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Otros tiempos

Narco no: contrabandista

El Negro traía marihuana de Paraguay en los 80, en la carrocería de un Torino. Épocas en que los controles de la Policía eran laxos y las cajas negras de la fuerza engordaban con otros negocios: la piratería del asfalto y secuestros extorsivos.


El Negro Rolando tuvo una infancia difícil. Nació en la segunda mitad de los 60. Hijo de un obrero de la construcción y una empleada administrativa, quedó huérfano de muy chico. Por eso, antes de empezar la primaria se mudó con su abuela Norma, la mamá de su mamá, al barrio Tiro Suizo. Fue ella quien se ocupó de que Rolandito estudiara, fuera un alumno aplicado. Era un chico inteligente y carismático, capaz de charlar con un filósofo o un preso con total fluidez. Pero el Negro creció y empezó a armar su historia. Antes de cumplir 15 ya prefería la vereda a la casa y las artes marciales a los libros. Tenía una espalda enorme, cabeza cuadrada, poco cuello y una mano pesada como un cascote. Unos meses después de terminar quinto año de la secundaria arrancó a laburar. Un vecino, dirigente sindical metalúrgico le vio potencial y se lo llevó como guardaespaldas. Así, recorrió unidades básicas de todo el país y se hizo de contactos pesados.

En un viaje a Formosa le llegó el dato. Había una familia de contrabandistas de Clorinda que cruzaba desde Paraguay lo que su contratante le pidiera. Al Negro le encantó. Estaba podrido de ser pata de plomo de los gordos del sindicato dirigido por Lorenzo Miguel, aquel de las patillas largas y contactos militares. Sobre todo, de sus reuniones interminables.

Tenía ahorros y necesitaba aventuras. Por eso le dijo a su patrón que renunciaba, habló con unos amigos del barrio que tenían una bicicletería con un depósito grande y arrancó para Clorinda. A buscar marihuana. “No era nada muy turbio. Ellos eran una familia como cualquier otra, pero en vez de un trabajo formal, se dedicaban al contrabando”, contó el Negro a El Ciudadano.

El negocio era simple: alguien debía ir hasta la ciudad fronteriza a buscar un Torino usado, que antes había sido desarmado y rellenado con marihuana prensada en cada uno de sus espacios libres. Con la compra de la droga, el auto, que en esos momentos era un artículo de lujo propio de la alta sociedad, venía de regalo. “Entraban alrededor de 300 kilos y había que viajar despacito, porque las ruedas tocaban la carrocería. Igual, el viaje era tranquilo: la caminera no tenía perros ni hacía grandes controles. A lo sumo te abrían el baúl y el equipaje de mano. Si no hacías mucho cartel, era imposible que te agarraran”, explicó Rolando.

Una vez en Rosario, no pasaban mayores sobresaltos. La del Negro era una organización celular. Tenía veinte vendedores con sus respectivos clientes. Con esto, evitaba el desfile de clientes en la bicicletería y bajaba los volúmenes de mercadería con facilidad. “Nosotros no éramos traficantes, éramos contrabandistas. No teníamos armas ni arreglábamos con la cana. Solamente nos escondíamos y pasábamos desapercibidos”, relató Rolando.

Según el Negro, en los comienzos de los 80 las pesquisas policiales eran incipientes. La Policía de la dictadura en retirada no contaba con información ni capacitación sobre drogas, sólo perseguía militantes políticos. Sus herramientas eran la violencia y las amenazas. Si el investigado se aguantaba un par de golpes sin hablar y después gritaba pidiendo por un juez, salía a las pocas horas. “Los milicos salían con el Falcon a buscar hippies. Si les encontraban un papelillo en la billetera, los llevaban a Toxicomanía, que estaba en el mismo lugar que hoy, y les pegaban para que les dijeran quién les había vendido”, explicó en referencia a las oficinas donde hoy está la Brigada Rosario de la Dirección de Prevención y Control de Adicciones, en el primer piso del edificio donde también está la comisaría 3ª, en Dorrego 161.

Según diferentes investigadores, durante los últimos años de los 70 y los primeros de la siguiente década los uniformados de la Unidad Regional II no intervinieron en el comercio de droga, que por entonces tenía un mercado muy reducido. Los negocios ilegales en los que tenían intervención eran la piratería del asfalto, los secuestros extorsivos y los asaltos de escala media. “La estructura del aparato represivo rosarino, durante la dictadura, se autofinanciaba a base de robos y secuestros. Con la llegada de la democracia esta práctica continuó en vigencia. Recién empezaron a morder de las ganancias del narcotráfico durante los primeros años de los 90”, expresó a El Ciudadano un reconocido penalista.

Clientes y rubros

De acuerdo con el Negro, en los 80 la marihuana era para los estudiantes o los intelectuales, por lo que la gente que la vendía pertenecía a ese sector social: personas que no se dedicaban en exclusiva a la comercialización, sino que, al ser una mercadería que escaseaba, lo hacían para poder fumar con regularidad.

Pero el Negro era un tipo diferente. Él era de los pocos vendedores full time. Sin embargo, su negocio nunca se tocaba con el de los otros estupefacientes. “En los 90 recién apareció el vendedor de cocaína que además tenía faso. La de la merca era gente que andaba armada, ladrones con experiencia. Los llamábamos los Viejos de la Bolsa. Los pibes sólo podían ir a comprar porque tenían onda con algunos de esos viejos, pero no vendían”, relató Rolando.

Asamblea de narices frías

Según el Negro, a fines de los 70 y principios de los 80, los sindicalistas eran asiduos consumidores de cocaína. Cuando arreció la presión punitiva, en las obras sociales de los gremios quedó un gran remanente de merca, que antes de la prohibición era utilizada para tratamientos oftalmológicos. “En los portafolios de los jefes siempre viajaban esos viejos frascos de vidrio color marrón, que eran muy comunes en las farmacias, en los cuales los sindicalistas encontraban el incentivo para largas jornadas de negociaciones”, concluyó.

Un conocedor de la materia

Según un investigador judicial consultado por El Ciudadano, el Negro era una de las pocas personas que se dedicaba exclusivamente a la venta de marihuana, sin contar con un trabajo formal que le sirviera de sustento legal y monetario. En los comienzos de los 80, en Rosario los clientes escaseaban y el cannabis era una mercadería con poca demanda. El resto de los vendedores traía desde la frontera cargamentos chicos, menores a 30 kilos.

El Negro hizo una explicación minuciosa sobre el negocio. Los pequeños vendedores utilizaban un sistema simple: una tarjeta de presentación con un nombre falso. Los traficantes despachaban la droga como encomienda en el mismo colectivo en el que iba a viajar su cliente. El paquete se registraba a nombre de la identidad impresa en la tarjeta. Una vez en Rosario, el comprador sólo tenía que ir a retirarla con la credencial trucha. Así, si en el trayecto había problemas, nadie se atribuía la carga. “Un conocido tenía tarjetas de todas las profesiones habidas y por haber. Vendedor de bulones, de artículos de enfermería, de bombachas de goma”, explicó.

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