Coronavirus

Crónicas del caos

Organismos internacionales: inequidad como fracaso moral y advertencia futura

Asamblea de la OMS y un ítem conflictivo: el diseño de un tratado para futuras crisis, con el objetivo de evitar que se repita lo expuesto por el coronavirus, como no haber podido impedir que un pequeño brote se convirtiera en pandemia, y el acceso desigual a las vacunas, que dejó mutar al virus


Elisa Bearzotti

 

Especial para El Ciudadano

 

Cada semana, al momento de sentarme frente a la computadora para comenzar a pergeñar estas crónicas enfrento el mismo dilema: desenredar la madeja noticiosa que circula por los variados soportes existentes hoy en día, y detectar los temas que, a mi juicio, tal vez logren evitar el destino fútil que les tiene reservada la agenda mediática. Les confieso que la tarea no resulta nada fácil, ya que hoy por hoy los productores de noticias –en un arco que va de lo absolutamente importante a lo escandalosamente banal– somos casi todos los humanos que habitamos el planeta… además de los trolls cada día más eficaces. Entonces, ¿cómo organizar esta serie de relatos que no pretenden otra cosa más que oponer resistencia a la idea de que “todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor…” aunque muchas veces la realidad se empeñe en demostrar lo contrario?

Una de las maneras es tomar aquello que –aún privado de grandes titulares– permita algún grado de análisis posterior, tal como ocurrió con la pandemia y las enormes consecuencias globales que generó. En ese sentido, creo que una de las noticias que no se pueden soslayar es la 75° Asamblea Mundial de la Salud, que se desarrolló en el Palacio de las Naciones de Ginebra (Suiza) bajo el lema “Salud para la paz, paz para la salud”. Más allá de ciertas formalidades –como la reelección de Tedros Adhanom Ghebreyesus como máxima autoridad de la OMS– el debate por un tratado para futuras pandemias y la guerra en Ucrania han acaparado la atención de los 194 Estados miembro de la ONU que participan de la reunión, la primera que se realiza de forma presencial desde el inicio de la emergencia por el coronavirus.

El ítem más conflictivo de toda la agenda es el debate sobre un nuevo tratado para futuras pandemias, un instrumento legal para generar obligaciones a los Estados y evitar que se repitan los problemas que expuso el coronavirus. Aunque la idea polariza a los miembros de la OMS, parte del consenso sobre lo mal preparado que demostró estar el planeta para enfrentar situaciones como las vividas con el covid-19, desde el hecho de no haber podido evitar que un pequeño brote focalizado se convirtiera en una pandemia hasta el acceso desigual a las vacunas que permitió la mutación del virus. Justamente por ese carril discurrió la disertación de nuestra ministra de Salud, Carla Vizzotti, presente en el lugar, quien puso de manifiesto la necesidad de relanzar una agenda sanitaria global con “más integración regional, más cooperación, más desarrollo y, por sobre todo, más solidaridad y empatía”, y pidió redoblar esfuerzos para que todos los países cuenten con dosis de vacunas contra el coronavirus. “Esta inequidad representa un fracaso moral del sistema de cooperación multilateral y regional que debemos corregir de inmediato y tener en cuenta para futuras emergencias”, subrayó Vizzotti.

La guerra en Ucrania añadió un particular condimento a esta asamblea –de la cual también Rusia participó– y ha venido a sumar tensiones internas dentro de la vapuleada organización, donde las pujas geopolíticas parecieran pesar más que las cuestiones humanitarias que la sustentan. Al respecto, un aspecto insoslayable de esta contienda han sido las miles de personas que debieron movilizarse para huir del conflicto bélico. Como consecuencia de esto, según un informe de la agencia de la ONU para los refugiados (Acnur), el mundo superó por primera vez el umbral de los 100 millones de personas que se refugiaron fuera de los límites de los países donde vivían, o debieron abandonar sus ciudades para desplazarse hacia otras zonas aun dentro del mismo territorio nacional. “El número de personas forzadas a huir de los conflictos, de la violencia, de los atropellos a los derechos humanos y de la persecución superó por primera vez el asombroso límite de los 100 millones, impulsado por la guerra de Ucrania y otros conflictos mortales. Esta cifra es alarmante, preocupante y aleccionadora. Es un número al que nunca se debería haber llegado”, dijo el alto comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, Filippo Grandi, citado por la agencia de noticias AFP. La triste situación de tantos que han debido dejar todo para salvar su vida se complejiza aún más debido a que, más de dos años después del inicio de la pandemia de covid-19, al menos 20 países siguen denegando el acceso al asilo a personas que huyen de los conflictos, la violencia y la persecución, usando como excusa las medidas adoptadas para luchar contra el virus. En busca de alertar conciencias, también se sumó la voz del secretario general del Consejo Noruego para los Refugiados, Jan Egeland, quien destacó: “Somos testigos de una pandemia sin precedentes de sufrimiento humano”, y denunció la falta de acción de los responsables políticos que “traicionan a los más desfavorecidos del mundo a un nivel nunca visto”, al mismo tiempo que advirtió que el sistema de ayuda internacional se encuentra desbordado.

Y en ese sentido, yo misma pude comprobar recientemente cómo se amontonaban en las afueras de París decenas de carpas minúsculas (de las llamadas “iglú”), en un predio al aire libre dotado de apenas un par de baños químicos. Como para sumarle dramatismo a la situación supe que estos espacios van rotando permanentemente, ya que las autoridades municipales intentan escabullir el bulto pretendiendo que algún otro se haga cargo del problema, en un patético pasamanos de inoperancia y frustración. También fui testigo del reclamo de un grupo de vecinos indicando el peligro que implican estos asentamientos para la seguridad del barrio, y solicitando a las autoridades que se ocuparan de definir en el corto plazo un lugar de residencia permanente para estas personas. Es decir, los refugiados resultan una molestia para todos.

En el medio, como siempre, está la gente común –como usted y como yo– que de un día para otro y sin mediar advertencia se ven obligados a abandonar sus hogares, sus objetos preciados, recuerdos, herencias, para comenzar a vivir en la incertidumbre de lo no elegido, sumando al dolor de la partida y el exilio, la angustia cotidiana de tener que sobrevivir en condiciones de extrema precariedad. A propósito de esto, me acordé de unos viejos versos, casi olvidados, de un juglar popular que decían algo así: “Vamos a empezar de nuevo, cebollita y huevo, pan y libertad… que paguen los que han robado, y los humillados, que no paguen más”.

Comentarios