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Muerto por las miserias de la política

Mariano Ferreyra creció en la Argentina de principios de siglo, inundada de crisis y muerte, y bajo la consigna que “se vayan todos”, reclamada por una sociedad cansada de la política tradicional.

Mariano Ferreyra creció en la Argentina de principios de siglo, inundada de crisis y muerte, y bajo la consigna que “se vayan todos”, reclamada por una sociedad cansada de la política tradicional.

De muy chico estuvo en el puente Avellaneda cuando la Policía mató a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, otras dos vidas jóvenes truncadas en aquella Argentina violenta que, al final, forzó la salida de Eduardo Duhalde del precario gobierno de entonces.

Ferreyra mamó, entonces, la consigna de que las cosas sólo se pueden conseguir en las calles y con medidas de acción directa, pero sin cometer el error de pensar que las armas pueden ser el instrumento adecuado.

Casi como una paradoja del destino, el joven militante del PO murió en Barracas, cerca de aquel lugar, por las balas partidas de fuerzas de choque de la Unión Ferroviaria, otro sindicato que mantiene la concepción de que sólo la violencia puede diferenciar de ideas y privilegios.

Herencia de un gremialismo arcaico que no ha renovado sus métodos y estructuras en más de medio siglo y sólo ha traído pesares a la Argentina.

La Unión Ferroviaria es otro enclave de esos privilegios, conducido por José Pedraza, que supo reconvertirse de sindicalista a empresario en la afiebrada década del 90.

Pasó por el sindicalismo combativo, luego se acercó a los “gordos” cegetistas, y ahora aportó sus hombres al acto que Hugo Moyano realizó en River la semana pasada.

Precisamente, en el marco de la misma metodología, el titular de la CGT ha puesto en jaque a varias empresas al colocar sus camiones frente a las plantas ante cualquier reclamo sindical.

Este accionar ha contrastado con la atinada política de no reprimir la protesta social que siempre han levantado los Kirchner.

Pero entonces, la fuerza del apellido Moyano ha servido como disciplinadora frente a lo que se puede concebir como el Estado ausente en estas circunstancias.

Es decir, está bien la idea de no reprimir la protesta, pero nunca es mejor que la política se dirima con violencia y mucho menos a los tiros.

En los sucesos del miércoles esta ausencia quedó dramáticamente plasmada, ya que la presencia policial se diluyó cuando los dos bandos pasaron de la provincia de Buenos Aires a territorio porteño, donde la Policía Federal debió aplicar mecanismos de prevención.

Basta con recordar también cuando la seguridad de la caravana que acompañó el traslado de los restos de Juan Domingo Perón a la Quinta de San Vicente estuvo a cargo de Camioneros y terminó también en forma violenta y con las imágenes de “Madonna” Quiroz –chofer de Moyano– con el arma en la mano.

En esta misma columna anticipamos en más de una oportunidad que se estaba incubando el “huevo de la serpiente” que podía abrir paso a la violencia política.

Y una de las razones argumentadas era el malestar que evidenciaba el sindicalismo tradicional frente al avance de las agrupaciones de izquierda, en especial del PO, en varias comisiones internas, en sectores clave como gremios del transporte o del sector alimenticio.

También ganaron espacios estudiantiles como la conducción de la Federación Universitaria de Buenos Aires (Fuba) y la semana pasada ganaron el Centro de Estudiantes de la Facultad de Farmacia de la UBA.

Por este motivo era de esperar que la dirigencia de siempre pretendiera ponerle freno a este avance, a cualquier precio.

Ya el límite político fue impuesto con la ley electoral que le exige un piso del 3 por ciento del padrón electoral, algo que casi ninguna agrupación de izquierda puede lograr.

Puntualmente, el partido que conduce Jorge Altamira tiene personería en varias provincias, pero no llega al 3 por ciento en Buenos Aires, el distrito donde más desarrolla su tarea política.

Otra causa para temer por actos violentos es el clima de enfrentamiento permanente que se ve en la sociedad, sin posibilidades de acuerdos mínimos.

Es cierto que en un sistema político es más lógico aceptar los disensos que avanzar en consensos, que muchas veces se encuentra cargados de hipocresía.

La política siempre es, por definición, confrontación de intereses, pero la alta política es la aceptación de esos disensos.

En este marco resultó por lo menos mezquino que nadie en la Casa de Gobierno haya recibido a la dirigencia del Partido Obrero, a pocas horas de la muerte de Ferreyra.

Es más, el necesario decoro estuvo ausente en las nerviosas horas que sucedieron a la “batalla de Barracas”, ya que pasaron varias horas antes que Aníbal Fernández saliera a repudiar lo sucedido.

Y fue el propio jefe de Gabinete quien debió salir a negar una burda operación mediática que salió a responsabilizar a Eduardo Duhalde, siempre sospechado de ser un especialista en agitar tempestades para pescar en aguas turbulentas.

“Algunos buscaban un muerto”, dijo la presidenta en una frase de libre alusión, pero que también pudo hacer referencia a los métodos que siempre se le endilgaron al ex presidente.

Ese muerto apareció y fue Mariano Ferreyra, alguien que con métodos equivocados o no, sólo soñaba con un país más justo.

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