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No a la reforma, sí a las otras

Por Luis Novaresio.

No existe un solo argumento jurídico o de política de Estado para avalar la intención de reformar la Constitución Nacional. Hay varios del orden de la conveniencia política ocasional, es cierto. Pero en ese caso sería bueno explicitar las intenciones de quienes la proponen.

La Carta Magna de 1994 es clara y expresa: admite una sola reelección sucesiva y luego reclama que el presidente espere un período intermedio si aspira a volver al sillón de Rivadavia. No sólo lo sabemos los ciudadanos de a pie sino especialmente los convencionales constituyentes de entonces entre los que se contaban Néstor y Cristina Kirchner. Si cualquiera de los argentinos está igualmente obligado a la hora de respetar la Constitución, el que participó de su redacción y de su jura como representante de su pueblo tiene el deber moral e inquebrantable de hacerlo. Ya se sabe que el Estado no se ocupa de controlar la moralidad de sus funcionarios. Esto está reservado a la conciencia de cada uno de ellos.

No es verdad que en menos de 20 años desde aquella sanción las cosas han cambiado. No es cierto que la ley fundamental adolezca de cerrojos democráticos. Menos, que un modelo republicano de gestión dependa sólo de una persona iluminada.

Dos décadas para la historia constitucional de un país (y en especial para la Argentina) son un suspiro. Además, ningún especialista en técnica legislativa puede sostener sin ponerse colorado que alguien dicta normas esenciales para tan corto plazo. En vez de pensar en cambiar algo tan nuevo, buena sería la misma energía para cumplirlo. Porque de hecho, y aquí otro engaño de los sostenedores de la reforma, sí hay muchos institutos creados en 1994 que no han sido puestos en marcha. Casualmente, algunos relacionados con el control popular de la gestión de los funcionarios y las iniciativas democráticas de la ciudadanía. No hay un solo derecho individual o colectivo que no aparezca tutelado por la Constitución. Es hasta aburrido escuchar a los sobreactuados defensores de la necesidad de la reforma insistir con este argumento. ¿Qué derecho falta? ¿Qué facultad de prerrogativa de los argentinos se ve incumplida por la Carta Magna del 94? Si se miran las encuestas oficialistas u opositoras, los dos reclamos más masivos son por seguridad y trabajo, derechos ya pensados desde los pactos preexistentes a la norma de 1853 y, sistemáticamente, olvidados por buena parte de las gestiones de estos últimos 20 años.

Por fin, da cierta impresión (por no decir pena) ver a encumbrados políticos que llegaron a ser gobernadores o diputados clamar por la reforma sosteniendo el argumento de que sólo hay un alma capaz de conducir las riendas del “modelo” y no es justo que eso sea impedido. Ya se sabe desde los romanos que nadie puede alegar su propia torpeza. Si un gobernador dice que la única que puede continuar con la gestión es la actual presidenta eso debe ser leído como un autoproclamado diagnóstico de inutilidad supina que debería valerle jamás volver a osar aspirar a nada. Salvo que semejante afirmación sea hecha por miedo y en ese caso tampoco vale la pena tenerlo más en cuenta para el futuro porque, como dice Bertrand Russell definiendo los autoritarismos dogmáticos, ellos sólo nacen en un pueblo de temerosos.

Sí a la reforma

Donde sí debería esperarse un cambio es en el ámbito municipal de la provincia de Santa Fe. Aquí sí hay plazos históricos más abundantes pero, especialmente, cuestiones de fondo que merecen ser consideradas. La autonomía municipal es una deuda que ya en el 2012 resulta escandalosa. Mientras el gobierno de la Casa Gris se esfuerza por seguir rascando la olla de los ciudadanos –no la de los poco austeros funcionarios de turno– que siguen pagando impuestos y viendo que los servicios son peores o iguales (lo que implica también que sean muy malos, porque el paso del tiempo deteriora lo conseguido), al mismo tiempo  que la mayoría de la oposición ve como se posiciona para conseguir lugares cómodos con vistas a 2013, es llamativo el clamoroso silencio sobre el tema de la autonomía de ciudades como Rosario, Santa Fe o Villa Gobernador Gálvez.

La última gestión de Jorge Obeid había hecho sonar, al menos, el debate. Roberto Rosúa, aún con su intemperancia pero con gran manejo político, había propuesto la vía de una simple ley si la reforma de la Constitución provincial era un obstáculo. ¿Y? ¿Qué fue de ese empujón? ¿No debería la intendenta Mónica Fein ser la cabeza de la avanzada? ¿Es una prioridad en ella este tema?

Para ser modestos en la apreciación, la actual gestión municipal no ha aparecido aún en el día a día de los rosarinos, sobrevolando la sensación de un gobierno que apenas administra lo recibido y sólo reacciona favoreciendo aumentos: de tarifas de ómnibus, ahora de taxis, de tributos locales, etc., etc., etc. Basta darle una recorrida a la parte más favorecida de la ciudad para verla no ya como la Barcelona autobautizada con pompa por los predecesores socialistas sino como una ciudad gris sin reacción en materia  de los servicios públicos esenciales. Ni qué hablar del sur y del oeste siempre postergados.

Será por eso que en el más estricto silencio ya se conversa en las usinas de la quintaesencia del partido gobernante qué alternativa de sucesión en 4 años se le ve a la agradable, talentosa y muy bien intencionada Mónica Fein que hasta ahora no ha hecho gala de sus condiciones. Una ley de autonomía municipal implicaría, por reforma constitucional o por ágil decisión del Congreso local, el manejo directo de muchos recursos y la toma de decisión inmediata de la ciudad que más aporta al erario provincial. Se entiende que quien ocupa el despacho del Palacio de los Leones no sea disonante con su gobernador camarada. No se sabe si ella percibe que los viejos reclamos rosarinos a la burocracia santafesina siguen intactos y también insatisfechos. No cambió mucho el trato hacia la ciudad en la gestión Binner y en la actual de Bonfatti.

Algunos dicen que es muy difícil gobernar en épocas de crisis. Otros dicen que al PS le cuesta todavía más, acostumbrado a un marketing público ilimitado, sostenido por un grupo incontable de difusores efectivos de eslóganes. Muchos, por fin, creen que ni el mejor publicitario puede contar lo que no existe.

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