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No se trata de hablar de todos los chetos ni de todos los rugbiers

Pensar qué clase de códigos están legitimados culturalmente, qué formas de la violencia son aceptadas y incluso entendidas como rituales de pasaje asociados a la masculinidad y la pertenencia en determinados ámbitos sociales


Por Tamara Tenembaum/ Agenda de Buenos Aires

 

Quienes participamos de espacios de debate político como feministas estamos acostumbradas a escuchar una objeción frecuente, en general —pero no siempre— de parte de varones: el feminismo no llega a las clases populares, es un movimiento elitista, ilustrado, ajeno a las barriadas y a aquellos y aquellas que no tienen los privilegios económicos y educativos de los que gozamos nosotras, las feministas universitarias, las jóvenes del glitter y el pañuelo verde. Creo que hablo por muchas cuando digo que esa objeción me preocupa genuinamente, y que no tengo más que contradicciones y ambigüedades que investigar sobre ella. Por una parte, soy consciente de que muchos de nuestros discursos y ámbitos son excluyentes —por sus horarios, por el modo en que funcionan, por los temas que se tratan y los vocabularios que se utilizan— y que es algo en lo que tenemos que trabajar juntas. Por otro lado, tanto mi encuentro con la militancia como un análisis del lenguaje me hace evidente que esa misma queja es profundamente elitista: ningunea el trabajo diario e histórico de las mujeres argentinas de los sectores medios bajos y bajos para organizar sus demandas y necesidades, da por hecho que el feminismo es algo que viene de la academia antes que de la militancia y supone, entonces, que somos nosotras las iluminadas quienes tenemos que ir a mostrarles el camino a quienes —paradójicamente— experimentan la intersección del capitalismo y el patriarcado con más intensidad y violencia. Dicho esto, sin embargo, se habla mucho menos en la militancia de algo que desde mi punto de vista es más claro: la casi nula penetración del discurso feminista en las clases altas de nuestro país.

No se trata de hablar de “todos los chetos” ni de “todos los rugbiers” como jamás se trata de hablar de “todos los varones”, sino de pensar qué clase de códigos y hábitos están legitimados culturalmente, qué formas de la violencia son aceptadas e incluso entendidas como rituales de pasaje asociados a la masculinidad, la pertenencia e incluso la amistad en determinados ámbitos sociales, culturales y económicos. Se trata de entender que a un chico racializado con gorrita lo para la policía a pedirle los documentos por caminar rápido y que los diez asesinos de Fernando Báez Sosa se fueron caminando con la ropa toda manchada de sangre, de acuerdo al testimonio judicial de una chica, sin que la seguridad privada ni los oficiales presentes los detuvieran.

He participado de charlas en varios colegios públicos en estos años, y conversado sobre género y violencia con adolescentes muchas veces. No tengo una estadística que correlacione sector socioeconómico con nociones de masculinidad entre la juventud argentina —sería una investigación interesante, por ejemplo, para el flamante Ministerio de la Igualdad— así que lo único que puedo ofrecer es un punto de vista quizás informado pero personal y sin dudas parcial. Lo que veo es que el feminismo argentino se ha posicionado de una forma mucho más clasista y combativa de lo que nuestros compañeros de militancia a veces parecen pensar. En general, pienso esto como una ventaja: nuestro feminismo no es el de las actrices de Hollywood, no es el de las que redactan emotivos discursos sobre cobrar exactamente la misma cantidad de millones que los tipos con los que comparten cartel. Nuestro feminismo, con todas sus carencias, sus conflictos y sus fracasos, se posicionó contra la derecha, contra la homofobia, contra la desigualdad, contra la estigmatización de la pobreza. De hecho, nos plantamos mucho antes que el feminismo hollywoodense —que, que yo sepa, todavía no lo ha hecho— contra el punitivismo excesivo y a favor de problematizar la estrategia del escrache público como forma de construcción feminista; en parte, o ante todo, porque sabemos que esos castigos tienden a recaer sobre nuestros varones jóvenes, pobres y racializados, esos sujetos que al mundo le queda tan cómodo designar como peligrosos para nosotras las blancas doncellas de las familias bien constituidas. La famosa idea de interseccionalidad, de hecho, tomó celebridad global gracias, ahí sí, al feminismo académico —también el del primer mundo, en este caso—, pero partió de teóricas negras que venían de las clases populares. Los feminismos del mundo, entre los que el feminismo argentino tiene un peso bastante importante, no tienen demasiado que ver con esa versión edulcorada por la que nos critican constantemente.

 

Del lado de enfrente se cristalizó una resistencia, un contramovimiento tan global como el movimiento feminista. Gustan de decirnos que ese contramovimiento son los sectores populares, que las nuevas izquierdas pierden porque no entienden a los pobres. Otra vez, mi respuesta provisoria es siempre “puede ser”; pero también es cierto que hay un país que no miramos. Ese que elige todavía mandar a sus hijos a colegios de varones y colegios de mujeres, donde —esta anécdota tiene menos de dos años— que dos nenas se den un beso jugando en el jardín todavía es motivo de alarma institucional; ese que gasta en una noche de boliche el sueldo de la persona que le está sirviendo los tragos y que prefiere ir a esos lugares que se reservan el derecho de admisión según lo que tengas puesto, el color de tu piel o el tamaño de tus caderas; ese que cada vez más elige mudarse a barrios cerrados, lo más lejos posible de esas ciudades repletas de gente oscura y peligrosa, incluso cuando se les hace relativamente difícil (por suerte para ellos los barrios cerrados se expanden a velocidad exponencial, para un mercado de gente que no es rica pero tiene las mismas ganas de huir de la pobreza). Se insiste en el carácter no popular del feminismo, pero fueron las empleadas de Nordelta las que se organizaron colectivamente entre ellas para hacer público el apartheid que vivían por parte de aquellos que se sienten dueños del espacio público —en parte, porque se lo han otorgado—; de sus empleadores y empleadoras no supimos nada, ningún eslogan, ninguna sonrisa de Melania Trump. Ni siquiera salieron a defenderse, más que con frases que los hundían cada vez un centímetro más; ni siquiera tuvimos que escuchar argumentos del tipo “no todos los Nordelta somos esa lacra”. La sensación fue de grieta total y absoluta, esa que ni siquiera produce debate: a quienes empleaban a esas mujeres en Nordelta no les importaba en lo más mínimo lo que pensáramos de ellos. No se separaban del colectivo ultrajado porque ni siquiera parecían compartir el juicio masivo de que eso que se denunciaba era grave; o quizás, en serio, la desaprobación del mundo exterior no les hace ninguna mella. No nos quieren ni nos necesitan, hasta que el Estado llega —siempre poco y siempre tarde—para molestarlos.

 

Nadie cree que la culpa la tenga una pelota, pero es interesante leer el modo en que muchos eligieron recortarse, incluyendo nada más y nada menos que a la Unión Argentina de Rugby. El comunicado de prensa que difundieron en Twitter se refirió al asesinato de Fernando como “su fallecimiento”, como si el vínculo entre la violencia que sufrió y su muerte fuera casi una casualidad. Explica, también, que implementarán un protocolo educativo “conscientes de que podemos ser parte de la solución a la violencia entre los jóvenes” —aludiendo, sin darse cuenta, a la posibilidad de ser más parte del problema que de la solución— “independientemente de que no sea una exclusiva responsabilidad nuestra” —cosa que es de sentido común y que no hacía ninguna falta explicitar más que para victimizarse, en un momento bastante inoportuno para eso—. Lo que más me interesa es el final: “Nuestro juego convive con el contacto físico desde muy temprana edad, pero siempre dentro de un claro reglamento. Quienes no lo entiendan de esta manera y usan su fuerza física en detrimento de otro no representan nada del rugby ni sus valores. Son la cara más cruel de un flagelo que atañe a toda la sociedad”. Al final, el texto se trataba de eso: aludir a “toda la sociedad” para no responsabilizarse, para no tener que mirar a “los valores del rugby”, frase que se ha mentado tantas veces para hablar de estos eventos que ya podrían ir reemplazándola por otra si no van a usarla irónicamente. Cuando digo que el feminismo no llega hablo, por supuesto, de la legitimidad de la violencia como forma de identidad y de pertenencia grupal, de cómo se les enseña a unos que la simpatía de sus semejantes vale más que la vida de cualquier otro; pero también hablo de una forma de pensar, en la cual conversar sobre un problema social implica tomarse muy en serio nuestro propio rol en las opresiones sistémicas, y no usar la idea de sistema para librarse de culpas. Un tipo de cuestionamiento que se dirige, justamente, a las cosas que nos son más queridas: nuestras ideas sobre la familia, nuestra noción del amor o los valores del deporte en el que nos criamos. La verdadera contrarrevolución está ahí: agarrarse fuerte de aquello que pensamos que es bueno porque es nuestro, porque así nos criaron y porque sostiene las jerarquías que nos preservan en un lugar supuestamente especial, el de los verdaderos hombres, el de la ética de los caballeros, bien lejos de la moral de los bárbaros.

Entiendo que hay gente que piensa que se puede educar a un grupo de personas para ejercer sin violencia su lugar de privilegio en el patriarcado y el capitalismo: yo no lo creo. Desde mi humilde punto de vista feminista las pedagogías de la crueldad no pueden separarse de los sistemas que sostienen. No sé, entonces, cuál es la solución, cómo se educa a los opresores para que no sean violentos sin enseñarles también a cuestionar esa opresión, cosa que dudo que hagan las instituciones que defienden históricamente los valores de una masculinidad y de una clase. Pero bueno, seamos optimistas: quizás a la Unión Argentina de Rugby sí se le ocurre.

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