mayor fama tiene respecto de su beneficio a la salud humana es, precisamente, la miel de las distintas especies de meliponas. Pero es muy difícil para los consumidores acceder a ella: la producción de cada colmena es mucho menor que la de una de apis mellifera. Y la extracción representa un desafío: como no almacenan el alimento en celdas similares a las de sus crías o a las que son para almacenar polen –todas similares– sino en “ánforas” de mayor tamaño ubicadas en otro sector de la colmena, los meliponicultores la cosechan con jeringas para no destruirlas y así poner en riesgo a toda la colmena.

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